jueves, 15 de julio de 2021

Los enanos crecen

Es un poco complicado describir mis impresiones de las últimas semanas. Ahora mismo, estoy en una ciudad como Madrid, en un pisito de dimensiones reducidas, con una joven, concretamente Ro, que ha dado positivo de COVID (esta vez de verdad) y está confinada en la habitación más grande del piso, y en el cuarto de baño más grande del mismo. El resto del piso consiste en un salón-cocina, todo en uno, una habitación por la que parece que ha pasado un huracán desordenándolo todo, y un aseo de menos de un metro cuadrado (y no exagero lo más mínimo) en la que una especie de milagro de diseño ha conseguido embutir una ducha, un inodoro (no siempre inodoro) y un lavamanos. Ese espacio lo compartimos un perro y yo. Como los perros no disfrutan de la política de anonimato de esta bitácora, vamos a llamar al perro por su nombre verdadero, Blos, aunque en un principio atendía por Bolo.

En general, los animales no me gustan. Alguno sí, pero frito o asado. Soporto los peces que tengo en Bruselas y que llegaron puestos con la casa, pero nunca pensé en tener un perro. Los más viejos del lugar habrán leído hace muuuucho tiempo que los únicos animales domésticos que autorizaba tradicionalmente son las moscas y las jirafas.

Pero, desde entonces, ha pasado la friolera de catorce años, en los cuales dos de mis tres vástagos (y mi santa, pero ésa es otra historia) se han ido de casa, y al tercero le quedan, si nada se tuerce, unos cuantos meses. Vamos, que las cosas se han complicado mucho, pero mucho mucho, y el resultado es que en la vida de Abi ha aparecido, entre otras cosas todavía menos agradables, un perro de unos veinte kilos. Se supone que ella tenía que hacerse cargo de todo lo referente al perro, pero, por una carambola de la historia, Abi está en Dinamarca, ese país donde algo huele a podrido, Ro está confinada en una habitación a pensión completa (y mi función consiste, precisamente, en garantizar que desayuno, comida, merienda y cena le lleguen puntualmente a la puerta de su habitación, así como en recoger los restos un rato más tarde), Ame ha emigrado a casa de mi suegra, y yo tengo un perro que es muy bueno, sí, pero quiere mimos a toda hora y se pasa el tiempo llorando porque echa de menos a su dueña.

Para más inri, se supone que estoy disfrutando de una semana de vacaciones, menos ayer, que trabajé a distancia (a distancia enorme, en este caso), y mi jefa se preguntaba qué estaba haciendo durante una videollamada que mantuvimos, mientras Blos me miraba con sus ojos intensamente marrones, reclamando sus mimos, y apoyaba sus patas delanteras sobre la silla desde la que trabajaba, mirando qué pasaba en esa pantalla tan interesante. Y pidiendo mimos, por si no lo había dicho.

Siempre pensé que las vacaciones estaban sobrevaloradas... A veces, se echa de menos el trabajo en régimen de rodríguez, o algo así, que me espera en Bruselas a partir del lunes que viene.

2 comentarios:

  1. Lo siento mucho. Espero que todo mejore, hombre.

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  2. Pues parece que no... pero gracias de todas formas por sus buenos deseos.

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