Y esta vez no va a ser sólo una semana. Me aparto de la milicia por unos veinte días, aunque es posible, pero poco probable, que haga alguna entrada esporádica, según tenga posibilidad. Entretanto, me despido de mis numerosos lectores (ya se sabe que debo ser fiel al personaje, así que seré fanfarrón hasta en este hasta luego), en particular de mis lectores belgas, que me da a mí que son tan belgas como yo, y que desde hace poco aparecen esporádicamente. Menuda tribu...
Ya decía César, y lo decía en la primera página de "De Bello Gallico", que los reticentes a aprender latín conocen como "Comentarios a la guerra de las Galias", horum omnium fortissimi sunt Belgae. Cosa que, en atención a tantos reticentes como quedan, incluso en Bélgica, traduciremos como "de todos los pueblos (se refiere a los de la Galia), los belgas son los más valientes".
Qué duda cabe... ¿cómo, de otra forma, se iban a meter por aquí? Lástima de mis conocimientos de flamenco sean muy limitados, y no sea lo bastante capaz de alabar a los belgas en una de sus lenguas sin destrozarla mucho.
Hasta septiembre, pues, si Dios quiere.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
viernes, 18 de agosto de 2006
jueves, 17 de agosto de 2006
Memoria histórica (II)
Moscú, diciembre de 1997, 32º bajo cero. Un aterido Alf entra, por primera vez, en el club de ajedrez Fénix de la fábrica de llantas nº 1 de Moscú. Una señora de edad avanzada me abre la puerta.
- ¿Podría hablar con Pavel Andreevich? He hablado antes con él por teléfono.
La señora me mira de arriba a abajo, como preguntándose qué negocios podía yo tener con Pavel Andreevich.
- Está ahí, en ese despacho.
- Gracias.
Avancé hacia el despacho. Todo el club tiene un aspecto aceptablemente limpio, pero soviéticamente decaído. Algunos socios juegan en silencio entre ellos, sin prestarme atención. Me asomo al despacho y pregunto a la única persona que está en él.
- ¿Pavel Andreevich?
- ¿Sí?
Pavel Andreevich es un anciano veterano. Lleva gruesas gafas de pasta, pero se nota que le falta un ojo, que lleva tapado con un parche. No es ésa su única tara, pues también le falta una mano. Se levanta y me da la mano izquierda, la única que tiene.
- Hemos hablado antes por teléfono, ¿no?
- Sí, soy el español que ha llamado antes preguntando por el club.
- ¡Ah, español! Soy el presidente del club.
Pavel Andreevich hizo una pausa.
- Tuvimos a algunos españoles trabajando con nosotros, en la fábrica, durante la Gran Guerra Patria.
- ¿Sí?
- Sí, uno creo que era un cargo importante del Partido Comunista de España.
- Es muy posible. Supongo que hubo bastantes exiliados después de la Guerra Civil española.
- Nos cayeron bien aquellos españoles. Eran buena gente y muy trabajadores. Por cierto, ¿qué quería usted? ¿Informarse sobre el club?
- Si fuera posible, quizá me gustaría entrar en él.
Pavel Andreevich hizo una pausa. La mujer que me había abierto la puerta entró en el despacho. Uno de los jugadores, sentado al tablero frente a su oponente, giró la cabeza e hizo una mueca, una mueca como de disgusto por haber sido molestado.
- Anna Ivanovna es mi esposa.
- Encantado -le dije.
- Este club tiene mucha historia. Lo fundamos en 1938. Es el club de la fábrica. Los socios son los trabajadores de la fábrica de llantas ¿La conoce?
- Bueno, vivo cerca, he pasado por delante varias veces.
- Ah, sí, ya lo dijo por teléfono.
Pavel Andreevich dio un paso hacia adelante y me cogió del brazo trabajosamente, mientras me miraba. Sus gafas de pasta estaban quebradas por varios sitios y vueltas a unir con esparadrapo, y el aumento de la lente hacía parecer enorme su único ojo. Su traje, gris y manchado, había conocido días mucho mejores. Sus cabellos, escasos y blancos, se negaban a acostarse sobre su cabeza, dando una impresión de desaliño.
- Ya le he dicho que soy el presidente del club.
- Sí -esbocé una sonrisa.
- El club Fénix. Fénix es el nombre del club.
Asentí.
- Y usted quizá se pregunté por qué.
Musité un sí, mientras volvía a asentir.
- Este club se quemó dos veces ¡Dos veces! Y las dos veces los socios volvimos a construirlo. Entonces fue cuando yo lo llamé "Fénix", como el ave fénix, que volvía a resurgir de sus propias cenizas.
- ¡No me diga!
- Venga, venga por aquí.
Pavel Andreevich me llevó a la sala de juego. En la pared había un retrato de un joven militar.
- Mire este retrato. Era Ivan Dobrinin, un jugador muy prometedor, fue campeón de Moscú de su categoría. Y un joven excelente.
- ¿Qué pasó?
- Lo movilizaron en la guerra. Murió en el asalto a Berlín. Una lástima.
- Sí.
- Es para que vea que en este club hemos tenido grandes jugadores.
El recuerdo en voz demasiado alta que Pavel Andreevich hacía de las glorias pasadas no estaba gustando nada, pero nada, a los jugadores actuales, que se giraron con un gesto de desaprobación.
- Volvamos al despacho.
Nos sentamos en el mismo.
- Entonces, usted quiere entrar en el club.
- Si puede ser...
- ¿Dónde trabaja usted?
Se lo dije. Él torció algo el gesto.
- Bueno, aunque no trabaje en la fábrica, lo arreglaremos. Usted es español, y los españoles son amigos nuestros.
Tomó un carné de un cajón y, con la mano izquierda, que evidentemente no era la buena, pero no había otra, lo rellenó como pudo, con letra apenas legible, y le puso un sello de correos.
- Tenga.
- Muchísimas gracias, Pavel Andreevich.
- Venga cuando quiera. Pero ahora tenemos que cerrar.
Salí a la calle, a los 32º bajo cero, y comencé a correr hacia mi casa, para no congelarme.
Aunque, más adelante, las cosas en aquel club no serían como aparentaban (a pesar del presidente, que luego resultó ser más honorífico que real, ser trabajador de la fábrica era mucho más necesario de lo que él pretendió), aquel hombre demostró mucha mejor memoria histórica que muchos otros, siquiera sea porque omitió, no sé si por prudencia, delicadeza, o quizá sólo por casualidad, soltar el habitual "No pasarán". Pero estoy seguro de que, en aquella ocasión, se lo hubiera pasado por alto.
- ¿Podría hablar con Pavel Andreevich? He hablado antes con él por teléfono.
La señora me mira de arriba a abajo, como preguntándose qué negocios podía yo tener con Pavel Andreevich.
- Está ahí, en ese despacho.
- Gracias.
Avancé hacia el despacho. Todo el club tiene un aspecto aceptablemente limpio, pero soviéticamente decaído. Algunos socios juegan en silencio entre ellos, sin prestarme atención. Me asomo al despacho y pregunto a la única persona que está en él.
- ¿Pavel Andreevich?
- ¿Sí?
Pavel Andreevich es un anciano veterano. Lleva gruesas gafas de pasta, pero se nota que le falta un ojo, que lleva tapado con un parche. No es ésa su única tara, pues también le falta una mano. Se levanta y me da la mano izquierda, la única que tiene.
- Hemos hablado antes por teléfono, ¿no?
- Sí, soy el español que ha llamado antes preguntando por el club.
- ¡Ah, español! Soy el presidente del club.
Pavel Andreevich hizo una pausa.
- Tuvimos a algunos españoles trabajando con nosotros, en la fábrica, durante la Gran Guerra Patria.
- ¿Sí?
- Sí, uno creo que era un cargo importante del Partido Comunista de España.
- Es muy posible. Supongo que hubo bastantes exiliados después de la Guerra Civil española.
- Nos cayeron bien aquellos españoles. Eran buena gente y muy trabajadores. Por cierto, ¿qué quería usted? ¿Informarse sobre el club?
- Si fuera posible, quizá me gustaría entrar en él.
Pavel Andreevich hizo una pausa. La mujer que me había abierto la puerta entró en el despacho. Uno de los jugadores, sentado al tablero frente a su oponente, giró la cabeza e hizo una mueca, una mueca como de disgusto por haber sido molestado.
- Anna Ivanovna es mi esposa.
- Encantado -le dije.
- Este club tiene mucha historia. Lo fundamos en 1938. Es el club de la fábrica. Los socios son los trabajadores de la fábrica de llantas ¿La conoce?
- Bueno, vivo cerca, he pasado por delante varias veces.
- Ah, sí, ya lo dijo por teléfono.
Pavel Andreevich dio un paso hacia adelante y me cogió del brazo trabajosamente, mientras me miraba. Sus gafas de pasta estaban quebradas por varios sitios y vueltas a unir con esparadrapo, y el aumento de la lente hacía parecer enorme su único ojo. Su traje, gris y manchado, había conocido días mucho mejores. Sus cabellos, escasos y blancos, se negaban a acostarse sobre su cabeza, dando una impresión de desaliño.
- Ya le he dicho que soy el presidente del club.
- Sí -esbocé una sonrisa.
- El club Fénix. Fénix es el nombre del club.
Asentí.
- Y usted quizá se pregunté por qué.
Musité un sí, mientras volvía a asentir.
- Este club se quemó dos veces ¡Dos veces! Y las dos veces los socios volvimos a construirlo. Entonces fue cuando yo lo llamé "Fénix", como el ave fénix, que volvía a resurgir de sus propias cenizas.
- ¡No me diga!
- Venga, venga por aquí.
Pavel Andreevich me llevó a la sala de juego. En la pared había un retrato de un joven militar.
- Mire este retrato. Era Ivan Dobrinin, un jugador muy prometedor, fue campeón de Moscú de su categoría. Y un joven excelente.
- ¿Qué pasó?
- Lo movilizaron en la guerra. Murió en el asalto a Berlín. Una lástima.
- Sí.
- Es para que vea que en este club hemos tenido grandes jugadores.
El recuerdo en voz demasiado alta que Pavel Andreevich hacía de las glorias pasadas no estaba gustando nada, pero nada, a los jugadores actuales, que se giraron con un gesto de desaprobación.
- Volvamos al despacho.
Nos sentamos en el mismo.
- Entonces, usted quiere entrar en el club.
- Si puede ser...
- ¿Dónde trabaja usted?
Se lo dije. Él torció algo el gesto.
- Bueno, aunque no trabaje en la fábrica, lo arreglaremos. Usted es español, y los españoles son amigos nuestros.
Tomó un carné de un cajón y, con la mano izquierda, que evidentemente no era la buena, pero no había otra, lo rellenó como pudo, con letra apenas legible, y le puso un sello de correos.
- Tenga.
- Muchísimas gracias, Pavel Andreevich.
- Venga cuando quiera. Pero ahora tenemos que cerrar.
Salí a la calle, a los 32º bajo cero, y comencé a correr hacia mi casa, para no congelarme.
Aunque, más adelante, las cosas en aquel club no serían como aparentaban (a pesar del presidente, que luego resultó ser más honorífico que real, ser trabajador de la fábrica era mucho más necesario de lo que él pretendió), aquel hombre demostró mucha mejor memoria histórica que muchos otros, siquiera sea porque omitió, no sé si por prudencia, delicadeza, o quizá sólo por casualidad, soltar el habitual "No pasarán". Pero estoy seguro de que, en aquella ocasión, se lo hubiera pasado por alto.
miércoles, 16 de agosto de 2006
Memoria histórica (I)
Esta semana pasada, que la he pasado en España, me he dado cuenta de que esto de la memoria histórica es un tema de actualidad por el que todo el mundo debe andar preocupadísimo, a juzgar por el machaque televisivo que merece. Recontra, que lo que no eran programas de verano o cotilleo eran reportajes de la guerra civil. Menos mal que ahora esto de la memoria histórica parece que lo han puesto en una ley, y el que sea olvidadizo lo pagará caro. No sé qué haríamos sin la abnegada tarea del legislador, atento siempre a satisfacer nuestras necesidades más elementales.
En Rusia, sin embargo, no es necesario que aprueben una ley semejante. Tanto es así, que las primeras veces que pasé por aquí, algunas de las cuales fueron atendiendo tenderetes de feria con banderita española para hacer patria (o "imagen-país", que es lo que se dice en el ramo), nunca faltó el ruso, más o menos anciano, que se me acercaba y decía:
- ¿Español?
- Sí, español -respondía yo.
Y el ruso, con una sonrisa de oreja a oreja, gritaba en castellano:
- ¡No pasarán!
Al principio, yo me extrañaba, no fuera que alguien me hubiera puesto en el tenderete una bandera republicana. No, era rojigualda, menos mal. Luego pensé si se me habría colado alguien en el tenderete. Tampoco. Me giré a mi interlocutor.
- ¿No... pasarán?
- No pasarán -y ahora en ruso-. Luchamos juntos contra el fascismo.
- Oiga, que yo no...
Y el hombre se iba la mar de satisfecho, como si yo hubiera tenido edad de haber luchado contra el fascismo.
Las siguientes veces, ya cogí mejor el tranquillo. Ocurría que llegaba el ruso:
- ¡No pasarán!
Y yo respondía, con muy mala leche y una sonrisilla:
- Je, je, je, je... ¡vaya si pasamos!
Y el ruso se iba hecho un lío y frustradísimo al ver que otro de sus mitos, esta vez el del pueblo español unánimemente antifascista, se le hacía trizas. Y es que, en Rusia, los primeros años noventa eran muy malos tiempos para los mitos.
En Rusia, sin embargo, no es necesario que aprueben una ley semejante. Tanto es así, que las primeras veces que pasé por aquí, algunas de las cuales fueron atendiendo tenderetes de feria con banderita española para hacer patria (o "imagen-país", que es lo que se dice en el ramo), nunca faltó el ruso, más o menos anciano, que se me acercaba y decía:
- ¿Español?
- Sí, español -respondía yo.
Y el ruso, con una sonrisa de oreja a oreja, gritaba en castellano:
- ¡No pasarán!
Al principio, yo me extrañaba, no fuera que alguien me hubiera puesto en el tenderete una bandera republicana. No, era rojigualda, menos mal. Luego pensé si se me habría colado alguien en el tenderete. Tampoco. Me giré a mi interlocutor.
- ¿No... pasarán?
- No pasarán -y ahora en ruso-. Luchamos juntos contra el fascismo.
- Oiga, que yo no...
Y el hombre se iba la mar de satisfecho, como si yo hubiera tenido edad de haber luchado contra el fascismo.
Las siguientes veces, ya cogí mejor el tranquillo. Ocurría que llegaba el ruso:
- ¡No pasarán!
Y yo respondía, con muy mala leche y una sonrisilla:
- Je, je, je, je... ¡vaya si pasamos!
Y el ruso se iba hecho un lío y frustradísimo al ver que otro de sus mitos, esta vez el del pueblo español unánimemente antifascista, se le hacía trizas. Y es que, en Rusia, los primeros años noventa eran muy malos tiempos para los mitos.
lunes, 14 de agosto de 2006
Un día en las carreras (II)
Decíamos ayer que la organización de carreras populares en Rusia difiere considerablemente de lo que conocemos en Valencia. El caso es que, una vez inscrito y con el dorsal pegado en la camiseta, con los dos papelitos de control grapados, salí a calentar, troté un poco y, eso sí, ahí ya parecía que las cosas iban por su cauce habitual.
Pero no.
En Valencia, en muchas carreras, hay un animador del público al que le dan un altavoz y que se dedica a berrear cosas "I aci han vingut tots, els de Sueca, els de Tavernes, els de Sollana, els de Carlet, els de Xativa... i han vingut a correr en nosatres, perque aço és una festa, una festa, una festa..." y así se pasa gritando ni sé el tiempo, con lo que, eso sí, consigue que mejoremos nuestras marcas, porque, por no oírle, corremos más.
Aquí, también había altavoz, pero las cosas cambiaron un poquito:
- Hoy vamos a introducir una novedad: ¡un calentamiento conjunto! Lo va a dirigir Olga Arbunova. Que vaya todo el mundo a la línea de salida.
Intrigado, me dirigí a la línea de salida, para ver que había una monitora de aeróbic haciendo posturitas y animando a que las hicieran los demás, mientras del altavoz ahora salía musiquilla de bailoteo y dievushkeo. Unas cuantas corredoras y muchos menos corredores la seguían. Yo le seguí el rollo un poco, pero entonces se puso a hacer movimientos laterales y calentamiento de brazos. "Esta tía será de lo más flexible, pero no ha hecho una carrera de fondo en su vida". Y ya seguí con mi calentamiento habitual, como casi todo quisqui.
Como ya quedó dicho, la organización montó tres carreras el mismo día, una de 2 km., otra de 5 km. y la de verdad, de 15 km. Yo esperaba que dieran la salida de cada una en distintos momentos, pero no: todos a la vez. Mira que éramos pocos, no más de doscientos, en la línea de salida, pues consiguieron que se montara una tangana tremenda entre los de fondo y los de medio fondo, que, naturalmente, pensaban ir más rápido. Un kilómetro debimos estar dándonos codazos, hasta que los de medio fondo se fueron por otro sitio.
Otra de las cosas que no había eran referencias kilométricas. Bueno, para ser exactos, había tres, en los kilómetros 1, 4 y 5, y se podía suponer que cuando se pasaba a la vuelta por el 1 era el 8 (pero sólo se podía suponer).
- La medición de la distancia ha sido hecha de acuerdo con los estándares internacionales -había gritado el del altavoz.
Tururú. Pasé por el kilómetro 1 en 6'35". Ni en mis peores pesadillas podía esperar un desastre como ése, así que entendí que estaba mal medido y ya me dediqué a tomarme aquello como un entrenamiento e ir a pulsaciones. Por el cuatro pasé en 20'30", a 5'07" por kilómetro, pero es que por el cinco pasé en 24'21", a 4'50" por kilómetro y habiendo hecho el último en 3'51". Parecía que hubieran devaluado el kilómetro... y yo ya sabía que, ni iba tan mal al principio, ni tan bien ahí. El ocho lo debí pasar en 38'30"... si es que era el ocho.
Como la policía y el ejército habían tomado la zona, allí no había ningún espectador, así que no había nadie que animara. Desde luego, los policías no lo hacían y los soldados menos. Uno nos pedía tabaco... pero este tío, ¿sabía con quien estaba hablando?
En fin, que llegó la meta e incluso mejoré mi marca, lo cual tiene su mérito. El último kilómetro también estaba medido a ojo de buen cubero: yo pensaba que bajaba sin problemas de 1h15', que era el objetivo que me marqué a eso de media carrera, pero el último lo hice en unos siete minutos, y eso que tuve que marcarme un sprint feroz para llegar dentro del objetivo.
En las llegadas, en Valencia, te dan camisetas conmemorativas, mucha agua, refrescos y, a veces, algo de comer. Aquí me quitaron el papelito de control, me dieron una botella de agua... y un diploma de haber participado, en blanco (ya lo rellenaré, y si me da por ahí, que no me dará, lo enmarco y todo. Incluso lo pondré en mi currículum, síiiiii señor). Aquí todo lo arreglan con diplomas, leche. También me dieron un vale por un helado. Ahí, ahí, eso era lo que estaba esperando... lo último que me podía entrar en las tripas. Se lo di a unos soldados que estaban en la meta con cara de hambre.
Recogí mi mochila, y me cambié en las gradas del campo de baloncesto, como vi que hacía todo el mundo. Lo del guardarropa y el "vestuario" la verdad es que me ha gustado ¿Duchas? ¿Para qué, si todavía quedan varios meses hasta año nuevo?
En el largo camino de vuelta al coche, con quince kilómetros en las piernas, fui viendo a los que iban llegando a más de seis minutos por kilómetro. La policía seguía teniéndolo todo acordonado. En esto vi a un atleta senior con evidentes dificultades y me dije: "¿Y si lo animo?"
- Давай! Давай! Уже близко! Молодец! (¡Venga, venga! ¡Ya falta poco! ¡Muy bien!) - le grite, mientras apretaba el puño izquierdo (no tiene connotaciones políticas, es que soy zurdo).
El corredor me miró como si yo fuera un extraterrestre, e incluso con cara de desagrado. Vale, lo entendí: lo de animar a los corredores no está de moda.
Algo más adelante, vi el coche escoba, siguiendo al farolillo rojo de la carrera, ante la mirada impasible de los policías. Poco después, ya abrieron el tráfico. Me ha gustado la experiencia. La próxima espero tenerla en España, pero no creo que sea la última vez que lo haga por aquí.
Pero no.
En Valencia, en muchas carreras, hay un animador del público al que le dan un altavoz y que se dedica a berrear cosas "I aci han vingut tots, els de Sueca, els de Tavernes, els de Sollana, els de Carlet, els de Xativa... i han vingut a correr en nosatres, perque aço és una festa, una festa, una festa..." y así se pasa gritando ni sé el tiempo, con lo que, eso sí, consigue que mejoremos nuestras marcas, porque, por no oírle, corremos más.
Aquí, también había altavoz, pero las cosas cambiaron un poquito:
- Hoy vamos a introducir una novedad: ¡un calentamiento conjunto! Lo va a dirigir Olga Arbunova. Que vaya todo el mundo a la línea de salida.
Intrigado, me dirigí a la línea de salida, para ver que había una monitora de aeróbic haciendo posturitas y animando a que las hicieran los demás, mientras del altavoz ahora salía musiquilla de bailoteo y dievushkeo. Unas cuantas corredoras y muchos menos corredores la seguían. Yo le seguí el rollo un poco, pero entonces se puso a hacer movimientos laterales y calentamiento de brazos. "Esta tía será de lo más flexible, pero no ha hecho una carrera de fondo en su vida". Y ya seguí con mi calentamiento habitual, como casi todo quisqui.
Como ya quedó dicho, la organización montó tres carreras el mismo día, una de 2 km., otra de 5 km. y la de verdad, de 15 km. Yo esperaba que dieran la salida de cada una en distintos momentos, pero no: todos a la vez. Mira que éramos pocos, no más de doscientos, en la línea de salida, pues consiguieron que se montara una tangana tremenda entre los de fondo y los de medio fondo, que, naturalmente, pensaban ir más rápido. Un kilómetro debimos estar dándonos codazos, hasta que los de medio fondo se fueron por otro sitio.
Otra de las cosas que no había eran referencias kilométricas. Bueno, para ser exactos, había tres, en los kilómetros 1, 4 y 5, y se podía suponer que cuando se pasaba a la vuelta por el 1 era el 8 (pero sólo se podía suponer).
- La medición de la distancia ha sido hecha de acuerdo con los estándares internacionales -había gritado el del altavoz.
Tururú. Pasé por el kilómetro 1 en 6'35". Ni en mis peores pesadillas podía esperar un desastre como ése, así que entendí que estaba mal medido y ya me dediqué a tomarme aquello como un entrenamiento e ir a pulsaciones. Por el cuatro pasé en 20'30", a 5'07" por kilómetro, pero es que por el cinco pasé en 24'21", a 4'50" por kilómetro y habiendo hecho el último en 3'51". Parecía que hubieran devaluado el kilómetro... y yo ya sabía que, ni iba tan mal al principio, ni tan bien ahí. El ocho lo debí pasar en 38'30"... si es que era el ocho.
Como la policía y el ejército habían tomado la zona, allí no había ningún espectador, así que no había nadie que animara. Desde luego, los policías no lo hacían y los soldados menos. Uno nos pedía tabaco... pero este tío, ¿sabía con quien estaba hablando?
En fin, que llegó la meta e incluso mejoré mi marca, lo cual tiene su mérito. El último kilómetro también estaba medido a ojo de buen cubero: yo pensaba que bajaba sin problemas de 1h15', que era el objetivo que me marqué a eso de media carrera, pero el último lo hice en unos siete minutos, y eso que tuve que marcarme un sprint feroz para llegar dentro del objetivo.
En las llegadas, en Valencia, te dan camisetas conmemorativas, mucha agua, refrescos y, a veces, algo de comer. Aquí me quitaron el papelito de control, me dieron una botella de agua... y un diploma de haber participado, en blanco (ya lo rellenaré, y si me da por ahí, que no me dará, lo enmarco y todo. Incluso lo pondré en mi currículum, síiiiii señor). Aquí todo lo arreglan con diplomas, leche. También me dieron un vale por un helado. Ahí, ahí, eso era lo que estaba esperando... lo último que me podía entrar en las tripas. Se lo di a unos soldados que estaban en la meta con cara de hambre.
Recogí mi mochila, y me cambié en las gradas del campo de baloncesto, como vi que hacía todo el mundo. Lo del guardarropa y el "vestuario" la verdad es que me ha gustado ¿Duchas? ¿Para qué, si todavía quedan varios meses hasta año nuevo?
En el largo camino de vuelta al coche, con quince kilómetros en las piernas, fui viendo a los que iban llegando a más de seis minutos por kilómetro. La policía seguía teniéndolo todo acordonado. En esto vi a un atleta senior con evidentes dificultades y me dije: "¿Y si lo animo?"
- Давай! Давай! Уже близко! Молодец! (¡Venga, venga! ¡Ya falta poco! ¡Muy bien!) - le grite, mientras apretaba el puño izquierdo (no tiene connotaciones políticas, es que soy zurdo).
El corredor me miró como si yo fuera un extraterrestre, e incluso con cara de desagrado. Vale, lo entendí: lo de animar a los corredores no está de moda.
Algo más adelante, vi el coche escoba, siguiendo al farolillo rojo de la carrera, ante la mirada impasible de los policías. Poco después, ya abrieron el tráfico. Me ha gustado la experiencia. La próxima espero tenerla en España, pero no creo que sea la última vez que lo haga por aquí.
domingo, 13 de agosto de 2006
Un día en las carreras (I)
La milicia fanfarrónica, para ser realmente fanfarrónica, requiere un estado de forma mínimamente aceptable, he ahí el motivo de que este bloguero tenga entre sus aficiones las carreras populares. Hasta ahora, no había competido más que en Valencia y sus alrededores, pero hace un par de meses se me ocurrió que, puesto que pasaba la mayor parte del año en esta bendita ciudad, ¿por qué no ver si había algo parecido por aquí?
Del primer intento mejor no escribo, que me cabreo. El segundo ha tenido lugar esta mañana y ha salido algo mejor, porque, al menos, ha comenzado en una salida y ha terminado en una meta, que es lo mínimo que se le puede exigir a una carrera. Eso sí, se perciben diferencias de bulto con las carreras españolas y, dentro de ellas, con las valencianas, que es con las que las puedo comparar.
En Valencia, hay carreras todos los fines de semana, y más de una, y siempre hay tantos participantes que la gente no cabe en la línea de salida. Aquí, las hay cada dos meses y, aunque pudiera pensarse que, habiendo tan pocas, la gente participaría, parece que no: en la salida no seríamos ni doscientos. Y eso que las condiciones eran ideales: cielo nublado, ligera brisa y diecisiete grados, a las diez de la mañana (sí, mucho calor no hace, no).
En Valencia, uno llega a la salida, aparca en el pueblo que sea, se registra allí mismo (y casi siempre es gratis), calienta, estira, corre, llega a la meta, le dan la camiseta conmemorativa, el agua, los refrescos y, si hay suerte, alguna otra cosilla, charla un rato con los colegas, y a casa, a pasar una sesión de ducha, y luego otra de jamón y chorizo.
Aquí, no.
Para empezar, el ayuntamiento, cuando hay una carrera, moviliza a la policía y al ejército. Que sí, que no es coña. He cometido el error de acercarme en coche a la salida y lo he tenido que aparcar a dos kilómetros largos, porque habían cortado desde hora y media antes del comienzo de la carrera todas las calles cercanas y había soldados vigilando que no pasara nadie en coche. Ni que fuera a correr Bin Laden, oye.
Resignado, tomé la mochila, pensando que me iba a tocar inscribirme y volver al coche a cambiarme y dejar las cosas. Pero no: una ventaja de las carreras aquí es que hay guardarropa, o al menos lo había hoy. Vamos, que hay que llevar la ropa de correr debajo, eso sí, pero la mochila y el chándal no es necesario dejarlos en el maletero. La próxima vez me voy en metro.
Lo malo es la inscripción, que tenía lugar, al menos, en el estadio multiusos cubierto de Luzhniki, cerca de la salida. Una vez más, se cumple la típica frase descriptiva del proceder soviético: "¿Para qué hacerlo fácil, si se puede hacer complicado?". En lugar de una carrera, organizaron directamente tres (de 2.006 metros, de 5 km. y de 15 km.), cada una con su cola de inscripción. Es más, como la de quince entraba en un mini-circuito de tres carreras, había otra cola para los que estaban participando en el circuito. Y luego estaban las colas por edades, y todo el mundo se quería colar, con lo aquello era un pandemonio del quince. Yo, claro, me equivoqué de cola, y la señora que la atendía, o más bien peleaba con ella, me envió a otra con cajas destempladas. No nos olvidemos de lo que en Rusia implica una cola, a pesar de que en esta ocasión, ciertamente, no había señoras sesentonas de volumen desproporcionado. No era la ocasión.
Tuve que rellenar una papeleta de inscripción en la que me pedían la dirección, el teléfono y la firma. No sé para qué, pero bueno. Pagué cien rublos, y me dieron el dorsal 652, al que graparon dos papeletas. Resulta que, a la salida, hay que retirar una de las dos papeletas y entregarla a los jueces de salida, y la otra hay que entregarla en meta. No tengo ni idea del motivo, ni siquiera me lo puedo imaginar, pero, claro, ¿para qué hacerlo sencillo?
El dorsal era autoadhesivo, pero en el sexto kilómetro ya había sudado lo suficiente para que se desprendiera, así que tuve que llevarlo en la mano. Probe a metérmelo dentro de la camiseta, pero noté que en ese ambiente húmedo se iba desintegrando y, como además de dorsal era el resguardo del guardarropa, entendí que más me valía sacarlo de allí.
Con lo cual, de momento, termino con la primera parte y dejo lo que sucedió después para la siguiente entrada.
Del primer intento mejor no escribo, que me cabreo. El segundo ha tenido lugar esta mañana y ha salido algo mejor, porque, al menos, ha comenzado en una salida y ha terminado en una meta, que es lo mínimo que se le puede exigir a una carrera. Eso sí, se perciben diferencias de bulto con las carreras españolas y, dentro de ellas, con las valencianas, que es con las que las puedo comparar.
En Valencia, hay carreras todos los fines de semana, y más de una, y siempre hay tantos participantes que la gente no cabe en la línea de salida. Aquí, las hay cada dos meses y, aunque pudiera pensarse que, habiendo tan pocas, la gente participaría, parece que no: en la salida no seríamos ni doscientos. Y eso que las condiciones eran ideales: cielo nublado, ligera brisa y diecisiete grados, a las diez de la mañana (sí, mucho calor no hace, no).
En Valencia, uno llega a la salida, aparca en el pueblo que sea, se registra allí mismo (y casi siempre es gratis), calienta, estira, corre, llega a la meta, le dan la camiseta conmemorativa, el agua, los refrescos y, si hay suerte, alguna otra cosilla, charla un rato con los colegas, y a casa, a pasar una sesión de ducha, y luego otra de jamón y chorizo.
Aquí, no.
Para empezar, el ayuntamiento, cuando hay una carrera, moviliza a la policía y al ejército. Que sí, que no es coña. He cometido el error de acercarme en coche a la salida y lo he tenido que aparcar a dos kilómetros largos, porque habían cortado desde hora y media antes del comienzo de la carrera todas las calles cercanas y había soldados vigilando que no pasara nadie en coche. Ni que fuera a correr Bin Laden, oye.
Resignado, tomé la mochila, pensando que me iba a tocar inscribirme y volver al coche a cambiarme y dejar las cosas. Pero no: una ventaja de las carreras aquí es que hay guardarropa, o al menos lo había hoy. Vamos, que hay que llevar la ropa de correr debajo, eso sí, pero la mochila y el chándal no es necesario dejarlos en el maletero. La próxima vez me voy en metro.
Lo malo es la inscripción, que tenía lugar, al menos, en el estadio multiusos cubierto de Luzhniki, cerca de la salida. Una vez más, se cumple la típica frase descriptiva del proceder soviético: "¿Para qué hacerlo fácil, si se puede hacer complicado?". En lugar de una carrera, organizaron directamente tres (de 2.006 metros, de 5 km. y de 15 km.), cada una con su cola de inscripción. Es más, como la de quince entraba en un mini-circuito de tres carreras, había otra cola para los que estaban participando en el circuito. Y luego estaban las colas por edades, y todo el mundo se quería colar, con lo aquello era un pandemonio del quince. Yo, claro, me equivoqué de cola, y la señora que la atendía, o más bien peleaba con ella, me envió a otra con cajas destempladas. No nos olvidemos de lo que en Rusia implica una cola, a pesar de que en esta ocasión, ciertamente, no había señoras sesentonas de volumen desproporcionado. No era la ocasión.
Tuve que rellenar una papeleta de inscripción en la que me pedían la dirección, el teléfono y la firma. No sé para qué, pero bueno. Pagué cien rublos, y me dieron el dorsal 652, al que graparon dos papeletas. Resulta que, a la salida, hay que retirar una de las dos papeletas y entregarla a los jueces de salida, y la otra hay que entregarla en meta. No tengo ni idea del motivo, ni siquiera me lo puedo imaginar, pero, claro, ¿para qué hacerlo sencillo?
El dorsal era autoadhesivo, pero en el sexto kilómetro ya había sudado lo suficiente para que se desprendiera, así que tuve que llevarlo en la mano. Probe a metérmelo dentro de la camiseta, pero noté que en ese ambiente húmedo se iba desintegrando y, como además de dorsal era el resguardo del guardarropa, entendí que más me valía sacarlo de allí.
Con lo cual, de momento, termino con la primera parte y dejo lo que sucedió después para la siguiente entrada.
viernes, 11 de agosto de 2006
Raíces
Uno de los problemas de residir en el extranjero consiste en el alejamiento de las raíces. En mi caso, las raíces se encuentran situadas en un pueblo a las orillas del Júcar, no lejos de su desembocadura, al que me esfuerzo en retornar siempre que es posible. Mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos y catorce de mis dieciséis tatarabuelos nacieron allí. Como yo he sido el primer díscolo de la familia que he ido a casarme con una forastera, ello me trae ciertas dificultades a la hora de que mi familia asuma el pueblo como propio. Alfina, que es completamente urbanita, diríase que elude pasar por allí. Sin embargo, esta semana pasada he conseguido llevar hasta allí a Abi, Ro y Ame, que, teniendo en cuenta que la mitad de sus ancestros procede de allí, deberían sentir la llamada de la sangre.
Bueno, pues parece que eso de la llamada de la sangre es un camelo. Y que uno no es de donde nace, ni de donde procede, sino de donde se le ocurre. He aquí una conversación del año pasado entre Abi y su progenitor, yo mismo, en vísperas de ir al pueblo.
- Està bé, anirem, pero yo soc rusa, ¿no? -dijo Abi, en perfecto valenciano.
- ¡Tu qué vas a ser rusa! Els teus pares són espanyols, vares naixer en Espanya, i tu eres espanyola.
- D'acort, pero també soc rusa. Soc una miqueta rusa, una miqueta espanyola i una miqueta valenciana.
- Voras, Abi. Tu eres valenciana, sí, pero tots els valencians som espanyols, aixina que ser valenciana i espanyola no són coses diferents. I no, rusa no eres.
- Pero yo vullc ser rusa.
- Mira, yo soc ton pare, i soc espanyol, de Valencia. Ta mare és espanyola, de Madrit. I tu vares naixer en Madrit. L'unic que pasa és que vius en Moscou, pero només aixo no te farà rusa.
Abi se puso a llorar.
- ¡Vullc ser rusa! ¡Vullc ser rusa!
La cosa se estaba poniendo fea. Es evidente que estaba haciendo falta un baño de españolidad, antes de que el entorno causara daños irreversibles. No voy a especular sobre los efectos beneficiosos que puede haber tenido el pase por las raíces, pero parece una experiencia que hay que repetir periódicamente, por incómodas que sean las condiciones de vida. Si no, el día menos pensado, me voy a encontrar tramitando a mi familia visados españoles. Y eso sí que no.
El sábado pasado nos íbamos del pueblo, camino de Madrid.
- Vinga, Abi, tenim que anar al tren.
Abi se puso a llorar.
- Pero, ¿per qué plores?
- ¡És que hem estat molt poquet en el poble i molt més temps en Madrit! ¡Yo vullc quedar-me més aci!
Bueno, vamos mejorando…
miércoles, 9 de agosto de 2006
Aquí no hay quien biba
Una de las cosas que más se echan de menos en Moscú son los vecinos, esos típicos vecinos españoles, con sus neuras, con sus manías, con sus cotilleos, con sus pequeñas envidias... pero lo cierto es que el sistema funciona. Curioso o no, pero el sistema español de propiedad horizontal, con sus comunidades de vecinos, funciona estupendamente. Las fincas están limpias y bien mantenidas, y el sistema autogestionario comunitario que va por detrás es seguramente el único adecuado para el carácter español.
En Rusia, nada de eso. El moscovita típico considera que su vivienda comienza en la puerta del recibidor, y eso de que haya que mantener limpias las escaleras y los portales, y que hay cuestiones de mantenimiento de elementos comunes que deberían ser también de su incumbencia, eso es para él un mundo ignoto. De hecho, el propio concepto de "elemento común" escapa a su percepción de la realidad. No es, pues, de extrañar que existan pisazos de impresión a los que se accede por escaleras no menos de impresión, sólo que en sentido negativo. La alternativa son ascensores de los de cataplines en la garganta y, en todo caso, de los de pulgar e índice en la nariz, combinado con portales de transición entre el exterior caduco y el interior hediondo.
Eso sí, la evidente superioridad del sistema español no presupone un nivel cultural necesariamente superior, como atestigua la foto adjunta, tomada por mí, reconozco que con muy mala leche, el otro día, en una fugaz visita a mi piso valenciano. La autoría corresponde a doña Margarita, mi vecina del primero, mujer guerrera a quien Dios concedió, incluso en exceso, el don de la palabra hablada, pero le negó el de la escrita. La verdad es que no hay visita mía a Valencia en la que no sea testigo de alguna de sus actuaciones, que algún día tocará relatar. Pero, eso sí, la finca está impecable.
Así que a ver si los moscovitas aprenden: para mantener las viviendas en orden no es necesario empaparse de Pushkin o Byron, como hacen ellos. Mi vecina del primero, evidentemente, está en el límite del analfabetismo, pero eso no le impide ejercer de presidenta de la "cumunida" "gasias" a su sentido práctico. En cambio, Tamara Vasilievna, la administradora de la finca moscovita que ocupo, lleva meses escondiéndose para no darme la llave de la puerta que le pedí ya no recuerdo cuándo. Como tarde una semana más, me traigo a doña Margarita, a que le suelte cuatro frescas.
lunes, 7 de agosto de 2006
Damas
Para volver del permiso, que ya he vuelto, aunque espero no tardar en tener otro, voy a escribir de uno de esos asuntos sobre los que se escribe constantemente, pero sin el cual esto se estaba quedando algo cojo. Sí, las mujeres de aquí... ya decía yo que iba a llegar la hora de abordar esto.
La imagen corresponde a "Desconocida", quizá el cuadro más famoso de Iván Kramskoy, un pedazo de pintor, retratista insuperable, y del que tocará escribir más en detalle en otra ocasión. Si una imagen vale más que mil palabras, este cuadro es una rusa, y sobra lo que pueda escribir a continuación, pero voy a resistirme a la tentación de dejar la pluma.
Pues bien, a primera vista, el porcentaje de mujeres imponentes por estos pagos es bastante superior al que se percibe en cualquier otro país donde haya estado (con una excepción, Lituania, pero ésa es otra historia). Y no sólo eso. Además de estar imponentes, reciben desde niñas una educación que les impele a demostrarlo, y para eso, en estos tiempos de descoque, vale todo: minifaldas más mini que faldas, transparencias inimaginables en cualquier otro lugar, tacones que no se sabe cómo les permiten mantener el equilibrio, pestañeos provocadores... todo, vale todo. La mujer rusa vive en una competencia constante para atraer más que nadie. Hasta las jovencitas más contestatarias buscan encontrar un punto atractivo.
El resultado no siempre es ideal, claro. A pesar de lo que se diga, en Rusia hay mujeres poco agraciadas, lo que ocurre es que de ésas nadie hace mucho caso y, en cambio, de las otras hay legión. Además, la actitud de muchas ante el varón que se les acerca es infinitamente más amistosa, por decirlo suavemente, que, digamos, la de las españolas en la misma situación. No digo que las españolas, nacionalistas radikales vascas incluidas especialmente, no se sientan halagadas, que eso no lo sé, pero muchas demuestran que lo que se sienten es agredidas. En cambio, las rusas, por lo general, parecen encantadas de que se les acerquen, y es más, si tal cosa no ocurre, se acercan ellas tranquilamente. Y eso último, en España, sí que definitivamente es bastante raro (que quede claro que hablamos de españolitos medios, no de George Clooney ni Tom Cruise, que ésos seguro que no tienen problemas de compañía ni en una aldea de Guipúzcoa).
No es pues de extrañar que el españolito medio del montón, y no digamos si es vasco, llegado a estos pagos, sufra una impresión considerable y pase a vivir en una especie de nube. A muchos no les despegan de aquí ni con aceite hirviendo.
Conversaban dos vascos sobre la violenta situación en su tierra.
- Pues yo acababa con la "kale borroka" -dijo el más vehemente- llevando mil rusas y dejándolas sueltas en el casco viejo ¡Ibas a ver qué pronto se dejaban de "borrokas" y de chorradas! Y a lo mejor hasta conseguíamos que las tías que van con ellos comenzaran a arreglarse.
Este chico es grande. Eso sí que son soluciones imaginativas, y no la Ley de Partidos. Si no fuera porque tiene carisma, inteligencia e imaginación, a lo mejor acababa de lehendakari.