Una de las cosas más molestas para los que tenemos invitados es la hora de comer. Quieras que no, hay días en los que toca comer fuera, y entonces llegan los líos, porque, aunque ahora la mayoría de los menús de los restaurantes están en inglés (o, mejor dicho, en algo similar al inglés), no siempre ha sido así y, de todas formas, los restaurantes en Moscú costaban y siguen costando bastante, así que, si los invitados son de pocos posibles, toca ir a lugares de tercera división. Y en los lugares de tercera división no se andan con melindres.
Y, claro, a la hora de elegir qué comer, Fulanito pregunta qué pone ahí, Menganito te interpela diciendo que no le gusta el queso y Zutanito quiere pedir dos primeros en lugar de un primero y un segundo. Si uno acaba por hacer caso a todos estos chicos, el resultado puede ser desquiciante.
Cuando entramos en el figón los seis, cuatro gostis, una novia y yo mismo, decidí tomar por la calle de enmedio cuando conseguí llegar al mostrador:
- Borsch, huevos, pelmenny y kvas. Cinco raciones de todo.
Los gostis ni se enteraron, pero mi novia sí y, como conocía el lugar, pidió otra cosa.
Fueron apareciendo las viandas. Nos sentamos los seis, y yo fui repartiendo a cada uno lo suyo. Kúkoch se dio cuenta de que uno de nosotros tenía un menú diferente.
- Novia, y tú, ¿por qué no comes lo mismo que nosotros?
- Es que no tengo mucha hambre, y he de comer poco.
El sitio era barato, y ése era su mayor mérito, porque el borsch era un caldo aguado con colorante rojo y algunos desechos de carne en el fondo del cuenco; los huevos, los más pequeños del mercado (y sin chorizo, que es peor); los pelmenny, una masa para acabar con el hambre en el mundo, porque masticabas al mediodía y repetías hasta bien entrada la noche, y el kvas era, finalmente, un mejunje amargo de botellín, y caliente.
- ¿Esto es lo que comes todos los días?
- Todos.
- Bueno, pues nosotros también nos lo vamos a comer ¡Dureza!
Y pusieron manos a la obra con un entusiasmo encomiable. Consiguieron acabarse el borsch hasta el final; lo de los huevos, con echarles sal, tampoco era tan complicado; el kvas, la verdad, había que tener mucha sed para beberlo, pero, siendo el caso, podía trasegarse. Lo que sí fue difícil fue lo de los pelmenny. Kúkoch se echaba uno a la boca, y miraba a los demás. Manolo iba a decidir dejarse la mitad.
- Es que no puedo más...
- Tú te los comes, como todos ¡Dureza! - le dijo Spassky, mientras trasegaba como podía todo aquello.
Tortajada, por su parte, estaba echando muchísimo de menos los almuerzos a base de bocadillos de blanco y negro con ajoaceite, acompañados de ensalada valenciana, en el bar de la plaza de Albal, pero tragaba poco a poco todo aquello.
Al final, consiguieron terminárselo todo. Salieron de allí con orgullo.
- Muy bien, Manolo, durante cuatro segundos, incluso he estado orgulloso de ti.
- Tíos, yo me tengo que ir a trabajar - les dije -. Por aquí, llegáis derechos a la Plaza Roja. Nos vemos luego, en casa.
- Oye, pero, ¿no venden un plano turístico por algún sitio? - preguntó Tortajada.
- Emmmm... ¿plano turístico? No. Aquí, no.
- ¿Y cómo vamos a visitar la ciudad?
- Anda, Tortajada, ya nos apañaremos - terció Spassky.
- Siempre con los planos, con los planos... si nos perdemos, ya preguntaremos a alguien - dijo Kúkoch.
- ¡Pero si no sabemos ruso!
- Nada. Aquí dominamos todos los idiomas ¿No, Manolo?
- ¿Idioms? Pues claro que yes.
Les dejé, no estando muy seguro de si volvería a verlos.
* * *
Las ocho y media de la tarde serían cuando llegué a casa y me encontré allí a los cuatro. Kúkoch, Spassky, Manolo y Tortajada estaban pletóricos. Habían ido a la Plaza Roja y allí habían comenzado una auténtica exhibición de raterío (que hoy no funcionaría: aviso para ilusos): Spassky cambió la camiseta que llevaba puesta, y que estaba bastante raída, por otras dos de San Basilio; fueron dando vueltas al Kremlin, sin saber cómo entrar exactamente, y acabaron por comprarse un mapa, por cierto, muy bueno, aunque al Kremlin no consiguieron entrar. El colofón final consistió en pillar una mashina, que es un coche cualquiera al que paras por la calle. De hecho, al llegar a casa me recibieron con una sonrisa de oreja a oreja.
— ¡Oye, oye! —preguntó Kúkoch— ¿Cuánto pagarías tú por un coche desde la Plaza Roja hasta aquí?
— Hombre, depende ¿A qué hora?
— Las siete de la tarde.
— Pues, digamos, cosa de 25 rublos.
— ¡Bien! ¡Eso es lo que hemos pagado!
— Es que vimos a una tía que ponía la mano —dijo Spassky— y dijimos: “Vamos a hacer lo mismo, y luego no la cogemos, sólo para probar.” Y le ofrecimos diez, pero fuimos viendo que era poco, porque nos pedían treinta o cincuenta. Al final lo conseguimos por 25, y bueno, ya subimos.
— Hemos de superarnos —insistió Kúkoch, secundado por Manolo—. Mañana lo conseguiremos por veinte.
(continuará)
Me ha recordado mis paseos por Moscú el 93: Metro, caminar, tranvía, seguir caminando. Comer en unos lugares donde solo había mesas sin sillas y la pepsicola te la servían avaramente desde una botella de dos litros abierta toda la tarde. Te llenabas comprando manzanas en la calle y tenías a tu disposición el vodka más barato del mundo. Imagino que todo eso ha cambiado un huevo.
ResponderEliminarJavier, ya lo creo que ha cambiado, al menos en Moscú. Pero en otras ciudades rusas tengo la impresión de que es posibles experimentar sensaciones parecidas a las de entonces.
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