Con ésta, y si las cuentas no me fallaban, eran diecisiete las veces que había aparecido por San Petersburgo. Había habido de todo. Al principio, mucho turismo y muchos invitados a los que acompañaba con gusto, porque siempre me quedaban cosas importantes por ver. Más adelante, las visitas turísticas fueron desapareciendo y dejando lugar a las de trabajo, eso sí, sin que faltara nunca un ratito para ver algún detalle que otras veces se había quedado pendiente, o simplemente para pasear por la ciudad, algo que, desde luego, resulta mucho más agradable que en Moscú.
Y allí estaba de nuevo, una vez más. En las otras ocasiones, la visita a San Petersburgo era una más y, al irme, ya fuera en tren o en avión, echaba una mirada a mi espalda, una mirada que era un "hasta la próxima", en espera del próximo paseo por la Nevsky, del callejeo por los barrios más céntricos o de la marcha alrededor de la isla de las Liebres, cruzando el Neva por esos puentes que, por la noche, se levantan y hacen una pausa en su función de unir las cuarenta y cuatro islas sobre las que se erige la ciudad.
Tras un día de trabajo, y al volver al hotel, levanté mi mirada al cielo y vi allí la imponente cúpula de San Isaac arrancando destellos del sol de septiembre.
"¿Y si...?"
Un pensamiento me hizo estremecer.
"¿Y si no vuelves más a San Petersburgo?"
Y así era, o al menos así podía ser. Las otras veces, más o menos, siempre había una relativa certeza de que la visita se repetiría. De repente, sentí que esa certeza, que tampoco era una garantía en las otras ocasiones, no existía en absoluto, y que la única certeza era que mi avión salía dos días despues con destino a Moscú y que nadie, nadie, nadie me había prometido que vería más veces los reflejos del sol del atardecer en la cúpula de San Isaac.
El día había sido físicamente exigente, y estaba cansado, pero me quedaban dos días ciertos en Píter. Subí a mi habitación, me cambié, tomé mi cámara, echando de menos no tener una mejor, y resolví tratar de atrapar lo que pudiera mientras las piernas me llevaran.
Desde la Malaya Morskaya, y a la vuelta de la esquina, vi el Almirantazgo, el edificio que se ve desde todos los cruces del centro, concebido como el centro desde el que surgen, como radios, las calles principales de la ciudad.
Y luego me dirigí al lugar de mi primera impresión de San Petersburgo. Tuve la fortuna de, en el lejano 1994, y desconociendo (ahora lo sé) donde estaba, pasar descuidadamente en Noches Blancas por la Bolshaya Morskaya, una calle curva, que al ir girando me permitió ver la siguiente imagen.
Ésta fue mi primera impresión de la plaza del Palacio (Dvortsovaya ploschad), y debí quedarme un buen rato con la boca abierta. Venía yo de cinco meses sin apenas salir de Moscú, una ciudad donde un espectáculo semejante es totalmente impensable. Digamos que fue ahí donde San Píter me ganó. A partir de ahí, todo lo demás vendría por añadidura.
En San Píter hay muchos paseos posibles, pero uno de los más recurrentes consiste en dar la vuelta al Ermitage y salir a la orilla del río, a la vista de la fortaleza de San Pedro y San Pablo, que, un día de mayo de 1703, fue el origen de la ciudad. Mientras avanzaba hacia el puente de la Trinidad, por el que pretendía acceder a la isla de las Liebres, se me iban agolpando imágenes de mis dieciséis visitas anteriores, de las compañías, buenas y no tanto, que había tenido en algunas de ellas y, en general, de las distintas aventuras que me habían sucedido en aquellos lugares. Dicen que partir es morir un poco, y dicen que cuando uno muere toda la vida de uno pasa delante de sus ojos en unos segundos. Si eso es así, efectivamente aquélla debía ser mi última visita a la ciudad, porque eso era precisamente lo que estaba pasando.
Y me acordé de todos con los que he estado cruzando el puente de la Trinidad en dirección a la isla de las Liebres. O del Maestro, al que le enseñé la ciudad a base de pateo y tentetieso, una primavera de 1997, saliendo de trabajar. O de las conversaciones filosóficas con Arkasha, sentados en un banco de la Nevsky, arreglando el mundo, algo más relajados tras un día lleno de tensiones a causa de un sujeto que me la tenía jurada, y también a él por extensión.
Y aquí estaba la isla de las Liebres, y en ella la estatua a tamaño natural del fundador de la ciudad, Pedro I, un chicarrón de más de dos metros. Dicen que era un pedazo de déspota y que San Petersburgo está edificada sobre los huesos de los siervos que murieron construyendo una ciudad fantástica sobre un cenagal insalubre como aquél; seguramente es cierto, pero ése es un reproche que también se puede hacer a bastantes otras ciudades (ahora mismo se me ocurre Magadán) y a la práctica totalidad de las obras públicas de enjundia realizadas por los presos políticos en el paraíso socialista. Y, al menos, de la construcción de San Petersburgo se podrá decir lo que sea, pero quedó bien.
Un poco más allá se alza la impresionante catedral de San Pedro y San Pablo, en cuyo interior están las tumbas de los emperadores rusos. Es una de las muchas atracciones turísticas de San Petersburgo, una ciudad que, dentro de lo que le permite la estrechez del régimen ruso de entrada en el país, tiende una mano al visitante extranjero y hasta se permite un ramalazo innovador de vez en cuando. Y así es como, junto a la puerta de la catedral, un letrero en ruso y en inglés anuncia que allí comienza un recorrido por quince lugares, llamado "países de Europa", en los que hay algo que se refiere a cada uno de ellos. La primera etapa era Bélgica; la última, España.
A mi derecha ondeaba la bandera de la flota mercante rusa, una especie de ikurriña sin verde.
Hay días en que uno no gana para escalofríos.
Poss nada, que tuvo k hacer un simpa jajaj, ya ves nano a kien se le okurre.
ResponderEliminarLo curioso fue kmo izo el simpa, yo no se si tuvo k hacer kosas mas raras para salir o s verdad lo del simpa, xro dice ke vacio la cartera de tarjetas, karnet y todo eso, la dejo encima de la mesa vacia y la funda del movil.
Pillo el movil y se fue a la puerta haciendo kmo k hablaba y na nano, ke se fue andando y dice k tuvo k kamuflarse entre la peña y encerrarse en el hotel un rato
kuentame kien t ela tnia jurada y porke
ResponderEliminarAlfor, para tu satisfacción te diré que no me apetecía ir a Moscú hasta que he leido esta descripción de Leningrado. Te felicito. No hagas caso a otros pesaos, y quédate con los fieles, Miguel y Esther. Saludos levantinos desde playa alicante donde he tenido dos horas de baño!!!
ResponderEliminarMe ha gustado este paseo por San Peter, una pena que tal vez no vuelvas, aunque creo que esta ciudad te gusta demasiado y, quizá, no tengas que volver por trabajo, pero tal vez lo hagas por placer....
ResponderEliminarBesitos
PD: mira que curiosa palabra de verificación: "Tomship" el barco de tom, podría traducirse, jajaja...
Bejemot, o kmo s scriba. Lo d hacer un simpa sta feo d kjons n kualkier sitio, y n Mosku no veas. Kmo l rekonozieran l iban a djar wapa del todo la karita, q aki no bromean.
ResponderEliminarM la tenia jurada un fulano por acerle trabajr dmasiado. Primero s qjaba d q no tenia bastante kurro y kuando l encontre algo q hacer dijo q era mucho y s qjo mas el muy warro.
Miguel, ¿Leningrado? ¡Eso era antes! Y, por votación popular, dejó de serlo. En marzo de 1992 los peterburgueses, sólo tres meses después del final de la URSS, dijeron en referéndum que se acabó el nombrecito antiguo. Y sin necesidad de hacerles votar las veces que hiciera falta, como han hecho con los irlandeses.
Date los baños que puedas y danos a los nórdicos toda la envidia que haga falta. Alicante forever.
Esther, bueno, nadie ha jurado todavía todavía que no vaya a volver. Pero podría ser, así que es lo que tocaba.