Después de las dos experiencias en Bruselas, referidas anteriormente, con las misas en español, decidí aparcarlas por un tiempo y oír misa en francés, con la esperanza de que lo que había vivido hasta entonces fuera un fenómeno circunscrito a los restos de la teología de la liberación "latinoamericana" que debían estar replegándose y habían escogido Bruselas para esconderse a la espera de dar su próximo golpe. Como lo más normal era empezar por lo más próximo, comencé a asistir a la iglesia más cercana a mi casa, una parroquia muy cercana a la Grand Place en una iglesia antigua, pequeña y muy agradable a la vista.
Por mi parte, yo he asistido a misa en muchos sitios y he visto cosas muy diferentes, así que mi capacidad de sorpresa es bastante limitada. Sin embargo, el año pasado conté con la visita de Juan y Pedro, que no han ido a misa más allá de España y, por consiguiente, conservan toda su capacidad de sorpresa, además que de francés no entienden de la misa la media y, en este caso concreto, ni siquiera eso. Un buen domingo por la tarde, pues señor, nos plantamos en el templo.
La feligresía era escasa. Durante los varios meses que me pude considerar feligrés de esa parroquia, asistí a misas en diferentes horarios y ya me pude dar cuenta de parte del percal. En las misas de los domingos por la mañana, ocasionalmente se veía algún turista y hasta algún mochilero, que no pasan por ser gente especialmente devota, pero claro, habrá de todo, y hay que decir que, para ser turista, la localización del templo era inmejorable. Sin embargo, los feligreses pata negra eran un poco peculiares. Así como en España uno ve una mayoría de ancianos vestidos de ancianos, es decir, señoras razonablemente bien vestidas y señores de traje con aspecto de los jubilados que son, en Bruselas parece que eso es un poco diferente. Había señoras, sí, de pelo cano y corto, pero iban vestidas con pantalones y, en algunos casos, debo confesar que no tenía yo muy claro si eran hombres o mujeres.
Y había un coro. En otras ocasiones pude comprobar que una de las misas era amenizada por los jóvenes, pero, el día que más, eran cuatro, lo cual ya justifica utilizar el plural, ciertamente. La verdad es que tocaban bien y cantaban mejor, pero muchos no eran. Por lo demás, el coro eran las cuatro primeras filas, de gente no tan joven, sino más bien talludita, que no cantaban mal del todo, pero lo contrario también les pillaba lejos. Había una mujer que los dirigía y que, revestida con un alba, se colocaba junto al ambón para hacerles signos. Raro, raro...
A decir verdad, el resto era razonablemente digno, visto lo visto. Los sacerdotes estaban bien formados y no decían ninguna barbaridad como la de sus colegas latinos que atendían a la desatendidas comunidad hispanohablante (¿o será ya latinohablante?), sino que explicaban las cosas bien. Vale.
Llegó la hora de la consagración y allí, como de costumbre, apenas se arrodilló nadie, pero esta vez hubo un par de excepciones. Dos negras que oían misa con más devoción que la mayoría de los indígenas dieron la vuelta a la silla sobre la que se habían estado sentando, que ya digo que era muy baja, y se arrodillaron sobre el asiento. Con lo cual ya entendí por qué las sillas eran tan bajas: para que la gente se arrodillara (cuando la gente, todavía, se arrodillaba). En los tiempos que corren, y visto que ciertos preceptos han caído en desuso, el día menos pensado las reemplazarán por sillas más cómodas, quizá compradas en Ikea. Total, al paso que vamos, es posible que no falte mucho para jubilar la mayor parte de las sillas, sin que eso signifique, lamentablemente, que haya gente que se quede de pie.
Y sí que llama la atención que, de los fieles y de los sacerdotes, bastantes son del Congo, y además suelen ser de los más devotos. Dicen que los belgas hicieron bastantes burradas por allí, pero alguna cosa buena sí que debieron hacer igualmente.
Lo de la comunión ya era otra cosa: ni por ésas. Comunión bajo las dos especies, en la mano, y el propio comulgante que entinte, a riesgo de que pase cualquier desgracia. Rebelión frente a Roma, o acaso hay alguna instrucción o bula de la que yo no me he enterado, porque esto ya pasa de castaño oscuro.
Juan y Pedro, que no pillaban una ni media, decidieron hacer lo que hacía todo el mundo, o al menos la mayoría de la gente, con lo cual no se arrodillaron en la consagración y no comulgaron, supongo que por si acaso. A la salida, dejamos pasar a la gente, según costumbre, y Juan y Pedro vieron que el sacerdote no se iba hacia la sacristía, como hubiera hecho cualquier sacerdote en España, sino que se iba hacia la puerta de salida.
- ¿A dónde va?
- Ah, ahora veréis.
Y el sacerdote se plantó junto a la salida e iba dando la mano a todos los que iban saliendo del templo, y también a nosotros, por supuesto.
- ¿Esto es normal? - me preguntaron mis amigos.
- Lo hacen todos.
Y no me parece mal. Dicen los historiadores de la Iglesia que el Concilio de Trento alejó a los sacerdotes de los seglares y que les hizo más distantes, como de un nivel diferente; puede que tal fuera el resultado, pero no creo que fuera la intención, así que, si los sacerdotes se acercan a su rebaño y les saludan uno a uno, buena cosa es. También lo he visto en Francia y en Alemania, pero no en España, y no creo que fuera mala cosa introducir esa costumbre.
Pero otras cosas no. Porque la experiencia litúrgica que estoy teniendo en Bélgica está siendo muy decepcionante, y lo peor es que los resultados son más que visibles y deberían hacer recapacitar a quienes han trivializado la liturgia hasta extremos tan terrenales que resulta difícil adivinar a Dios entre actitudes tan poco próximas a lo sagrado. Las iglesias están más vacías que llenas, y eso que se ha reducido el número de misas, y aun los fieles que continúan yendo a misa lo hacen, en más de una ocasión, con actitudes no muy devotas.
Sobre la iglesia en Bélgica ya escribí en una ocasión, y seguramente seguiré haciéndolo. Me queda claro que no ha llegado a su punto más bajo y que costará muchísimo enderezarla, así se empezara ahora mismo con la tarea, para lo cual tendría que sacudirse de inmediato los complejos que tiene.
En cuanto a Juan, Pedro y un servidor, dirigimos nuestros pasos pecadores a un lugar que resultó ser, posiblemente, más pecador que nosotros, pero ésa es otra historia, y ya se contó en su día.
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