viernes, 10 de noviembre de 2023

La zona oscura

El período comprendido entre el cambio de hora del último fin de semana de octubre y el solsticio de invierno son los casi dos meses más depresivos del año, desde luego para un residente en el centro-norte de Europa. De repente, como por sorpresa, el día termina poco menos que tras la comida; para colmo de males, hace un frío cada vez más intenso y, al menos en Bruselas, llueve con frecuencia. Vale: siempre llueve con frecuencia, pero las lluvias de día parecen más alegres. Las lluvias nocturnas, sobre todo cuando uno no tiene más remedio que estar en la calle o se avecina el momento en que debe enfrentarse a ella, le hacen a uno sentirse como el profesor Frankenstein y Aigor desenterrando muertos.

Para compensar, los humanos recurrimos a cualquier cosa con el fin de olvidar que la primavera aún está lejos. En Valencia, como tampoco hace tan mal tiempo y el día es corto, pero no tanto, no es que haya mucho que compensar, pero en Bruselas sí. En este período, las actividades culturales se multiplican y todo tipo de ocio tiene lugar. El 11 de noviembre es un día festivo (también lo es, como en España, el día de Todos los Santos), lo cual invita a montar un puente. Para ese día, ya falta poco para el 6 de diciembre, San Nicolas, que es cuando se reparte chocolate a diestro y siniestro, y ya se sabe que el chocolate tiene un interesante efecto euforizante. Llegada esta fecha, aparecen los calendarios de Adviento. Uno podrá ser más o menos creyente, pero los calendarios de Adviento tienen chocolate, y eso sí que no se perdona.

No nos olvidemos de los mercadillos de Navidad, que en Bruselas incluyen el montaje de una pista de patinaje. No hace tanto frío como para que se hiele el agua, pero en los tiempos modernos eso no es óbice para montar una pista (incluso en Valencia se hace con hielo artificial a más de veinte grados, que yo lo he visto), sin necesidad de llegar a extremos moscovitas. Allí, por cierto, sí que había pistas de patinajes de lo más natural. El caso es que los mercadillos de Navidad contribuyen a distraer al personal y a elevar el ánimo comprando cositas y bebiendo vino caliente. No, yo tampoco sé cómo hay quien aprecia el vino caliente, pero no seré yo quien lo condene.

Y así, entre distracción y juerguecilla, llegamos al solsticio de invierno, el 21 de diciembre. Llega la Navidad, con una sucesión de fiestas, que quienes somos religiosos asociamos con el nacimiento de Nuestro Señor, y quienes no lo son no lo hacen y las asocian con un difuso sentimiento de felicidad, de obligación de estar contento y satisfecho, de ver a la familia, quien la tenga (y cada vez la van a tener menos) y de alegría de vivir. Supongo que quienes no celebran el nacimiento de Cristo pueden consolarse con que los días, de momento imperceptiblemente, empiezan a alargar, con lo que el período o zona oscura termina. Sigue haciendo un tiempo muy mejorable, pero por lo menos comienza a haber un poquito más de luz cada vez.

En Valencia no son necesarios tantos pretextos para llegar con cierta ilusión al solsticio de invierno. No hay mercadillos navideños, ni falta que hacen. Las máximas superan los veinte grados con relativa frecuencia y los días son soleados. Así que uno, que ha pasado unos días en Valencia con un clima tal que, la verdad, no sé cómo hay gente que vive en otro sitio, le toca volver a Bruselas, donde, según todos los testimonios que he ido recogiendo, hace un tiempo de perros. Y no de gos rater, que ésa es raza valenciana y no está hecha a destemplarse, sino de cualquier raza centroeuropea, de las que aceptan el tiempo desapacible como una costumbre más.

En fin, sea como fuere, toca abandonar estas tierras y volver a Bélgica, donde, además de un tiempo pésimo, me esperan aventuras que preferiría omitir, pero que no podré, porque uno no elige las cruces que debe cargar. Para bien que sea y, al menos, espero que no se me haga tarde. Como se me hará tarde hoy, a no ser que termine esta entrada inmediatamente.

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