Al anunciar por los altavoces que iba a haber intervenciones en inglés, ese idioma que, por mucho que haya españoles que no se lo puedan creer, casi nadie habla ni entiende en Rusia, la práctica totalidad de los asistentes se levantó y comenzó a apelotonarse alrededor de la mesa en la que repartían los auriculares. Creo que nos quedamos sentados cuatro. Uno era yo, que hasta ahí llego; otro era un chaval jovencito, que no es que supiera inglés, sino que ya había agarrado los auriculares antes de entrar. El tercero y el cuarto eran dos orientales, que luego me enteré de que eran coreanos y que no tenían ni idea de inglés, pero habían venido a hacer unas cuantas fotos.
La conferencia no era el típico sarao que montan los yuppies de la Asociación de Empresarios Europeos con sus móviles de última generación y sus trajes estilo Camps, no. El organizador del acto era el Partido y quienes estaban allí era, mayormente, la vieja guardia empresarial rusa, por mucho que se ocuparan de nuevas tecnologías. Lo que sí era lo mismo eran los móviles de última generación. En eso no hay ruso al que no les encanten los cacharritos.
Las diferencias básicas entre ambas audiencias son el tamaño. El tamaño importa, ya lo creo que importa. Que se lo digan a mi vecino de asiento, un mastuerzo que parecía dibujado con un compás y que literalmente no cabía en un asiento. Se sentó en dos, con cada una de sus nalgas en una silla diferente, y así y todo ocupaba un poquito de la silla siguiente y que era ya la adyacente a la mía.
Buena parte de los asistentes estaban en un rango bastante voluminoso, sí, pero no tanto. Los organizadores, que posiblemente fueran empleados de Iberia, habían juntado demasiado las sillas, esperando quizá una asistencia masiva, y así estaban la mayoría de los asistentes, embutidos unos con otros.
Mujeres, lo que es mujeres, había pocas. Uno de los conferenciantes creo que era diputado de la Duma, y ése sí que llevaba a su asistente personal, que era la mujer más joven de la concurrencia. Como no había mucho sitio, acabó sentada a mi lado, en la silla que casi había dejado libre mi adiposo vecino. De todas formas, lo de sentada es un decir, porque estaba todo el rato levantándose y volviéndose a sentar, hablando por teléfono cada vez que había una pausa entre intervenciones, y escribiendo mensajes durante las mismas. Hay gente que les quitas el teléfono, y es como si les cortaras las manos, y me temo que ésta era una de ellas.
Las intervenciones, en sí, eran un rollo macabeo, como siempre en que el orador es un ruso de nivel inferior a alta dirección. Los rusos no se han conseguido librar de un respeto reverencial por las jerarquías, que paradójicamente no eliminó, sino al contrario, la época comunista, en que supuestamente eran todos iguales.
En la época comunista, todos debían ser iguales, y la consecuencia es que nadie debía decir nada que los demás no dijeran, probablemente porque corrían el riesgo de que al líder supremo no le gustara, lo cual podía terminar bastante mal para el librepensador. Los discursos bolcheviques típicos, si exceptuamos lo que pudiera decir el líder supremo, que ése sí tenía cierta libertad, eran de una insoportabilidad suprema, trufados de cifras y más cifras y comúnmente leído, porque no había quien se aprendiera de memoria esas cifras. Ni quien se las creyera, pero ésa es otra historia.
Ha pasado el comunismo en buena hora, pero los discursos plúmbeos forman parte de su herencia. Ahora, a nadie le llevan a Magadán por decir cosas que puedan no gustar al jefe, pero la tendencia a no arriesgarse en los discursos sigue ahí y es un sinvivir para los oyentes. Cifras y más cifras, datos y más datos, todo es una retahíla de objetividad pensada para que el orador oculte su opinión y que nadie termine por saber si es carne o pescado, o para que, cuando el jefe decida que es carne o pescado, el orador pueda seguir la opinión del jefe sin desdecirse.
Y es curioso, porque en realidad los rusos están mucho mejor preparados para hablar en público de lo que estamos los españoles. En la educación rusa el alumno está constantemente expuesto al escrutinio de los demás: recita poemas (no los lee, los declama), tiene actuaciones, compite en olimpiadas de conocimiento... cosas que en España simplemente no suceden. Sin el temor reverencial a las jerarquías, seguramente serían buenos oradores. Con el temor, son lo que son.
Unos pesados, sí.
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