Hace un par de días, un sarraceno estuvo a punto de montar una gresca de aquí te espero en un tren que, en su trayecto de Amsterdam a París, pasaba por Bélgica. De hecho, el sarraceno en cuestión subió al tren en Bruselas, Gare du Midi o estación del Sur, donde con toda seguridad pasaría desapercibido así llevara un turbante y fuera recitando el Corán a voz en grito. Digamos que la barriada que hay alrededor de la estación es multicultural, o quizá lo era y está dejando de serlo, porque la morería se está haciendo mayoritaria por allí. O eso, o es que los otros salen poco de casa.
El primer suceso mosqueante es que el sarraceno yihadista -presunto, vale- metió en el tren una mochila con un kalashnikov, pistolas y armas blancas como para necesitar muchas más manos de las que Alá le había proporcionado para manejarlas todas a un tiempo. El equivalente español a ese tren, el Thalys, es un AVE, y hay que decir en favor de España que el AVE es algo mejor, y no sólo eso, sino que a un AVE no subes un kalashnikov sin que cante mucho o lo lleves muy bien escondido dentro del abrigo. O de la chilaba. Es lo que tiene haber pasado por un 11-M y un grupo de sarracenos liándola parda y apiolándose a casi doscientas personas.
Bélgica no es que no haya tenido sus experiencias terroristas, que sí, pero son de poca monta y no derriban gobiernos ni cambian resultados electorales. Yo soy un usuario relativamente habitual de los trenes belgas, incluido el Thalys, y los controles de seguridad se limitan a ver si tienes el billete en regla. Si es así, como si quieres meter cianuro en el tren. Parece que las cosas van a cambiar merced al sarraceno en cuestión, lo cual tiene maldita la gracia, porque habrá que llegar antes a la estación y soportar a los seguratas de turno, como si no tuviéramos bastante con los aeropuertos. Espero que al sarraceno le caiga una bien gorda, aunque no haya conseguido matar a nadie.
Al sarraceno lo tuvieron que reducir entre tres pasajeros, que casualmente (¡bendita casualidad!) eran militares y sabían bien cómo hacerlo. He leído en algún medio de comunicación de fuera de Bélgica que la tripulación, consciente de que algo iba peor que de costumbre, se había encerrado en un vagón y no decía ni mu. No creo que sea verdad, porque eso sería una equivocación, y no puedo imaginarme una cosa así. Además, también lo habría leído en algún medio belga, que no digo que no hayan publicado este rumor infundado, pero yo al menos no lo he leído.
Detenido el sarraceno, que parece que se había gastado sus últimos euros en adquirir la mochila, su contenido y el billete de tren, lo tienen en Francia y le han asignado un abogado de lo que en España llamamos el turno de oficio, y en Francia no sé bien cómo se llama. Al final supongo que tendrán que decidir si el delito se cometió en Francia o Bélgica, porque la cosa se produjo alrededor de la frontera y, según decidan, ya veremos a qué juez le toca sentenciar. Pero, de momento, el moro está en Francia. Con su abogada.
Al parecer, se trata de un malentendido. El sarraceno no quiso en ningún momento cometer un acto terrorista, noooooo. Él sólo quería robar a los pasajeros, como dice su padre, que anda por Algeciras y dice que el sujeto es un buen tipo, religioso (eso no hace falta jurarlo) y abstemio. Eso sí, delgadito y hambriento, y que qué menos, para llenar el buche, que robar a los pasajeros, pudiente sin duda, del tren capitalista ése que une Amsterdam con París. La abogada de oficio insiste en el mismo argumento: el chaval tenía hambre, está muy delgadito, pero no quería matar a nadie, sólo comer.
El turno de oficio en Francia debe estar fatal, y a la abogada no se le debe haber ocurrido otra cosa para defender al sarraceno, porque yo creo que esta intervención es lo único gracioso de todo el suceso ¿Robar para comer? ¿En un tren de alta velocidad, donde los billetes comienzan a partir de los treinta euros, y eso comprando con mucha antelación y en los peores horarios? O sea que el sarraceno se gasta una pasta gansa en un tren puturrudefuá, ¿y no tiene un céntimo para comer?
Que empeñe el kalashnikov, leche, que algo sacará. Además, no sé qué falta le hace, igual que las otras armas que llevaba.
Después de todo, el islam es la religión de la paz, ¿no?
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
martes, 25 de agosto de 2015
viernes, 21 de agosto de 2015
Comprando una casa: conozca a sus vecinos
Sinopsis: Nos hemos comprado una casa. Tras superar el galimatías burocrático belga con un éxito aceptable (nunca puede ser completo), llega el momento de integrarse en el vecindario, antes de acometer la reforma de la casa. Y hay unos vecinos de los que nos han contado cositas... preocupantes.
La puerta, pues, se abrió, y apareció ante ella una mujer joven y alta, bien parecida, con una niña muy pequeña abrazada a una pierna con aspecto asustado.
Supuse que estarían secuestrados allí, y que en un descuido de los dueños habían conseguido acceder a la puerta. Ya iba yo a decirles que huyeran mientras pudieran, cuando me sorprendió un saludo, en francés.
- ¡Hola! ¿Son ustedes los nuevos vecinos? Soy Ingrid.
Nos presentamos y, en esto, apareció por detrás de Ingrid un joven sonriente, alto e igualmente bien parecido.
- ¡Hola! Yo soy Rodolfo. Pasen, pasen, no se queden en la puerta.
Pasamos. Yo no las tenía todas conmigo. Esa transformación era, cuanto menos, sospechosa. Quizá hubieran ingerido algún bebedizo que transformaba su aspecto y su carácter, o quizá fuera una trampa. En todo caso, nos sentamos en su saloncito.
- ¿Y ustedes de dónde son?
- Pues somos belgas.
- ¿Belgas? Ah, pues nos habían dicho que eran ustedes extranjeros.
- No, no, somos belgas, nacidos aquí. De hecho, yo siempre he vivido en este barrio y mis padres tienen una casa muy cerca de aquí - dijo Ingrid.
Por un momento pensé si no nos habíamos equivocado de casa, pero no, no, era aquélla, así que les dimos las galletitas que traíamos, que ellos pusieron en un plato, luego sirvieron té, y seguimos la conversación.
- En realidad, mi padre es siciliano, pero yo soy de Flandes, aunque voy de vez en cuando por allá - dijo Rodolfo.
- Y mi madre es alemana, pero muy de aquí - dijo ella.
- Además de esta niña, tenemos otra un poco mayor, que ahora está en clase de música, pero que vendrá enseguida.
- Aaaahhh... así que música, ¿eh?
- Sí, sí, yo sigo tocando todos los días - dijo ella -, y la niña también.
- Pues nosotros tenemos una niña que...
Estuvieron encantadores. No sé yo qué gafas llevaban los antiguos propietarios de nuestra casa, pero los extranjeros, desde luego, no eran estos vecinos, sino los otros. Lo que sí parecía cierto es que habían tenido sus más y sus menos con nuestros vendedores y que, efectivamente, era por asuntos de humedades. Es cierto que pensábamos cambiar muchas tuberías y que, si los problemas venían de nuestra parte, deberían desaparecer, pero, de todas maneras, después de un buen rato de conversación social, nos pusimos al grano.
La vecina, harta de que nuestra antecesora pasara ampliamente de ella, decidió comprar un higrómetro ¿Alguien conoce mucha gente, que no sea arquitecto o fontanero, que tenga un higrómetro en casa? Bueno, pues pasamos a la habitación donde ellos tenían el problema, y efectivamente el higrómetro se puso rojo como un tomate. Era por fardar, me imagino, porque había un pedazo de mancha de humedad en la pared que dejaba muy poquito lugar a dudas, pero claro, la vecina, siendo belga después de todo, querría descartar cualquier posibilidad de equivocarse.
Como, al fin y al cabo y contra todo pronóstico, los vecinos no mordían ni siqueira en noches de luna llena (bueno, esto no hemos podido comprobarlo, pero el caso es que era de día), después de que nos hubieran enseñado su casa, pasamos a la nuestra. La vecina seguía armada con su higrómetro. Lo cierto es que en nuestra casa no había demasiado que enseñar, porque estaba más vacía que el presupuesto de un concejal entrante; de todas formas, la vecina -y nosotros- llegamos hasta la habitación sospechosa, y vimos que los anteriores dueños se habían limitado a poner una pared de yeso por encima de la original. Olé por el arquitecto: en casa del herrero, cuchillo de palo, y en la del arquitecto, pared de yeso.
La vecina, que finalmente estaba comenzando a ponerse de mal humor al ver en qué había consistido la reparación, sacó el higrómetro y lo blandió contra la pared, en vano. Mirando mejor, encontró en el extremo de la pared una sombra de mancha contra la que aplicó el higrómetro y consiguió así que se pusiera rojo, al menos un poquito y después de un rato.
- ¡No han hecho nada para remediarlo! ¡Una pared de yeso! ¡A saber lo que habrá detrás!
- Bueno, no se preocupe, que la quitaremos y lo veremos. De todas formas, vamos a cambiar las conducciones, así que, si la humedad viene de nosotros, desaparecerá.
- No saben cómo era la antigua dueña. Al final, me dijo que ella lo había hecho todo, y que, si tenía problemas, la llevara a juicio ¡Cinco años con el problema!
- Claro, claro...
Nos despedimos amigablemente y, puesto que los vecinos eran músicos (y doy fe de que entretanto, en alguna visita aislada, a ella la he oído ensayar), decidimos poner el piano en la pared que da a su casa.
Y es que no hay como llevarse bien con los vecinos.
* * *
Pero esto no es todo. Los vecinos aparecerán en alguna entrada posterior, pero por otros motivos. Realizada la compra, y conocidos los vecinos, quedaba la parte más complicada del asunto, y donde más protagonistas intervienen: la reforma. Y eso sí que son palabras mayores.
La puerta, pues, se abrió, y apareció ante ella una mujer joven y alta, bien parecida, con una niña muy pequeña abrazada a una pierna con aspecto asustado.
Supuse que estarían secuestrados allí, y que en un descuido de los dueños habían conseguido acceder a la puerta. Ya iba yo a decirles que huyeran mientras pudieran, cuando me sorprendió un saludo, en francés.
- ¡Hola! ¿Son ustedes los nuevos vecinos? Soy Ingrid.
Nos presentamos y, en esto, apareció por detrás de Ingrid un joven sonriente, alto e igualmente bien parecido.
- ¡Hola! Yo soy Rodolfo. Pasen, pasen, no se queden en la puerta.
Pasamos. Yo no las tenía todas conmigo. Esa transformación era, cuanto menos, sospechosa. Quizá hubieran ingerido algún bebedizo que transformaba su aspecto y su carácter, o quizá fuera una trampa. En todo caso, nos sentamos en su saloncito.
- ¿Y ustedes de dónde son?
- Pues somos belgas.
- ¿Belgas? Ah, pues nos habían dicho que eran ustedes extranjeros.
- No, no, somos belgas, nacidos aquí. De hecho, yo siempre he vivido en este barrio y mis padres tienen una casa muy cerca de aquí - dijo Ingrid.
Por un momento pensé si no nos habíamos equivocado de casa, pero no, no, era aquélla, así que les dimos las galletitas que traíamos, que ellos pusieron en un plato, luego sirvieron té, y seguimos la conversación.
- En realidad, mi padre es siciliano, pero yo soy de Flandes, aunque voy de vez en cuando por allá - dijo Rodolfo.
- Y mi madre es alemana, pero muy de aquí - dijo ella.
- Además de esta niña, tenemos otra un poco mayor, que ahora está en clase de música, pero que vendrá enseguida.
- Aaaahhh... así que música, ¿eh?
- Sí, sí, yo sigo tocando todos los días - dijo ella -, y la niña también.
- Pues nosotros tenemos una niña que...
Estuvieron encantadores. No sé yo qué gafas llevaban los antiguos propietarios de nuestra casa, pero los extranjeros, desde luego, no eran estos vecinos, sino los otros. Lo que sí parecía cierto es que habían tenido sus más y sus menos con nuestros vendedores y que, efectivamente, era por asuntos de humedades. Es cierto que pensábamos cambiar muchas tuberías y que, si los problemas venían de nuestra parte, deberían desaparecer, pero, de todas maneras, después de un buen rato de conversación social, nos pusimos al grano.
La vecina, harta de que nuestra antecesora pasara ampliamente de ella, decidió comprar un higrómetro ¿Alguien conoce mucha gente, que no sea arquitecto o fontanero, que tenga un higrómetro en casa? Bueno, pues pasamos a la habitación donde ellos tenían el problema, y efectivamente el higrómetro se puso rojo como un tomate. Era por fardar, me imagino, porque había un pedazo de mancha de humedad en la pared que dejaba muy poquito lugar a dudas, pero claro, la vecina, siendo belga después de todo, querría descartar cualquier posibilidad de equivocarse.
Como, al fin y al cabo y contra todo pronóstico, los vecinos no mordían ni siqueira en noches de luna llena (bueno, esto no hemos podido comprobarlo, pero el caso es que era de día), después de que nos hubieran enseñado su casa, pasamos a la nuestra. La vecina seguía armada con su higrómetro. Lo cierto es que en nuestra casa no había demasiado que enseñar, porque estaba más vacía que el presupuesto de un concejal entrante; de todas formas, la vecina -y nosotros- llegamos hasta la habitación sospechosa, y vimos que los anteriores dueños se habían limitado a poner una pared de yeso por encima de la original. Olé por el arquitecto: en casa del herrero, cuchillo de palo, y en la del arquitecto, pared de yeso.
La vecina, que finalmente estaba comenzando a ponerse de mal humor al ver en qué había consistido la reparación, sacó el higrómetro y lo blandió contra la pared, en vano. Mirando mejor, encontró en el extremo de la pared una sombra de mancha contra la que aplicó el higrómetro y consiguió así que se pusiera rojo, al menos un poquito y después de un rato.
- ¡No han hecho nada para remediarlo! ¡Una pared de yeso! ¡A saber lo que habrá detrás!
- Bueno, no se preocupe, que la quitaremos y lo veremos. De todas formas, vamos a cambiar las conducciones, así que, si la humedad viene de nosotros, desaparecerá.
- No saben cómo era la antigua dueña. Al final, me dijo que ella lo había hecho todo, y que, si tenía problemas, la llevara a juicio ¡Cinco años con el problema!
- Claro, claro...
Nos despedimos amigablemente y, puesto que los vecinos eran músicos (y doy fe de que entretanto, en alguna visita aislada, a ella la he oído ensayar), decidimos poner el piano en la pared que da a su casa.
Y es que no hay como llevarse bien con los vecinos.
* * *
Pero esto no es todo. Los vecinos aparecerán en alguna entrada posterior, pero por otros motivos. Realizada la compra, y conocidos los vecinos, quedaba la parte más complicada del asunto, y donde más protagonistas intervienen: la reforma. Y eso sí que son palabras mayores.
lunes, 10 de agosto de 2015
Tropezones en el relato
Yo sé bien que, para una entrada emocionante que me sale, la he interrumpido en el momento crucial, pero os aseguro que la interrumpí en el momento justo en que mi avión aterrizaba y los pasajeros que estaban a mi lado me ponían mala cara pidiendo paso. Ryanair ha hecho mucho daño y ha dado acceso a los viajes en avión a gente inculta, que no comprende que los placeres de la literatura deben tener primacía sobre el interés egoísta de los viajeros de salir cuanto antes del avión e ir al cuarto de baño. Es lo que hay. Estoy en España, de vacaciones.
Y en España no tengo tiempo. Ni un minuto. Es cierto que en Bélgica tampoco, pero en España es la repera y, cuando voy con las tres fieras, la escasez de tiempo es acuciante. Todo lo ocupan ellos. Y, cuando no son ellos, lo ocupa mi padre, que ahora mismo está a mi lado murmurándome cosas mientras me enseña unos papeles a los que quiere que eche un vistazo. O mi madre, que me llama desde su sillón preguntándome si estoy en casa.
Normalmente, en estas circunstancias, no escribiría hasta el próximo viaje en avión, pero vuestros mensajes me han conmovido y tengo que escribiros para que tengáis un poco de paciencia. La entrada está en curso, a un ritmo leeeeento, que es el único que tengo, y seguramente se concluirá dentro de poco. A ver si vuelvo a Bruselas de rodríguez unos días y consigo descansar de las vacaciones.
Que son agotadoras, la verdad. A veces creo que tendrían que abolirlas, al menos para los padres (e hijos) de familia.
Y en España no tengo tiempo. Ni un minuto. Es cierto que en Bélgica tampoco, pero en España es la repera y, cuando voy con las tres fieras, la escasez de tiempo es acuciante. Todo lo ocupan ellos. Y, cuando no son ellos, lo ocupa mi padre, que ahora mismo está a mi lado murmurándome cosas mientras me enseña unos papeles a los que quiere que eche un vistazo. O mi madre, que me llama desde su sillón preguntándome si estoy en casa.
Normalmente, en estas circunstancias, no escribiría hasta el próximo viaje en avión, pero vuestros mensajes me han conmovido y tengo que escribiros para que tengáis un poco de paciencia. La entrada está en curso, a un ritmo leeeeento, que es el único que tengo, y seguramente se concluirá dentro de poco. A ver si vuelvo a Bruselas de rodríguez unos días y consigo descansar de las vacaciones.
Que son agotadoras, la verdad. A veces creo que tendrían que abolirlas, al menos para los padres (e hijos) de familia.
sábado, 1 de agosto de 2015
Comprando una casa. Más vecinos.
No nos atrevíamos a hablar con nuestros futuros vecinos de la derecha.
Sobre todo, con ella.
Debía ser una arpía horrorosa, ansiosa de sangre, frustrada de la vida, probablemente con algún cadáver en el armario, con los ojos inyectados en sangre y que reía a hurtadillas con voz cavernosa mientras se frotaba las manos pensando en las espantosas torturas que iba a infligir a esos nuevos vecinos incautos que osaban acercarse a su cueva.
Y, además, extranjera. Si fuera belga, al menos, sabríamos que nunca se equivoca, pero, siendo extranjera, ya era el colmo. Seguro que hablaba francés con el acento gutural de las institutrices alemanas que traían para educar niñitas, sin saber que habían sido oficiales de las SS y que eran prófugas, huidas de la justicia israelí que las buscaba para hacerles pagar los crímenes de que eran responsables.
¿Y el marido? Otro que tal. Extranjero y, por si fuera poco, abogado. Un tipo despiadado que no dudaba en exprimir a sus clientes para perseguir la quimera de una sentencia favorable, y que contaba monedas de oro con los ojos entornados, antes de esconderlas entre los legajos de sus muchos juicios.
Sin ninguna duda, había colaborado con su mujer para escapar de la justicia israelí, y no era descartable que fuera cómplice de sus desmanes. De hecho, era lo más probable. Seguro que estaba esperando que llegáramos para enterrarnos en demandas, querellas, citaciones y todo tipo de parafernalia en papel sellado.
Alfina y yo, durante las siguientes semanas, cuando íbamos a la casa que habíamos comprado, mirábamos la casa contigua y, casi sin querer, desviábamos la mirada. Qué miedo. Nos parecía un lugar lóbrego, de difícil acceso, y yo de vez en cuando miraba hacia arriba y creía ver cuervos revoloteando por su tejado, graznando con insistencia. Seguramente eran los dueños de la casa, que tenían el poder de transformarse para poder perpetrar impunemente sus fechorías.
Entonces, de sopetón, recibimos un correo electrónico de nuestro arquitecto, pero no iba dirigido a nosotros, no. Nosotros sólo estábamos en copia ¡Iba dirigido a nuestra vecina!
Venía a decir que quería verse con ella el sábado siguiente para ver cuál era ese problema de humedades de que se quejaba, y nos enviaba copia para ver si podíamos estar también. Por lo visto, habían hablado.
Tuvimos que responder que iríamos, a ver qué íbamos a hacer.
- Valor, valor...
- Bueno, un día u otro teníamos que ir, de todas maneras.
- Al menos, viene el arquitecto, que es belga.
- Menos mal. No se equivocan nunca. Así estamos seguros.
Al final, no recuerdo muy bien cómo, las cosas se complicaron, hubo que quedar a otra hora, que al arquitecto le venía mal porque tenía una reunión... el caso es que nos encontramos con que teníamos una cita con los vecinos, en su casa, a tomar café, a las once de la mañana de un sábado, solos antes ellos.
- Dios mío, Dios mío...
- ¿Qué hacemos?
- Ufff, habrá que ir.
- Vamos a llevar unas galletitas, para quedar bien.
- Vale, pero que sean de las blandas, no de esas danesas que van en una lata metálica. Imagina que nos las tiran a la cabeza.
Llegado el día, y la hora, tragamos saliva y nos pusimos en marcha. Yo me metí un diente de ajo en el bolsillo. Nunca se sabe.
No íbamos muy deprisa, no. Se diría que no teníamos muchas ganas de llegar, pero al final, llegamos ante su puerta, exactamente a la hora que habíamos quedado.
- Llama tú.
- No, tú.
- Jo. Siempre me toca a mí...
Un dedo tembloroso se apoyó sobre el timbre, que emitió un sonido metálico. Al poco, oímos unos pasos al otro lado de la puerta, cada vez más cerca. Apreté con los dedos el diente de ajo y me santigüé, justo antes de que alguien diera la vuelta al picaporte y la puerta se abriera.
Parecía que el tiempo se hubiera detenido a nuestro alrededor, cosa que, como sabemos, no ocurre en la realidad, hasta el punto de que, claro, se ha hecho tarde.
Sobre todo, con ella.
Debía ser una arpía horrorosa, ansiosa de sangre, frustrada de la vida, probablemente con algún cadáver en el armario, con los ojos inyectados en sangre y que reía a hurtadillas con voz cavernosa mientras se frotaba las manos pensando en las espantosas torturas que iba a infligir a esos nuevos vecinos incautos que osaban acercarse a su cueva.
Y, además, extranjera. Si fuera belga, al menos, sabríamos que nunca se equivoca, pero, siendo extranjera, ya era el colmo. Seguro que hablaba francés con el acento gutural de las institutrices alemanas que traían para educar niñitas, sin saber que habían sido oficiales de las SS y que eran prófugas, huidas de la justicia israelí que las buscaba para hacerles pagar los crímenes de que eran responsables.
¿Y el marido? Otro que tal. Extranjero y, por si fuera poco, abogado. Un tipo despiadado que no dudaba en exprimir a sus clientes para perseguir la quimera de una sentencia favorable, y que contaba monedas de oro con los ojos entornados, antes de esconderlas entre los legajos de sus muchos juicios.
Sin ninguna duda, había colaborado con su mujer para escapar de la justicia israelí, y no era descartable que fuera cómplice de sus desmanes. De hecho, era lo más probable. Seguro que estaba esperando que llegáramos para enterrarnos en demandas, querellas, citaciones y todo tipo de parafernalia en papel sellado.
Alfina y yo, durante las siguientes semanas, cuando íbamos a la casa que habíamos comprado, mirábamos la casa contigua y, casi sin querer, desviábamos la mirada. Qué miedo. Nos parecía un lugar lóbrego, de difícil acceso, y yo de vez en cuando miraba hacia arriba y creía ver cuervos revoloteando por su tejado, graznando con insistencia. Seguramente eran los dueños de la casa, que tenían el poder de transformarse para poder perpetrar impunemente sus fechorías.
Entonces, de sopetón, recibimos un correo electrónico de nuestro arquitecto, pero no iba dirigido a nosotros, no. Nosotros sólo estábamos en copia ¡Iba dirigido a nuestra vecina!
Venía a decir que quería verse con ella el sábado siguiente para ver cuál era ese problema de humedades de que se quejaba, y nos enviaba copia para ver si podíamos estar también. Por lo visto, habían hablado.
Tuvimos que responder que iríamos, a ver qué íbamos a hacer.
- Valor, valor...
- Bueno, un día u otro teníamos que ir, de todas maneras.
- Al menos, viene el arquitecto, que es belga.
- Menos mal. No se equivocan nunca. Así estamos seguros.
Al final, no recuerdo muy bien cómo, las cosas se complicaron, hubo que quedar a otra hora, que al arquitecto le venía mal porque tenía una reunión... el caso es que nos encontramos con que teníamos una cita con los vecinos, en su casa, a tomar café, a las once de la mañana de un sábado, solos antes ellos.
- Dios mío, Dios mío...
- ¿Qué hacemos?
- Ufff, habrá que ir.
- Vamos a llevar unas galletitas, para quedar bien.
- Vale, pero que sean de las blandas, no de esas danesas que van en una lata metálica. Imagina que nos las tiran a la cabeza.
Llegado el día, y la hora, tragamos saliva y nos pusimos en marcha. Yo me metí un diente de ajo en el bolsillo. Nunca se sabe.
No íbamos muy deprisa, no. Se diría que no teníamos muchas ganas de llegar, pero al final, llegamos ante su puerta, exactamente a la hora que habíamos quedado.
- Llama tú.
- No, tú.
- Jo. Siempre me toca a mí...
Un dedo tembloroso se apoyó sobre el timbre, que emitió un sonido metálico. Al poco, oímos unos pasos al otro lado de la puerta, cada vez más cerca. Apreté con los dedos el diente de ajo y me santigüé, justo antes de que alguien diera la vuelta al picaporte y la puerta se abriera.
Parecía que el tiempo se hubiera detenido a nuestro alrededor, cosa que, como sabemos, no ocurre en la realidad, hasta el punto de que, claro, se ha hecho tarde.