jueves, 22 de junio de 2023

Residuos (II)

En la entrada anterior, me había quedado abriendo el buzón de correos al volver a casa después de unos días de ausencia. Hay que decir que hace tiempo que el acto de abrir el buzón de correos constituye un momento inquietante. En los ya lejanos tiempos de estudiante, anteriores a Internet y a todas esas pamplinas, uno abría el buzón de correos con esperanza. Vosotros sois muy jóvenes y no os acordáis, pero en aquellos tiempos se escribían cartas, manuscritas, en papel, envueltas con un sobre y un sello, que enviabas a un amigo tuyo a quien normalmente ibas a pasar tiempo sin ver, o hacía tiempo que no veías. Tú te tirabas un buen rato escribiendo, no como ahora que se envían cuatro jijijajás por una aplicación de mensajería, llámese WhatsApp, Telegram, Signal o lo que sea, o reenvías cualquier chorrada creada por otro, y te crees que estás en contacto con tus amigos. Ja. Y tres veces ja.

El caso es que esas cartas se respondían. Y se respondían con otra carta, que a tu amigo le había costado un tiempo escribir, tiempo que había pasado forzosamente pensando en ti, en lugar de invertir cinco segundos en enviar el enésimo meme al grupo que formáis todos los amigos y creer que está haciendo algo superchuli. Esas cartas llegaban a tu buzón, tú lo abrías, te ponías contento cuando veías una y te la llevabas a casa a disfrutarla.

Como esos tiempos han pasado a la historia, al buzón de correos, al menos para los que apenas compramos por Internet cuando no tenemos más remedio, sólo llegan malas noticias. A mí me llegan multas de tráfico, liquidaciones de impuestos y, cuando las cosas se ponen muy feas (y a veces se ponen muy feas) citaciones judiciales como acusado. Vamos, que el día que sólo tengo propaganda del Delhaize o del Colruyt respiro aliviado e incluso me pongo contento. Sí, por haber recibido propaganda. Hay que fastidiarse (con jota).

Pues señor, después de esta larga, pero necesaria, introducción, he aquí que llegué al buzón de correos y me encontré con dos folletos de Bruxelles-Propreté, y es que el mal nunca descansa. Resulta que, a partir de ahora, reciclar la materia orgánica pasa a ser obligatorio. Hasta ahora no lo era. Es verdad que, hace unos años, se pusieron a la venta las bolsas de color naranja, pequeñajas y cutrillas, y el municipio, o quien fuera, colocó delante de las casas unos cubos con tapa, de color no menos naranja, que se supone que tenían que servir para el reciclaje de materia orgánica. Pero era opcional, para gente muy cafetera y consciente y tal y tal.

De momento, la definición de materia orgánica ya me parece un poco chocante. No lo son los huesos de la carne, ni las raspas de pescado, ni las cáscaras de huevo, pero sí los restos de comida, de la que sea. El que me conoce y ha comido conmigo sabe que en mi casa no existen los restos de comida, porque los platos quedan limpios como para guardarlos directamente en el cajón, porque yo no pasé la guerra, vale, pero sí pasé la crisis del petróleo en mi infancia e intuía (correctamente) que lo que se me ponía en la mesa costaba sudores que llegara hasta ella. Y así hasta hoy, en que se rebaña absolutamente todo lo que hay en los platos. Como los huesos y las raspas no cuentan, resulta que la única materia orgánica (según la definen los de Bruxelles-Propreté) son las cáscaras de naranja y de plátanos (no, en mi casa, las manzanas van para dentro con piel). Puedo pasar meses para llenar una bolsa naranja con ese tipo de restos.

Sin embargo, según los de la empresa de recogida, hasta el 40% del contenido de las bolsas son materia orgánica que se puede reciclar. Digo yo que será en otra casa, porque en ésta no. Comoquiera que, a partir de ahora, ese torticero 40% ya no va a parar a las bolsas blancas, la empresa ya no recogerá las bolsas blancas dos veces por semana, como hacía hasta ahora, sino sólo una, los miércoles por la mañana. Si no estás en casa el martes por la tarde para dejar la bolsa en la calle, se siente, te esperas una semana o negocias con algún vecino.

Uno podría pensar que toca resignarse y usar las bolsas naranjas. La empresa recomienda la alternativa del compostaje, que se puede practicar en casa o en compostadoras vecinales. Creo que en mi caso hay algo así a algo más de medio kilómetro de mi casa, pero, francamente, no me veo yo transportando las cuatro pieles de plátano de que dispongo, ni creo que valga la pena compostar por lo poco que tengo.

Lo que pasa es que las bolsas naranjas no son una opción. No porque no quiera usarlas, sino porque, desde que son obligatorias, han desaparecido de la circulación. Llevo tres semanas, tres, preguntando por ellas en las tiendas a las que voy, recibiendo una risita por respuesta. Me recuerda a cuando cambiaron el modelo de las bolsas verdes, de residuos de jardín, para sustituir la anterior bolsa por otra biodegradable y sólo se podían comprar en los vertederos municipales, a cinco euros el rollo de diez bolsas. Aquí, ni eso. Es que no hay. Se diría que hay un mercado negro, o que algún estraperlista se está forrando con todo esto.

Total, que uno hace lo que buenamente puede. Por otra parte, se suponía que el cambio de recogida de las bolsas blancas, de dos a una vez por semana, al menos iba a servir para que los camiones pasaran a unos horarios más propios de su actividad, es decir, de madrugada o muy temprano.

Parece que esa suposición era infundada, como veremos en la próxima entrada, porque hoy se hace tarde.

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