martes, 15 de junio de 2021

Hacia el nuevo Imperio del Centro

Juan IV se encontró, tras casarse con Jacoba de Baviera, como señor no sólo de sus estados patrimoniales de Brabante y Limburgo, sino como señor consorte de Henao, Holanda y Zelanda, lo cual empezaba a parecerse mucho a lo que terminarían siendo los Países Bajos. Pero ya hemos visto que lo de gobernar no se le acababa de dar muy bien a Juan IV, mientras que, por otro lado, teníamos al tío de su esposa Jacoba, que era obispo de Lieja y tenía pretensiones territoriales sobre los dominios de su sobrina.

Lieja es un caso especial dentro de los Países Bajos. Hoy forma parte pacífica de Bélgica, sector valón, pero durante siglos, hasta las guerras revolucionarias de finales del siglo XVIII, fue un principado independiente regido por su obispo, que era uno de los más poderosos señores de la zona. Como hemos visto, otros señoríos de la zona eran heredados, o transmitidos por matrimonio, y así se formaban entidades considerables como la que se estaba formando en torno a Brabante. El obispado de Lieja, lógicamente, estaba exento de estos tejemanejes territoriales, porque su obispo no podía casarse ni, por tanto, tener hijos legítimos, así que no es de extrañar que permaneciera incólume hasta 1795.

En el siglo XV los obispos no eran como los de ahora. En esta bitácora han salido muchos obispos, como monseñor Kondrusiewicz, arzobispo primero de Moscú y luego de Minsk, o el de Bruselas y Malinas, primero monseñor Léonard, y ahora monseñor De Kesel, además de toda la conferencia episcopal belga, entre la que podemos encontrar clérigos con los que uno podrá estar más o menos de acuerdo, o en frecuentísimo desacuerdo, como monseñor Bonny. Pero, en general, son buenas personas y no van por ahí degollando gente.

En el siglo XV, el obispo de Lieja era Juan, tercer hijo del duque de Baviera, elegido obispo con quince años. En 1408, sofocó una revuelta contra él con ayuda del duque de Borgoña, que era entonces Juan Sin Miedo, con todo éxito, dedicándose después a masacrar a todo rebelde con tanta determinación que se ganó el sobrenombre de monseñor Juan el Despiadado. Esta joya de obispo era el que se las tenía tiesas con Juan IV el Apocado y su mujer Jacoba.

Cuando su hermano mayor la palmó, dijo que ya estaba bien de mitras y renunció al obispado de Lieja, para regocijo de los habitantes del principado-obispado, que pasaron a estar regidos por monseñor Juan de Walenrode, que, éste sí, era más parecido a los obispos de hoy. Tenía 45 años, no quince, y era un señor que se había distinguido como diplomático papal ante la corte imperial, y era conocido por su buen carácter. Nada que ver con su antecesor.

Su antecesor, libre del voto de castidad, se casó con la duquesa de Luxemburgo (sí, la que había enviudado de Antonio de Borgoña) y se dedicó a guerrear contra su sobrina Jacoba para arrebatarle sus dominios. Juan IV, nuestro señor de Brabante, se suponía que debía defenderlos, como señor consorte, pero, claro, cuando te estás jugando los cuartos con Juan el Despiadado, igual hace falta bastante más energía de la que nuestro protagonista estaba en condiciones de aportar. Para colmo de males, Jacoba se enfadó y mandó a su primo y marido a tomar viento; de hecho, se piró a Inglaterra y allí se casó con el hermano del rey, el duque de Gloucester. Eso de casarse, pero sin que esté muy claro que no lo estés ya, está mal visto incluso hoy, con lo licenciosas que son ahora las costumbres, y no digamos en el siglo XV. Jacoba se puso a pedir la nulidad por consanguinidad, pues, como quedó dicho, ella y Juan IV eran primos hermanos, pero el Papa se hizo de rogar bastante. Al final, la mujer debía de ser todo un -mal- carácter y el que terminó pidiendo la nulidad por haber un matrimonio previo fue el duque de Gloucester, que además la obtuvo.

Con todos estos rebotes, resultó que el marido válido de Jacoba seguía siendo Juan IV. Juan el Despiadado se quedó con el gobierno de Holanda y Zelanda, y montó una corte de lo más molón, pero con ese sobrenombre igual muchos amigos no tenía. A finales de 1424, su mariscal de palacio, Jan Van Vliet, envenenó las hojas del libro de oraciones del duque. Ah, un consejo: no os chupéis ligeramente el dedo para pasar las páginas de los libros. Además de que es asqueroso, nunca se sabe quién puede haber puesto qué cosa en las páginas. Juan el Despiadado no siguió ese consejo y cayó enfermo; haciendo honor a su mote, todavía tuvo ocasión de hacer ejecutar a su mariscal, pero la palmó él mismo pocos días después de resultas del envenenamiento de su libro de oraciones. Para que luego digan que la oración no te comunica con Dios.

Como no tenían hijos, Holanda se la quedó su viuda, la duquesa de Luxemburgo; Henao no. Allí desembarcaron los ingleses e impusieron a Jacoba, que aún estaba casada (o algo así, según a quien preguntemos) con el duque de Gloucester.

En este follón brutal, Juan IV falleció en 1427, y le sucedió su hermano, porque hijos con Jacoba no tuvo. Su hermano Felipe, un tipo bastante belicoso, todo lo contrario que él, había participado en la mayor parte de las guerras de su tiempo, y estaba a punto de ir a Tierra Santa a pegarse con los sarracenos cuando le tocó convertirse en duque de Brabante y Limburgo. Para entonces ya tenía cinco hijos bastardos y pensó en sentar la cabeza, casarse... esas cosas que hace la gente cuando madura, a sus veintitrés años. Pero la palmó, también él, al poco tiempo, sin casarse y, por tanto, sin hijos legítimos.

Pues ya no quedaba ningún descendiente legítimo de los antiguos duques, como el añorado Juan III, para suceder en los ducados de Brabante y Limburgo, así que hubo que recurrir a parientes de los  últimos duques. Ha llegado el momento de hablar de los tipos que pusieron realmente a Bruselas en el mapa, nada de condes de Lovaina o de duques de tres al cuarto.

Señores, hay que descubrirse el que no lo esté, porque toca escribir de Felipe el Bueno.

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