El fuego es un fenómeno bien conocido en Moscú. Napoleón, por ejemplo, lo tuvo que experimentar en sus carnes en el breve espacio de tiempo que ocupó la capital y los incendios, en una ciudad construida entonces casi totalmente de madera, se repitieron hasta el punto de convencerle de poner pies en polvorosa, con el resultado que todos conocemos.
Moscú, más adelante, fue reconstruida de manera más refractaria, utilizando materiales como la piedra, antes reservada exclusivamente a la nueva capital, San Petersburgo. Sin embargo, la cosa tenía truco, porque la madera ha seguido siendo un material de construcción fundamental en multitud de elementos de las edificaciones. Si a esto unimos la aparición de la energía eléctrica y el hecho de que las instalaciones eléctricas están hechas unos zorros y no han sido pensadas para soportar la enorme variedad de trastitos eléctricos que han aparecido en Rusia, en particular desde que la caída del comunismo abrió las fronteras, el resultado es que los coches de bomberos ululan a diario y que la normativa antiincendios, imposible de cumplir a rajatabla, es excusa para un montón de inspecciones absurdas. Digo absurdas porque su objeto no es tanto prevenir la aparición de incendios como que el inspector saque tajada de la visita haciendo la vista gorda a cambio de una retribución por parte del inspeccionado.
Y así, el otro día ardió el Dyagilev. El Dyagilev no era una discoteca cualquiera, no, señor. El Dyagirev era la quintaesencia de las discotecas, al menos para los que tuvieron la suerte (y los rublos) para acceder a ella. La inauguraron en 2006 un par de empresarios del mundillo, forrados hasta los ojos, que debían estar hartos de ir a discotecas en las que dejaban entrar a cualquier desharrapado sin clase, y decidieron crear un sitio realmente exclusivo. Para eso, pillaron un antiguo teatro situado en los jardines del Ermitage, prácticamente pared con pared con el Parizhkaya Zhizn (otro local que se las trae), y debieron montar allí la leche en bote, con fuegos artificiales (que yo oía desde mi casa, que no es que esté al lado, pero tampoco demasiado lejos), asistencia de modelos y la presencia estelar de lo más de lo más, como Abramovich y Projorov, dos de los mayores ricachones, no ya de Rusia, sino de todo el mundo mundial.
¿Cómo conseguían que no entrara allí gente inconveniente, como, sin ir más lejos, yo mismo? En primer lugar, poniendo unos precios... ¿cómo lo diría yo? disuasorios. Reservar una mesa, según las tarifas que hay divulgadas por ahí, costaba de quinientos dólares en adelante.
Pero imaginemos que yo hubiera tenido reales intenciones de ir por allí y, a base de ponerme a pan y agua varios meses, hubiera conseguido la suma necesaria para tomarme un zumo de manzana ¿Hubieran tenido que soportar mi presencia y mi vista los parroquianos del Dyagirev? La respuesta es no, porque para proteger a estos próceres del asalto de la plebe los dueños pusieron a toda una institución: Pasha Facecontrol.
No, no es su verdadero apellido, pero eso es lo menos. El chico se hizo famoso por no dejar pasar a nadie cuya apariencia le resultara mínimamente inadecuada, por mucho que hubiera pagado los quinientos pavos de la reserva (que luego no se devolvían, eso que quedara claro). No debe ser un tío simpático. De hecho, al día siguiente al incendio corría por la red el chiste de que los bomberos no pudieron llegar a tiempo a apagarlos porque Pasha Facecontrol no les había dejado pasar.
El otro día pasé por el lugar del siniestro por casualidad, porque, en realidad, iba a ver si la pista de patinaje que había enfrente ya estaba en uso. Allí estaban las paredes ennegrecidas del edificio y un montón de gente sacando cables pelados. Era de noche. Saqué la cámara y la puse en marcha.
- ¡Eh! ¡Eh! ¡No! ¿Qué hace?
Eso sonó a mi espalda. Me di la vuelta y vi a un tipo vestido de negro con el pelo al centímetro que salía de un cochazo aparcado allí mismo. En estos casos intento aparentar ignorancia, a ver qué pasa.
- What's the matter? - pregunté.
- ¡No! - respondió el otro.
- And why not? - volví a preguntar.
- ¡No! - repitió... mmm... elocuentemente, señalando con el dedo hacia su izquierda, que era de donde yo venía, en claro además de mandarme a freír espárragos.
Como vi que el horno no estaba para bollos, y a mi cámara la tengo en estima, me fui, pero por la derecha, por supuesto por no darle la razón, pero también porque era el camino de casa.
"Qué tíos. Quemado y todo, pero lo del "face control" permanece."
Ainsssssss Alfito Alfito, madre del amor hermoso... Pues no seé yo si intentaría ir a esa disco, aunque pudiera permitírmelo y supiera que me van a dejar entrar (un enchufe por ejemplo). No, no me gustan los sitios que son tan clasistas... Se quemó y me alegro, ea, siempre y cuando nadie saliera herido, claro.
ResponderEliminarPero que tipo, como se le ocurre decirte que no puedes hacer fotos si estabas en la calle, anda queee..... En fin, que con su pan se lo coma, total el curro se le ha acabado.. O no, porque eso suena a incendio provocado apostas.
Besitos
Estherita, nadie murió, pero sí que hubo algún herido, si bien no demasiado grave. En todo caso, digo yo que se podrá tener más o menos indiferencia porque se haya quemado el sitio ése, pero, tanto como para alegrarse...
ResponderEliminarY lo de los seguratas aquí es para una serie de entradas, pero eso ya ocurrirá otro día.