lunes, 20 de febrero de 2023

La resonancia nocturna (IV)

A no dudar, la resonancia complicada era la primera, en víspera de un día laborable a las cuatro menos veinte de la madrugada. La segunda, en fin de semana a las dos menos veinte, casi era como un día de juerga algo prolongada, al menos para lo que es Bélgica. Sí, ya se que, en España, hay sitios en que un fin de semana a las dos menos veinte hay atascos.

Lo de las cuatro menos veinte, en cambio, planteaba el problema básico de qué hacer ¿Trasnochar una barbaridad o madrugar una barbaridad? Para el personal local a los que consulté, curiosamente no había dudas: todos pensaban que lo normal era acostarse muy pronto, levantarse a las dos y media, y a la resonancia. A eso de las cuatro y media podía estar desayunando, para empalmar con el tajo.

Si le preguntamos a un español, por ejemplo a mis hijos, probablemente dijeran todo lo contrario: estirar la noche hasta la hora de la resonancia y, a las cuatro y media, todavía se puede uno ir al sobre un par de horitas, lo justo para no caer desvanecido en el tajo. Luego, una siestecita tras acabar el día de trabajo, y listos para trasnochar un poco más hasta la siguiente resonancia.

Como yo soy español, pero con influencia centroeuropea, adopté una solución ecléctica, inspirada en las guardias imaginarias de la mili cuando te tocaba el turno de guardia de dos a cuatro de la madrugada. Incapaz de irme a la cama (y dormir), como español al fin, antes de las once de la noche, me fui a esa hora, poniendo dos alarmas, no fuera a pillarme en un sueño demasiado profundo, a las dos y cuarto de la noche. El plan consistía en acumular esas tres horas y pico de sueño con otras tantas después de las cuatro y media, aprovechando que me había pedido teletrabajo el viernes, y fichar en condiciones aceptables a las ocho y media.

A las dos y cuarto, efectivamente, sonaron las alarmas y me levanté soñoliento. Me vestí, revisé que llevaba el volante del médico de cabecera y la convocatoria a la cita del propio hospital, así como el DNI y la tarjeta de residencia, y hasta el carné de conducir. Menos una cosa, de la que me di cuenta después, lo llevaba todo. Lo metí en una carpeta, me metí en el coche, arranqué y tiré para el hospital.

Yo pensaba que no habría absolutamente nadie en las calles. Vamos, es que no sabía ni siquiera si habría calles. Sin embargo, sí que se veía gente. En las ciudades normales, uno se encontraría, por ejemplo, los camiones de la basura, cumpliendo con su función en las horas en que no molestan prácticamente a nadie. Como ya hemos visto en numerosas ocasiones, en Bruselas no es así, y los camiones de la basura salen a recogerla, y a bloquear las calles, en hora punta, por razones que sólo se pueden explicar a base del poder que deben tener los sindicatos de basureros.

El caso es que, al cruzar el bosque, se veía cierto jolgorio. Tampoco es que fuera la fiesta mayor, pero sí que había gente entrando y saliendo en el restaurante de postín que hay en el mismo, donde se han celebrado las fiestas de graduación de mis dos hijos menores. También son ganas de ponerse a montar una fiesta en febrero, un jueves a las cuatro de la mañana, pero es verdad que uno no elige cuándo es su cumpleaños, o lo que sea el motivo de convocar a sus amigos. En todo caso, y como no era cuestión de entretenerse a ver qué estaba pasando, sino de llegar con tiempo al hospital, seguí camino y no tarde en llegar. Con las indicaciones que me habían enviado, me planté en el aparcamiento de las urgencias, el cual, al parecer, podía usar gratuitamente a esas horas y, un poco a tientas, pasé por la entrada peatonal a base de descender un par de tramos de escalones. Menos mal que no estaba tan lesionado que no pudiera salvarlos, pero me pregunté qué haría el que llegara por sus propios medios, pero sin capacidad para subir o bajar escaleras.

Llegado que hube a la puerta de entrada de urgencias, me encontré un cartel perentorio fijado en la misma, que rezaba “Mondmasker verplicht / Masque obligatoire”. Mecachis. Mira que me lo habían advertido. El único sitio donde la máscara sigue siendo obligatoria en Bélgica, y me temo que ya es para quedarse, es en hospitales, consultas médicas y farmacias. Bueno, es obligatorio con ciertas comillas. En las farmacias, los propios farmacéuticos, o por lo menos algunos de ellos, parece que han dejado de ponérselas, como pude confirmar en la última visita a una de ellas, la semana pasada, en que ni ellos la llevaban, ni insistieron en que yo lo hiciera.

En cuanto a las consultas médicas, la prueba del nueve la tuve hace un par de semanas, cuando fui a ver a mi médico generalista, el que me envió al hospital. En una de las últimas entradas ya dejé dichas algunas cosas, no siempre positivas, de mi médico de cabecera. Bueno, pues, además de todas ellas, puedo añadir que es una de las personas con más pánico a los virus en general, y al coronavirus en particular, que ha parido madre. Durante la pandemia, su consulta médica se convirtió en un fortín, la videoconsulta en su medio habitual de comunicarse con los pacientes; las recetas (y las facturas) las enviaba por correo electrónico, y montaba un pollo a la menor insinuación de acercarse a la consulta en persona, sin prueba PCR negativa ni nada. Cuando me llegó el recordatorio de que tenía cita con él, me envío (a mí y a todos sus pacientes de ese día) un mensaje taxativo y terminante recordando que era obligatorio asistir a la visita con mascarilla, y que los olvidos los facturaba a dos euros, honorarios aparte.

Ese mensaje me llegó de camino a la consulta. En mi casa tengo paquetes enteros de mascarillas que me han sobrado de las provisiones que hice durante la pandemia, pero no tenía acceso a ellos. Decidí hacer caso omiso a las indicaciones del médico y me planté en la consulta a cara descubierta. Yo creo que él me vio lo suficientemente decidido como para hacer la vista gorda, y salí de allí sin una factura suplementaria por no llevar la cara tapada.

¿Y los hospitales? Pues la verdad es que los hospitales son lo suficientemente grandes como para hacer pedidos enormes de mascarillas. Hace dos semanas estuve visitando a un enfermo, llegué allí todo chulo sin mascarilla ni nada que se le pareciera, y en la entrada me vieron, me pararon, me dieron una, me la puse y tan amigos. También es verdad que no eran las tres y media de la madrugada.

El caso es que no llevaba mascarilla, y eso que era una de las cosas que tenía subrayadas. Ante la perspectiva de tener que volverme con el rabo entre piernas, y ya que estaba en urgencias, abrí la puerta que estaba ante mí, expliqué al caso al celador que estaba de guardia y éste me dio una sin mayor problema. Uf. Como me hubiera tocado volverme, me daba algo.

Para pasar a la zona de radiología, había que hablar con el de seguridad. Resulta que el de seguridad tenía una lista de todos los pacientes que tenían cita de madrugada, así que le dije mi nombre, lo localizó en su listado, lo subrayó con un rotulador fluorescente y accionó un botón, con el que se abría la puerta de acceso a la zona principal del hospital.

A partir de ahí, todo eran cartelitos que dejaban claro qué dos tipos de pacientes llegaban al hospital a esas horas. Los letreros de “IRM”, que son las siglas, en francés (aquí ya no hay inglés, neerlandés, ni sursum corda), de “Imagérie Résonance Magnétique”, me iban conduciendo a la sala de análisis, así que uno de los tipos de pacientes habituales (seguramente, los más habituales) éramos los que teníamos cita a deshora para someternos a las resonancias. El otro posible tipo de paciente estaba representado por un pictograma de una mujer con una enorme barriga, signo claro de que, alternativamente, podía esperarse que pasara por allí una mujer a punto de dar a luz. En mi experiencia, las mujeres a punto de dar a luz, hasta el punto de que lo hacen de madrugada, no suelen desplazarse hasta el paritorio por su propio pie, sino en camilla, y los camilleros ya saben por dónde ir, que para eso trabajan allí, pero quizá haya algo que yo ignore.

Los pasillos estaban completamente vacíos, y mis pasos resonaban pesadamente. Tras varias vueltas y revueltas, llegué a la sala de espera “B”, tal y como se indicaba en las instrucciones que me habían hecho llegar. En ella había otras tres personas: una aparentemente sola, como yo mismo, y dos que iban juntas y que parecían ser madre e hija y que una acompañara a la otra.

- Bonjour! - exclamó una desde detrás de la mascarilla.

“A cualquier cosa le llaman día”, pensé yo, pero devolví el saludo igualmente.

El resto ya no tuvo demasiada historia. Cuando llegó mi turno, el analista de radiología salió de la sala, dijo mi nombre y yo me levanté y me acerqué. El examen en sí, para los que no hayan hecho nunca, no tiene ninguna complicación, y consiste en quitarse uno los pantalones (si la resonancia es en la rodilla, claro, que es el único sitio en el que hasta ahora me han hecho resonancias), tumbarse en una camilla, mientras el operario de la máquina coloca unos sensores alrededor de la rodilla que toca analizar, y ponerse unos cascos para proteger los oídos, porque el ruido se las trae. La otra vez que pasé por la experiencia, por los cascos sonaba música tranquilizadora, como la de los robots cuando todas las líneas telefónicas están ocupadas, pero esta vez no sonaba nada de nada. Además, por si uno entra en pánico, que me imagino que es algo que puede ocurrir, aunque esto no pareciera tener ningún misterio, le dan a uno una especie de pera de goma que debe apretar si desea que se interrumpa el análisis.

La cosa viene a durar diez minutos. Luego, uno se viste y se va. Eso sí, en el hospital le dan a uno la opción de ver las imágenes uno mismo, lo cual está chulo, aunque me temo que, si uno no es médico, allí no se ve nada del otro jueves, como no se lo revele un profesional que sepa lo que hay. Yo creo que en España he visto eso con alguna radiografía, pero no es tan normal.

Y hasta aquí la experiencia nocturno-hospitalaria. En España me consta que no la hacen, supongo que porque no sale a cuenta a la seguridad social, cuyos ingresos monetarios no dependen de tener el hospital más o menos tiempo abierto, pero sus gastos sí. En Bélgica, como quedó dicho, los hospitales son privados, compiten entre ellos y, si me ofrecen una cita para una resonancia dentro de seis meses, lo más probable es que busque otro hospital, así que los hospitales se las ingenian para poder ofrecer citas en un período razonable y que los escojan a ellos, de manera que sí, los beneficios que obtienen también dependen de lo obsequiosos que sean, además de que obviamente, cuanto más tiempo tengan la máquina en funcionamiento, más pronto la amortizarán y más provecho le sacarán.

Si uno compara los sistemas sanitarios de Bélgica y de España, partiendo de la base de que los dos son buenos, y así lo parece, hay clasificaciones que colocan por delante a España, mientras que otras colocan por delante a Bélgica, en particular el Euro Health Consumer Index, aunque su última edición es de 2018 y entretanto ha llovido bastante (sobre todo en Bélgica), que sitúa a Bélgica en quinta posición, no muy lejos de los Países Bajos, que son el no va más, mientras que España queda muy por detrás. Es evidente que no todos los informes miden lo mismo de la misma manera, así que ahí queda el debate. A mí, francamente, el modelo belga me puso en estado de confusión cuando llegué desde un sistema como el ruso, en que o tienes un seguro privado o tú sabrás lo que haces en un hospital público (y tuvimos la ocasión de ver lo que pasa en un hospital público ruso). He de decir que lo estoy comenzando a apreciar, pero de eso ya hablaremos en otra ocasión en que no se haga tan tarde como hoy.

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