viernes, 25 de agosto de 2023

Más tomate

El día 1 de mayo, lunes, que era el día previsto para el trasplante de las tomateras, fecha en que ya se podía esperar razonablemente que las temperaturas nocturnas fuesen lo bastante benignas como para no dañar las plantas, salió lluvioso.

"No pasa nada", pensé. "Para lo que pretendo hacer, no hay un día mejor que otro. Hasta el viernes, que me voy a España unos días, sin duda habrá algún momento en que escampe y pueda darle a la azada como es debido."

El martes a mediodía paró de llover. Decidí salir a entrenar por el bosque un rato y, acto seguido, ponerme con las tomateras. Entrené una hora escasa, volví al trabajo y, al acabar el mismo, volvían a caer chuzos de punta, así que decidí dejar el trasplante para el miércoles.

El miércoles, sin embargo, no paró de llover en todo el día. Yo sé que al español que lea esto le parecerá difícil de imaginar, pero hay países en que llueve incluso demasiado, y me temo que Bélgica es uno de ellos.

El jueves, víspera de mi partida, hizo exactamente el mismo tiempo que el miércoles, es decir, que no paró de llover en ningún momento.

El viernes por la mañana no tenía más remedio que trasplantar las tomateras sí o sí. Me levanté a las seis de la mañana, en la esperanza de que al menos hiciera buen tiempo, pero no lo hacía. Seguía lloviendo como los dos días anteriores, así que hice de tripas corazón, me puse el pantalón y la chaqueta impermeables, como si fuese a montar en bicicleta, saqué la azada de la caseta del jardín y comencé a hacer agujeros, a sacar las macetas, a dejar el piso hecho un desastre y a ponerme de barro hasta arriba. Jamás, en toda mi vida campesina, había tenido que trabajar bajo la lluvia. Es más, recuerdo que, siempre que llovía, nos alegrábamos un montón, y no sólo porque la lluvia es buena para el campo, al menos en España, sino porque automáticamente nos íbamos a casa a descansar. Está visto que Bélgica y su tiempo atmosférico tienen la capacidad de cambiar todos los esquemas de uno.

En fin, que, si hubiera sabido arameo, hubiera jurado en este idioma, pero, como no tengo ni idea del mismo, me dediqué a rezongar en mi lengua materna hasta que, mal que bien, hube concluido mi trabajo y las matas estuvieron plantadas, no sé si muy firmemente y, eso sí, regadas de manera natural.

Por alguna razón, no me las prometía muy felices, pero me tenía que ir a trabajar y, acto seguido, a España, así que no vería el resultado de mis esfuerzos (que no de mis sudores) hasta mi retorno de España, unos días después.

Y es que se me estaba haciendo tarde, más o menos como ahora.

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