Enrique III de Brabante era mucho menos belicoso que sus antecesores: lo suyo era la trova y la poesía, y así buscó siempre escabullirse de los líos que asolaron el Imperio durante el Gran Interregno y, en su lugar, hacer de Brabante un lugar tranquilo y culturalmente desarrollado. No es ya que protegiera a los trovadores y poetas que le merecían aprecio, es que él mismo era un notable poeta, pero...
Pero no creo que sea muy caro a los actuales nacionalistas flamencos, porque, en aquel entonces, como hoy y seguramente más que hoy, la lengua predominante en sus dominios era el flamenco o como queramos llamar a la jerigonza por unificar que se usaba en la Edad Media. En el extremo sur de sus dominios, se usaba también el valón o picardo, que, si hoy se considera un idioma diferente del francés estándar, entonces, teniendo en cuenta que el francés estándar no existía, debía ser directamente ininteligible para un francófono actual.
Enrique III no decidió que hubiera un idioma oficial, porque tal cosa en sus tiempos, el siglo XIII, directamente no existía ni en la imaginación del jurista más boloñés, pero introdujo en sus dominios el francés y no trovó en otra lengua. Y no en el provenzal que estaba de moda entre los trovadores, sino en el francés de la Isla de Francia, es decir, el de París y esos andurriales, que es la base del francés actual y el que hoy se habla en Bruselas y en media Bélgica, tanto como se detesta en la otra media. Su modelo era su contemporáneo San Luis, rey de Francia, ahí es nada, y hasta consiguió ennoviar a su hijo mayor con la de San Luis.
El caso es que Enrique III quiso imitar a las cortes de Flandes y de Champaña y hacer de Brabante y su corte de Lovaina un lugar galante, no la patota de guerreros que hemos visto hasta ahora. Fuerza es decir que no le duró mucho, a diferencia de la Provenza, donde tal espíritu tuvo mucho más éxito, pero algo sí que le duró. Él se dedicó a la música, la poesía y, en una concesión pseudobélica, a los torneos de caballería. En aquel tiempo esas ocupaciones tan poco arriesgadas para la época tampoco garantizaban una longevidad muy elevada, y Enrique III murió en Lovaina en 1261, probablemente sin haber cumplido los treinta años. Si hubiera sido con 27 le hubiéramos encontrado un paralelismo con Kurt Cobain, o con Janis Joplin, pero ni eso.
Le sucedió su hijo mayor, Enrique IV, que era flojo y cortito, por no decir subnormal. En 1267 tuvo la prudencia de desaparecer, romper el compromiso con la hija del Rey de Francia (para alivio de todos) y hacerse agustino poco después, lo cual seguramente lo salvó de algún disgusto, y también a Brabante, porque quien se hizo con el ducado fue su hermano, Juan I, llamado el Victorioso. Éste también fue un notable trovador, pero lo dejaré para la próxima entrada, porque desde luego la poesía no fue su actividad principal. De hecho, es uno de los primeros turistas que recibió España procedente de Bélgica, aunque el suyo fue un turismo aún más belicoso que el de los británicos de Magaluf. Ya lo veremos.
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