Los lugares estivales de concentración de bruselenses son diversos. Uno de los más pijos es Chatelain, un barrio de Ixelles situado al sur de la avenida Louise en el que cada dos portales hay un restaurante razonablemente popular. Recordemos que ésta es una ciudad de ricos, que, por lo tanto, popular no quiere decir lo mismo que en España, y que los precios son más altos que en el Bar Manolo, de Salvacañete, e incluso que en el restaurante japonés de Alcira (sí, ya sé que hay más de uno).
Pero a Chatelain iremos otro día, si Dios quiere. Nuestros pasos pecadores nos conducen hoy a la plaza Jourdan, y a lo mejor otro día tratamos sobre las causas por las que personajes siniestros como Jourdan o Belliard están en el callejero bruselense, que ya son ganas de lamer el trasero a los franceses, pero eso será en otra ocasión.
En esta, llegamos a la plaza Jourdan en una tarde veraniega y soleada, pero no calurosa, es decir, el mejor tiempo que se puede tener. Son las siete de la tarde, sí, pero ya hay gente cenando. De todas formas, no es demasiado complicado encontrar sitio en uno de los restaurantes de la plaza. Como hace sol, y yo prefiero que no me dé demasiado, intento insinuar que si podríamos cenar dentro.
El camarero que nos atiende se queda confuso ¿Cómo puede haber un habitante de Bruselas que no quiera sentarse en una terraza cuando hay sitio y hace un sol la mar de agradable?
- Se puede, pero igual hace demasiado calor dentro.
- Bueno - respondo con resignación y porque me temo que aquello puede ser la versión bruselense de un Krematorium-, pues nos sentaremos fuera.
Allí no hay sombrilla ni se la espera, así que a mí me da el sol en el cogote y a mi compañera en los ojos, pero en Bruselas es raro que no haya alguna nube en el cielo, así que el sol desaparece a ratos, lo que, la verdad, convierte la experiencia en algo más soportable.
La plaza Jourdan es conocida por ser el lugar donde se encuentra "Maison Antoine", lugar por el que pasamos fugazmente hace no mucho, y que hoy vamos a visitar con un poco más de esmero. Maison Antoine pasa por ser la mejor friterie del mundo, cosa que podría ser, y yo así lo creo mientras no se demuestre lo contrario. Se cuenta que Angela Merkel se alojaba por aquí cerca cuando tenía que venir a Bruselas, lo cual sucedía fatalmente con cierta frecuencia durante el largo período en que fue Bundeskanzlerin, y que pasó en más de una ocasión por Maison Antoine a zamparse una ración de frites.
No se lo reprocho. Están buenas de verdad, incluso solamente con sal, y no digamos si le añadimos alguna salsa. Lo que es improbable es que Frau Merkel tuviera que hacer la cola que normalmente hay para adquirirlas, pero bueno, los dependientes se dan maña para atender al personal lo más rápidamente posible; así y todo, por experiencia, si tenéis que hacer la cola es mejor que estéis acompañados por alguien para poder conversar y que el rato pase de manera lo más entretenida posible. Que sí, que son problemas de ricos, aunque las patatas fritas son un alimento bastante modesto, pero no dejan de ser problemas.
Pero nosotros esta vez no estamos ahí, sino en un restaurante próximo. Por cierto que ninguno de los restaurantes de la plaza sirve patatas fritas, al menos que yo sepa. Está admitido por todos ellos que quien quiera patatas fritas puede adquirirlas en Maison Antoine y comérselas en su restaurante, donde habrá pedido el resto de la comida o de la bebida. Es una curiosa actitud simbiótica. Por una parte, Maison Antoine es, en el fondo, un gran quiosco sin espacio para que sus clientes se sienten, así que le viene de perlas que los más pudientes de entre ellos puedan usar el espacio de los restaurantes de la plaza, mientras que los restaurantes de la plaza, por su parte, se benefician bastante del reclamo que supone estar situados en la inmediata vecindad del mejor puesto de patatas fritas del mundo. Para ellos, naturalmente, no hay ninguna duda de que lo es.
En el restaurante donde estamos sentados, tenemos a nuestro lado a unos jóvenes alemanes con aspecto de turistas de nivel alto, hablando de cotilleos y ajenos al hecho de que entiendo el alemán perfectamente; detrás de nosotros, hay dos españoles que sólo puede ser gente ya local, probablemente funcionarios europeos, que llevan muchísimo tiempo viviendo en la ciudad, porque a santo de qué ibas a poner a un español a cenar a las siete. Bueno, ¡si yo mismo estaba cenando a las siete! Un poco más allá, hay un grupo de italianos, cosa normal, ya que el restaurante es ital... estooo, sardo, el restaurante es sardo. Y hay también, de verdad, una mesa ocupada por comensales que hablan entre sí en francés y que probablemente sean belgas autóctonos.
Si uno pone la oreja en las conversaciones que se producen en la plaza Jourdan, y posiblemente en cualquier otro lugar semejante de Bruselas, se dará cuenta de que a nadie le va realmente bien. Hay quien está envidioso porque han ascendido a otro que lo merecía menos; hay quien ha sido ascendido, pero demasiado tarde para su gusto; Fulanito tiene problemas con su cónyuge; Menganito no tiene cónyuge, y ése es el problema, porque le está dando esa angustia que deben tener quienes han llegado a la cincuentena y cuya única compañía son los gatos, como pasa con las charos que apoyan a la Kamala ésa.
Ninguno de los presentes por allí pasa hambre física, todos tienen un techo que los cobijará esa noche y no tienen realmente límites presupuestarios para comprar ropa, pero todos tenemos problemas. Problemas de ricos.
Más vale que nos dure esta situación, porque la alternativa, aunque no nos lo creamos, es peor.
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