En este tipo de viajes organizados, y en particular cuando vas más solo que la una a verte con un grupo de gente, varios de cuyos componentes están en una situación similar, es muy conveniente llegar de los primeros al punto de encuentro y meterse en el autobús a la primera oportunidad. Si no lo haces, te toca sentarte junto al más friki del grupo, que es normalmente al que dejan solo los demás; si llegas pronto, es posible que los demás piensen que el más friki eres tú, no se sienten a tu lado y viajes más ancho.
Yo no seguí estos consejos, sino que cometí el error de llegar sólo veinte minutos antes de la salida. De hecho, fui el último en llegar. Al lado del hotel Cosmos (un hotel que trae agradables recuerdos, como ya vimos aquí y aquí), había un enjambre de autobuses de distintas agencias que se dirigirían hacia los cuatro puntos cardinales. Encontrar el mío no fue muy difícil. Me asomé a la puerta y allí estaba una señora rubia de mediada edad.
- ¿Rus Zalessky? - pregunté, pues tal era el nombre del viaje.
- Sí, y usted es...
- Alfor von Buchweizen.
- Sí, le tenemos en la lista. Pase y siéntese donde quiera.
¿Donde quiera? ¡Donde pueda! Ya digo que había llegado todo el mundo, con una puntualidad inusitada, y a la vista sólo quedaban tres sitios. En dos de ellos, la compañera de asiento hubiera sido una señora, y ya sabemos que, en ausencia de relación previa, para una señora rusa sentarse al lado de un desconocido es indecente. Una de las señoras debía tener unos doscientos años, y la otra no muchos menos, así que poca indecencia me podrían inspirar; pero, por si acaso, vi un sitio un poco más allá, donde mi compañero de asiento iba a ser un hombre.
- ¿Está libre? - pregunté con toda la amabilidad de que fui capaz.
- ¡Síiiiii! ¡Claroooooo!
"Ufff..."
- Bueno, pues me siento.
Me senté. Mirándolo mejor, mi vecino de asiento era un señor cuya edad, como la don Quijote, frisaría con los cincuenta años, pero no era seco de carnes ni enjuto de rostro, sino que lucía una barriguilla no muy importante, pero igualmente visible; aunque era calvo, llevaba bastante largo el pelo que conservaba por las sienes y la nuca, y lucía una barba tirando a descuidada. Iba vestido de traje, y llevaba unos zapatos marrones, hasta tal punto que no parecía sino que se hubiera pasado la noche vendiendo seguros, y del trabajo hubiera acudido directamente al punto de encuentro sin más que quitarse la corbata y desabrocharse dos botones de la camisa, por donde le asomaba una notable pelambrera pectoral. No le vi equipaje al principio, pero luego sacó una bolsa que, puesto que le cupo en la parte superior del autobús, forzosamente debía ser pequeña.
El traje de mi vecino brillaba cuando le daba el sol, dando testimonio de la condición sintética del tejido. Tragué saliva, deseando que no hiciera demasiado calor y que mi vecino, por tanto, no sudara demasiado, tanto más cuanto que, evidentemente, no se iba a quitar el traje en los dos días más que para dormir.
- Vamos a darnos un paseíiiitooooo... - dijo el vecino, con ganas de conversación.
"Dios mío, me ha tocado el graciosillo del grupo", pensé. Como respuesta, solté un "sí, claro" y me temo que no pude evitar un deje displicente. Supongo que él debió pensar algo así como "Dios mío, me ha tocado el soso del grupo", cosa que no puedo reprocharle, porque con desconocidos no soy, ni mucho menos, la alegría de la huerta.
Puesto que estábamos todos, nos pusimos en marcha un poco antes de la hora, y yo giré la cabeza para ver cómo era la compañía.
De la agencia venían tres personas. Una era la que me había recibido, que era una guía de Vladímir; otra no sé bien qué función desempeñaba, porque apenas se levantó del asiento; el tercero era el conductor del autobús, Víktor, que resultó ser, y es una suerte, un tío prudente que conducía con mucha calma y que incluso se detenía en los pasos cebra de las carreteras principales (los hay, de verdad), para ceder el paso a los peatones.
Además de mi vecino el graciosillo, y de las dos momias que viajaban sin compañero de asiento, había dos matrimonios que también pasaban con creces de la esperanza de vida rusa; una madre con su hijo, sentados a mi izquierda; un joven matrimonio; un chico y una chica que iban juntos y parecían novios, pero resultó que no lo eran y que durmieron en habitaciones separadas. La chica, por cierto, era una muñequita y el chico parecía muy buena gente. Había una señora de treinta y tantos, dos parejas de marujas y, como para reducir la media de edad, dos chicas jóvenes. Una de ellas era delgada, rubia y de rasgos afilados; la otra morena, tonelete, de pelo corto y aspecto desgarbado. Casi todo el tiempo estaban cogidas de la mano o abrazadas. Vamos, que eran más tortis que un huevo batido pasado por la sartén.
Y así, en tan grata compañía, circulábamos por la carretera de Yaroslavl mientras la guía, fiel a su naturaleza de no callar ni debajo del agua, nos contaba detalles de su construcción y desarrollo, y de las personalidades que habían pasado por allí y que forzosamente eran legión.
Por fortuna, no encontramos grandes atascos a la salida, y no tardamos en aproximarnos a una de las ciudades que íbamos a encontrar en nuestro camino: Pereslavl-Zalessky.
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