Después de echar una carrerita por España, nos encontramos en diciembre, temporada propicia para ir y venir por esos aeropuertos de Dios. Como el otro día, sin ir más lejos.
El sábado por la noche había sido el Real Madrid - Barcelona, cuyo resultado no hace falta que recuerde a los vikingos. Para los que el fútbol no es sino una molestia inevitable si no quieres parecer un marciano, la semana anterior en España había sido una tortura. No podías encender la radio sin encontrarte en todos los boletines horarios con las últimas noticias sobre si Cristiano se había levantado con la uña del dedo meñique de la mano izquierda demasiado larga, o si Messi estaba considerando peinarse con la raya en medio. Cuando pasaba cerca de una televisión, electrodoméstico del que, gracias a Dios, carezco en casa, todo quisqui estaba dale que te pego con esos dos malhadados equipos, y si hubiera salido el sábado a la hora del partido (no lo hice, porque el domingo tenía que madrugar), estoy persuadido de que no hubiera encontrado absolutamente a nadie que no estuviera arracimado junto a las pantallas de televisión de los bares. Y eso en una ciudad como Valencia, a la que el susodicho partido debiera haberle sido más bien indiferente.
Yo pensaba que esta estupidez colectiva era exclusiva de los españoles, pero va a resultar que no. Que en estos tiempos de globalización la estupidez se exporta y se importa en las mismas condiciones que cualquier otro bien o servicio, y que hay quien la adquiere con alborozo.
Tuve la ocasión de darme cuenta al entrar en el avión que, en la madrugada del martes, cubría el trayecto entre Madrid y Moscú. Yo venía de Valencia con el tiempo un pelín justo y no tuve ocasión de apreciar el ambiente en la cola de embarque (en todo lo que tiene que ver con Moscú hay colas), sino que llegué justo a tiempo para entrar al avión, un A-319 que obliga a los pasajeros que no sean pigmeos a intimar bastante entre sí y con el asiento delantero.
El que tiene experiencia en estas lides, y entre ellos me cuento, procura colocarse en la fila donde está la salida de emergencia, que es bastante más ancha. Iberia, al igual que Aeroflot, dan la posibilidad de reservarla por unos diez euros al comprar el billete. Eso sí, se supone que un requisito para ocuparla consiste en ser capaz de comunicarse en español o en inglés, por si las cosas, Dios no lo quiera, vienen mal dadas y hay que actuar.
Entré en el avión, coloqué mi cazadora y mi magra mochila en los compartimentos que había sobre mí y me senté en mi asiento, al lado de dos españoles con acento sureño que seguramente iban de trabajo y que colocaron sus maletillas de mano también en el compartimento superior.
A los pocos minutos, tres ejemplares de la especie australopithecus moscoviensis, entre grandes carcajadas y cargados con buena parte de las existencias alcohólicas de las tiendas del aeropuerto, accedieron al avión y ocuparon los asientos que había al otro lado del pasillo.
Uyuyuy...
(continuará)
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