Y la verdad es que ya iba haciendo falta.
Porque Moscú, este verano, está siendo especialmente difícil de soportar. Es verdad que el año pasado no sólo hizo más calor, sino que por poco no nos intoxicamos, pero es que, si exceptuamos ese mismo año pasado, no recuerdo un verano tan bochornoso como éste. Llevamos un par de semanas tocando por encima de los treinta grados, y esto no es normal.
Lo normal es que la temperatura ande por los veinticinco, que ya es, y que refresque un poco por las noches. Pero es que por las noches sigue la sensación de bochorno, en una ciudad que tiene árboles y zonas verdes por doquier, y donde el calor, a pesar de estar a más de seiscientos kilómetros del mar más próximo, es húmedo y pegajoso. Tiene lo peor de Madrid (no hay playa) y de Valencia (calor pegajoso). Cuando no hace mucho calor se está muy bien y, de hecho, cuando no tenía niños, ésos que te cambian la vida, hacía todo lo posible por concentrar las vacaciones fuera del verano, cuando en España no aprieta tanto el lorenzo y en Rusia el tiempo es un asco y te pasas el día chapoteando en el barro.
Pero es que ahora el tiempo también es un asco en verano, Dios mío.
En fin, que me las piro. Y, como ya pasó en otros años, las entradas de estos días que vienen (porque, lo que es escribir, voy a seguir escribiendo) van a ir más en plan histórico y gafapasta, y porque se quedó un asunto pendiente: el de los impostores.
Y las cosas, claro, hay que terminarlas.
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