Esto de estar de rodríguez permite hacer cosillas que de ordinario no son posibles. Yo ya sé que el estereotipo de los rodríguez consiste en irse de farra por ahí aprovechando que nadie controla, o en zamparse todas las películas de vaqueros que ponen por la tele mientras se cena un bocata rápido, pero a mí no me programaron para ir de farra y en Rusia no pasan películas de vaqueros por la tele, así que el sábado por la mañana me levanté, eso sí, más tarde que de costumbre, y decidí tomar la bicicleta e irme de visita a la que fue mi residencia durante los años duros de los primeros noventa, a donde desde entonces no había vuelto. Lo más que había hecho había sido pasar cerca, camino del aeropuerto, y ver cómo había quedado la estatua de Thälmann.
Como buen ciclista, busco los momentos y lugares en que los coches estorben menos. Y pensé que hacia el mediodía apenas habría tránsito, pero no. En Moscú hay tránsito siempre. Además, Moscú tiene muy mala pata, porque entre ríos, canales y vías de tren, hay un montón de obstáculos que dividen a la ciudad en partes relativamente aisladas, y los puentes y túneles tienen unos sentidos del tráfico bastante mareantes. Al jaleo hubo que añadir que, inesperadamente para mí, el Zenit de San Petersburgo jugaba contra el Dinamo de Moscú, y que mi camino pasaba precisa e irremediablemente por delante del estadio, que estaba acordonado por la policía, el ejército y los omones (que son unos mastuerzos no demasiado amistosos equivalentes a los GEO españoles). Aquí, con el fútbol, no bromean. El partido era por la tarde, pero varias horas antes del mismo había un dispositivo de seguridad que más parecía que fueran a celebrar una cumbre del G-8. El caso es que fui esquivando aquello como pude y ya me vi en la zona que había sido teatro de mis operaciones.
Yo la recordaba gris y sucia, supongo que porque la primera impresión, que es la que se queda más grabada, había tenido lugar a finales de enero, casi sin luz natural, y con el desastroso alumbrado público de aquellos años. El sábado, sin embargo, hacía un día estupendo, soleado, con temporatura agradable, y todo estaba verde y florido.
De momento me dirigí a la que había sido mi casa, pero efectivamente hay cosas que han cambiado. Los vecinos han debido ponerse de acuerdo (y eso sí que es una novedad), y en este tiempo han cerrado a cal y canto la puerta de entrada al patio interior e instalado un telefonillo con combinación. Lástima, porque me hubiera gustado sacar una foto del elemento distintivo del patio interior, una estatua de un pionero partisano en actitud combativa que mis amigos, jocosamente, llamaban "monumento a los niños tirando piedras".
Me resultó chocante encontrarme allá delante, sin poder pasar. Después de todo, aquélla había sido mi casa durante año y medio, a la que había entrado sin el menor problema, y he aquí que la verja cerrada me recordaba que yo ya no pertenecía a aquel lugar.
La verdad es que la casa la recuerdo con cariño. No era la típica casa construida aprisa y corriendo en los años sesenta (las "jruschyovkas"), sino que se trataba de una construcción de calidad. Mi casera, una mujer encantadora, insistía en que la habían construido prisioneros de guerra alemanes. Y remarcaba lo de alemanes. Ya nos hemos ocupado de las complicadas relaciones entre rusos y alemanes. Los rusos, cierto, no son amigos de los alemanes, pero reconocen que lo que hacen los alemanes está bien hecho y lo ponen por las nubes. De hecho, Alemania es el primer exportador a Rusia desde hace mucho tiempo.
Di la vuelta por fuera y alcancé a ver el que fue mi balcón. Casi todos los vecinos habían optado por cerrarlo y ganar terreno, pero mi casera no lo había hecho, ni había cambiado las ventanas. Y yo creo que hizo bien. El piso, en aquel entonces, estaba impecable, a diferencia del de los vecinos de rellano, un nido de detritus que me obligó a no cejar nunca en la lucha contra todo tipo de insectos, y tampoco hubiera ganado mucho haciendo una obra innecesaria.
Con una sonrisa, me di la vuelta, pero, antes de volver a la que ahora es mi casa, decidí pasar por mi lugar de aprovisionamiento en aquellos difíciles años, en que lo difícil era, precisamente, el aprovisionamiento: el mercado Leningradsky.
Pero de eso ya escribiré mañana, que hoy ya le he dado bastante a la tecla.
Supongo que te vinieron a la cabeza un montón de recuerdos, ¿verdad, Alfito? Yo aún guardo tus cartas de aquel entonces, sobretodo la primera, con sus matasellos "especiales" ya sabes a los que me refiero. ¿Sabes? echo de menos recibir cartas, y creo que las tuyas son las que más echo de menos, mira que nos reíamos, ¿recuerdas el pique del final? "en este antro de perversion.. etc etc" jajajaja. Eso eran cartas, lo demás, tontería. Vale sí, estan los emails, pero convendrás conmigo que no es lo mismo. Ahora en mi buzón sólo hay recibos y facturas... Ya nadie envía cartas, que lástima.
ResponderEliminarBesitos
Esther, los emilios no son lo mismo vale, pero, jo, es que llegan enseguida y les puedes mandar el mismo a un montón de gente. Lo de escribir las cartas está bien para novios, padres, a los que les guste palpar el papel... pero, cuando se trata de enviar letras, el emilio le da cinco vueltas.
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