Lo más probable es que quien más, quien menos, esté familiarizado con lo que es un hospital público español. Sin embargo, es posible que no haya tanta gente que tenga experiencia en el pasillo de enfermos terminales, que a mí me acabó dando la impresión de ser un lugar con reglas propias, diferentes a las del resto de los pasillos.
Externamente, la unidad de terminales es como las demás. Los pasillos están pintados del mismo color que los otros, las camas son exactamente iguales a las que hay en cualquier otra unidad, hay desinfectante por las paredes, mobiliario idéntico al que hay en cualquier habitación y, de hecho, la unidad de terminales ni siquiera se llama así, sino que la administración del hospital ha sido eufemística y la ha llamado algo así como 'patologías diversas', que suena a algo así como cajón de sastre, pero en dolor.
Sin embargo, no tiene mucho que ver con el resto del hospital. En el resto de las habitaciones, los enfermos, con alguna excepción, tienen buenas posibilidades de salir de allí, en mejor o peor estado, pero de salir. Eso no pasa en terminales. Si alguien sale de allí, y no es con los pies por delante, desde luego que no es en buen estado, sino porque los familiares han decidido que, puestos a esperar el desenlace, prefieren hacerlo durmiendo en su cama, y no en un sillón incómodo que a saber qué espaldas ha acogido.
Cuando entré en la habitación de mi madre, Reyrata ya estaba despierto.
- ¿Qué tal? -pregunté.
- Ya ves.
- ¿Has pasado buena noche?
- La verdad es que sí. La mamá ni se ha movido.
Me acerqué a mi madre, que estaba inconsciente y con los ojos cerrados, yo diría que en coma, recibiendo oxígeno y conectada a un gotero de suero.
- La han sedado - dijo Reyrata -. Está llagada. Por lo menos, así no nota nada y se la mantiene hidratada, que este verano ha sido una agonía.
Y tanto que lo había sido. A medida que el Parkinson iba avanzando inexorable, ya resultaba imposible que mi madre se nutriera por sí misma, ni siquiera que bebiera. Nos turnábamos para enchufarle una botella en la boca y meterle agua a presión, y sudábamos tanto para hacerla beber, que más falta nos hacía a nosotros el agua que a nuestra madre. Padralfor, casi incapaz de andar, aún se levantaba y, no sé con qué fuerzas, se las apañaba para dar a su esposa algunos centilitros de agua con que pudiera pasar el día.
El que haya pasado un verano en Valencia sabe que no es ninguna broma. Puede que la temperatura no sea excesiva, pero la conjunción de calor y humedad aplatana al más pintado, y más vale ingerir suficiente líquido para prevenir males peores. En estas condiciones, que mi madre sobreviviera julio y agosto sin aparentes problemas entra en el terreno de lo inexplicable. Que sobreviviera a septiembre, y sólo estábamos a 8, ya iba a ser demasiado.
Las habitaciones son dobles en el hospital. La otra persona que estaba allí era una anciana bastante ruidosa. Un pariente, evidentemente poco contento con lo que le tocaba hacer, se pasaba el rato echándole broncas. La anciana no hacía más que pedir agua, y su pariente se la daba una vez de cada siete.
- ¡Nene, nene, dame agua!
- ¡Que ya le he dado hace un minuto!
- ¡Nene, nene, dame agua!
- ¡Que no!
- ¿Y por la noche también es así? - le pregunté a mi hermano.
- También, pero bueno, peor era en casa, cuando la mamá gritaba por la noche.
La medicación para el Parkinson, por lo visto, está todavía en mantillas, y los efectos secundarios de muchos mejunjes son importantes. A mi madre, en las primeras etapas de la enfermedad, le daban pesadillas y hablaba en voz alta, cuando no a voz en grito, sobresaltando a mi padre y a mi hermano, cuando éste pasaba la noche allí. Los más de los días, ninguno conseguía dormir de corrido, y no es que el día fuese mucho mejor, porque mi madre, incapaz de andar, no dejaba de pedir cosas que le hacían falta y que no se podía desplazar a procurarse, desde su caja de costura, que prácticamente ya no podía manejar y que se quedaba mirando, dando vueltas entre sus dedos a unas hilachas que a saber de dónde habían salido, hasta una valenciana o un vaso de lo que fuera.
Allí ya no pedía nada. Seguía inconsciente.
- ¿Y qué dicen los médicos?
- Pasó antes el de guardia. Que nos vayamos preparando.
- ¿Cuánto puede durar?
- No me ha dado un plazo. Horas, días... le pregunté si una semana o un mes, y me dijo "¡Noooo! ¡Un mes no! ¡Y una semana tampoco!"
- Vete a casa. Me quedaré yo a pasar las noches. Kukoc bastante tiene con lo suyo, y a mí no me molesta quedarme.
- La verdad es que aquí me cuesta dormirme. - y, en un aparte, me dijo: "Y la vecina de habitación está como una cabra".
Reyrata se fue a descansar, que buena falta le hacía, y yo me quedé a pasar la noche.
- ¡Dame agua, nene, nene, dame agua!
- ¡Cállese!
La pelea entre la anciana sedienta y su pariente duró todavía un buen rato. Me llevé la impresión de que la anciana sedienta no era precisamente lo que se llama un ser querido. Al pariente lo relevó un matrimonio, que tendría cumplidos los sesenta años, uno de cuyos cónyuges, no supe bien quién, debía ser hijo de la anciana.
- ¡Dame agua, nene! ¡Que no me dais agua!
- Ya le hemos dado - dijo él.
- Qué pesada - dijo ella.
- No sé cómo la aguantan en la residencia.
- Ya ves.
Pasó algún tiempo, y entró en la habitación una joven sudamericana.
- Hola, soy Yoselín, hemos hablado por teléfono.
- Ah, sí. Madre, esta chica es Yoselín. Se va a quedar a pasar la noche. Yoselín, tú simplemente tienes que estar pendiente y, si pasa algo, nos avisas. Tienes nuestro teléfono. Hasta luego. Mañana vendremos.
El matrimonio se fue y se quedó Yoselín.
- ¡Dame agua, nene! ¡Dame agua!
Yoselín llenó un vaso y se lo acercó a la anciana a los labios. Apenas bebió.
Pasaron como mucho diez segundos.
- ¡Agua! ¡Agua! ¡Que no me dais agua!
- Pero si le acabo de dar - dijo Yoselín.
- ¡Dame agua, nena! ¡Dame agua!
Yoselín terminó por darse cuenta de que tanta sed no podía ser cierta.
- ¿Es siempre así? - me preguntó.
- Yo acabo de llegar, pero mi hermano lleva aquí dos días y parece que sí, que siempre es así.
- Bueno, pues ya veré cómo hago.
Salí al pasillo a estirar las piernas, porque mi madre seguía inmóvil e inconsciente. Advertí que, estratégicamente dispuestos en los sitios más visibles, alguien había dejado papelitos impresos con números de teléfono de gente que se ofrecía a hacer turnos en el hospital para cuidar de enfermos, o para cuidar de enfermos en cualquier sitio. Por los nombres, yo diría que todas las que se ofrecían eran chicas hispanoamericanas, pero bueno, quizá hubiese también alguna española de origen.
Es curioso cómo se desarrollan oficios nuevos. Ni a mis hermanos ni a mí se nos había pasado por la cabeza contratar a quien básicamente sería una desconocida para cuidar de nuestra madre. No estamos programados para eso. Cuando se rompió la cadera, hacía cinco años de eso, que fue el principio del fin, sólo Kukoc estaba en Valencia. Yo salí a toda mecha desde Bruselas y me planté en el hospital en cuanto pude, y a los dos días apareció Reyrata después de un periplo de lo más aventurero que le llevó a atravesar la Península Ibérica de polizón en un transporte de paquetería. Nos hubiera salido a cuenta, supongo, contratar a alguien, pero no nos han educado así.
Y eso que nuestra madre siempre fue una enferma difícil. Apenas me puedo imaginar a nadie que montara un espectáculo como el que dimos cuando lo de la cadera, o cómo montó otro número cuando tuvo una rotura de brazo, y sus negativas a hacer nada semejante a una rehabilitación.
La verdad es que, aparte de la perspectiva de que con casi total seguridad iba a ser la última vez que cuidáramos de nuestra madre, esta vez parecía la más sencilla. No hablaba, luego no pedía nada. Simplemente se limitaba a respirar con calma, dormida a base de tranquilizantes, mientras las infecciones que debía tener internamente no podían más que ser paliadas, que no detenidas.
Me quedé mirándola. Madre sólo hay una, y todo hacía pensar que la mía ya había cumplido con su papel, y que estaba al caer el momento en que iba a trabajar por sus hijos desde otro mundo. Los quince años que había pasado con el Parkinson avanzando implacable deben ser lo más parecido a un purgatorio que me pueda imaginar, precisamente para una persona cuya profesión, si tuvo alguna, y desde luego su afición, consistía en manejar pinceles y lápices, y que llevaba años sin poder sostenerlos. El purgatorio estaba llegando a su fin, y todos los rosarios de los últimos quince años, todas las oraciones a la Virgen, venían a parar a esto.
- ¡Dame agua, nena, dame agua!
- Sí, señora, ahora le doy un poquito.
Me quedé junto a la cama de mi madre y le di un beso, antes de pensar qué iba a hacer.
8 de septiembre. Era su santo.
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