Me acerqué al mostrador donde estaban las enfermeras.
- Quería saber si puede pasar el capellán.
- Le damos aviso.
Volví a la habitación y me puse a prepararme la cama. Me había traído una sábana mía y, si tenía frío, esperaba poder utilizar una de las mantas del hospital. Y me puse...
- ¡Dame agua, nene, dame agua!
- Ya le he dado mucha, señora.
... a pensar sobre todo aquello. La semana anterior, en que la cosa ya se veía mal, me aseguré de que pasara el párroco a administrarle la extrema unción a mi madre, pero eso es algo que se puede repetir, y no está de más hacerlo. Ni Kukoc ni Reyrata son mucho -ni poco- de iglesia, y tal cosa no se les iba a ocurrir, y mi padre no estaba como para acercarse...
- ¡Agua! ¡Agua! ¡Dame agua, nena!
- Ahorita le doy un poco más.
... al hospital.
De todas maneras, ya lo digo, el purgatorio lo debía haber convalidado mi madre en los últimos años, y si el Señor la llamaba ahora era porque ya había hecho hasta la reválida del mismo. Me acerqué a mirarla. Seguía sin mover un músculo, respirando pausada y silenciosamente. Diríase que no le pasaba nada.
Un hombre de alrededor de cincuenta años, vestido con una bata blanca, entró en la habitación.
- Soy el capellán ¿Alguien ha preguntado por mí?
- ¡Dame agua, nena, dame agua!
- Yo lo he hecho. Es por ver si le podía administrar los sacramentos a mi madre.
- Sí, claro.
Yoselín se acercó.
- ¿Van a rezar?
- Si, supongo que sí.
- ¿Les importa que me una?
- Claro que no.
- ¡Dame agua, nena, dame agua!
El capellán debía ser un visitante frecuente de aquel pasillo. Rezamos, le impuso el óleo, y luego ya se despidió.
- Parece que esté muy tranquila - dijo al irse.
- Sí.
- Llámeme cuando quiera si necesita algo.
- Gracias, padre.
- ¡Dame agua, nena! ¡Que me des agua!
- Ahorita, pero ya casi no queda.
Las enfermeras pasaron todavía un par de veces, para comprobar si el gotero seguía teniendo algo, en el caso de mi madre, y para ver qué ruido era aquél, en el caso de la vecina, que no dejó de pedir agua casi cada minuto.
Sin embargo, me pillaba demasiado cansado como para importarme, así que me metí en el baño, que allí más bien era para uso de los acompañantes que de los enfermos, que, si estaban en aquel pasillo, era porque podía ya levantarse. Me puse el pijama, terminé de colocar la sábana y la manta en el sillón regulable, y me acosté, entre gritos de petición de agua.
* * *
Al día siguiente era domingo, y no pasaba el médico, salvo que alguna urgencia demandase la atención del de guardia. Pasaron las enfermeras, que hicieron la liturgia de sacar fuera a los acompañantes, cambiar sábanas, curar las heridas si las había, y fregar la habitación. Reyrata me relevó por la mañana.
- ¿Qué tal?
- Por aquí, ninguna novedad. No se ha movido ¿Qué tal por casa? ¿Cómo está el papá?
- Bien.
- Voy a verle.
- Le hará ilusión.
- ¿Qué tal la vecina? - dijo en un aparte - ¿Ha hecho mucho ruido?
- No ha parado, pero he podido dormir un poco.
- Bufff...
- Venga, te relevo por la tarde, y hago yo las noches, como hemos quedado. Voy a ver al papá.
- Venga.
Salí del hospital, me monté en el Bulto Misterioso, que ya lleva algunos años por Valencia, me fui a mi casa, donde desayuné algo y me duché, y me fui a casa de mis padres, que, me dije a mí mismo, dentro de poco sólo iba a ser de mi padre.
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