En la entrada anterior de esta serie dejé dicho que iba a hablar del país que he visitado últimamente (digamos que en los últimos dos años) en el que la liturgia es más solemne. Por si alguien no se ha dado cuenta todavía, que ya hay que ser despistado, valoro muy positivamente la solemnidad en la liturgia, soy un pedazo de carca y los experimentos en esta materia me horrorizan. ¿Pasa algo?
El país que conozco en que la solemnidad se toma más a rajatabla es, con bastante diferencia, Bielorrusia. El año antepasado estuve en Minsk a mitad de octubre y flipé en colores. Bielorrusia es un país en que el catolicismo es minoritario respecto a la iglesia cismática oriental (voy a enviar por una vez el ecumenismo a hacer gárgaras), pero mucho menos que en Rusia. Según las fuentes, entre el 10% y el 20% de la población es católica, y al frente del arzobispado de Minsk, que es el más importante del país, está un viejo conocido: monseñor Tadeusz Kondrusiewicz.
A monseñor Kondrusiewicz tuve el honor de conocerlo un poquito en Moscú a finales de los noventa. En aquellos tiempos, él era administrador apostólico de la diócesis y yo era catequista de Confirmación. Lo segundo no ha cambiado demasiado, pero monseñor Kondrusiewicz pasó por bastantes vicisitudes en los años sucesivos: primero, Juan Pablo II transformó las administraciones apostólicas en obispados y arzobispados ordinarios, con lo que cabreó muchísimo a los ortodoxos, que ya de por sí no es que vean a los católicos con excesiva simpatía. Monseñor Kondrusiewicz se vio convertido el arzobispo de la diócesis de la Madre de Dios, porque, diplomáticamente, en Roma no quisieron poner los nombres de las ciudades para no cabrear más a los ortodoxos. Los ortodoxos, de todas formas, se cabrearon y le montaron, no sólo la de la Madre de Dios, sino la de Dios, directamente.
Vamos, que monseñor Kondrusiewicz es un señor que las ha pasado canutas desde hace mucho tiempo. Supongo que ser seminarista católico en la Unión Soviética, como lo fue él, ya era una candidatura inmejorable para meterse en problemas, pero es que desde entonces no ha parado. Tras pelearse a brazo partido con todo quisqui, conseguir recuperar una catedral que se caía a cachos (ésa es otra historia), traer a Juan Pablo II de estranjis a Moscú, y dejar las cosas razonablemente encauzadas, fue trasladado a Minsk, donde probablemente su vida ha sido más fácil.
En los últimos noventa, creo que en el lejano 1998, una parte de las confirmaciones en Moscú no fueron en Pentecostés, como es habitual, sino a mitad de marzo, para hacerlas coincidir con una ordenación sacerdotal, que era un huésped bastante escaso por entonces (y me temo que también por ahora) entre las celebraciones religiosas. Yo era el catequista de quienes se confirmaban en marzo y la verdad es que, en aquel entonces, vestía de manera bastante, no sé, desenfadada, con vaqueros y camisa de franela a cuadros. En el ensayo de la ceremonia acudí con mi indumentaria habitual y allí, en la catedral a medio reconstruir, estaba monseñor Kondrusiewicz, que me miró de arriba abajo y me dijo:
- Atención, que yo soy muy severo.
Y no lo dudo. El hombre debió pensarse que yo era uno de esos teólogos de la liberación medio rebotados que hacen unas catequesis al margen del Magisterio, cuando la verdad es más bien totalmente la contraria, aspecto externo aparte, y ya entonces lo era. El caso es que luego tuve oportunidad muchas veces de verlo en acción, y empuje y pasión no le faltaba, la verdad; pero volvamos a Minsk.
Yo no sé cómo lo hará, pero yo entré en la catedral de Minsk (que es una iglesia medianeja, la de la foto, no vayamos a pensar en San Pedro ni cosas así) un día de entre semana de mitad de octubre, y me quedé con la boca más abierta que la de Carpanta delante de un jamón. La iglesia estaba llena, no abarrotada, pero sí llena; la mitad larga de los feligreses no llegaría a los treinta años; yo entré algo desconcertado, me senté entre los últimos bancos, pero decir me senté es decir mucho, porque allí todo el mundo se arrodillaba cada dos por tres, y yo, claro, hacía como ellos.
A todo esto, la misa era en bielorruso y yo, lo que es de bielorruso, más bien estoy nulo que escaso. Captaba alguna palabra suelta, y eso es todo, y por lo demás me hacía más el sueco que el cocinero de los teleñecos. Así que procuré seguir a los demás lo mejor que pude.
Cuando llegó el momento de la comunión, yo me dispuse a ponerme en fila para recibirla junto al altar, como toda la vida. No, no, allí no.
En Minsk, todo quisqui, desde los octogenarios hasta los estudiantes (y doy fe de que había estudiantes a raudales), se arrodillaba junto al pasillo central, y los celebrantes pasaban para dar la comunión, por supuesto en la boca y de rodillas, nada de irreverencias.
He de confesar que, en el rito nuevo de la misa, no es que no haya visto nada igual: es que no he visto nada ni remotamente parecido. Como quedó dicho, yo soy precisamente de esa cuerda y me quedé absolutamente encantado. Si así son entre semana, no quiero ni pensar cómo serían los domingos, pero, lamentablemente, no pude quedarme a comprobarlo, porque ya tocaba el momento de volver a Moscú, aunque sólo fuera para decirles a mis jefes que había sido un gusto trabajar para ellos, pero que tenía una oferta de Bruselas y que ya estaba de nieve hasta la coronilla.
Hasta aquí, Bielorrusia y Minsk. La siguiente etapa en el orden de devoción nos lleva un poco más al norte, pero eso será en la próxima entrada. En esta, toca despedirse lamentando que monseñor Kondrusiewicz no haya sido nombrado cardenal en el consistorio actual. Ojalá volvamos a saber de él, porque la gente con su energía y con su pasión no abunda.
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