jueves, 25 de marzo de 2021

Gente que pasó por aquí y por allá: Mariano Téllez-Girón

Aquí tenemos al segundo piernas que hizo carrera en Rusia, primero, y después en Bélgica. Tiene en común con Juan Van Halen, además de esas dos cosas, que también se batió el cobre contra los carlistas, pero en este caso el orden es diferente, porque en el caso de Van Halen primero pasó por el extranjero, antes de pelear en España, y en el caso de Mariano Téllez-Girón, duque de Osuna, primero se unió a uno de los ejércitos españoles que peleaban entre sí, y luego se marchó al extranjero a recorrer mundo.

A decir verdad, el XII duque de Osuna ya había pasado de refilón por estas pantallas, pero hace muchísimo tiempo, casi diría que en los albores de esta entretanto provecta bitácora. La verdad es que nuestro hombre era un segundón, pero de qué familia, tú: descendía de casi todo el mundo con posibles en España, y no sólo en España.

A los dieciocho años, con un mero titulillo de marqués que le dejaron sus ancestros mucho más titulados, se enroló en el ejército liberal y se pasó la guerra persiguiendo carlistas, normalmente sin alcanzarlos, porque ya se sabe que los carlistas, otra cosa no, pero movilidad, toda la que hiciera falta. En 1837, después de perseguir al mismo Carlos V hasta las Vascongadas (también sin alcanzarlo), ya quedó muy cansado y fue licenciado del ejército. Cuando se recuperó, comenzó a meterse en asuntos diplomáticos.

En 1844 murió su hermano mayor sin descendencia, y le tocó una infinidad de títulos nobiliarios, además de que el régimen liberal había dislocado los derechos de propiedad dividida del Antiguo Régimen y le tocó la plena propiedad de una barbaridad de tierras. Vamos, que estaba forrado hasta extremos inconcebibles. Y no sólo estaba forrado, sino que, a diferencia de sus antepasados, tenía ahora la capacidad de gastar lo que le viniera en gana de todos sus bienes: ya no había fideicomisos, ni mayorazgos, ni ninguna limitación a la libre transmisión de la propiedad. Gracias a los revolucionarios liberales, todo era suyo, y plenamente suyo.

Eso se notó en Rusia. En 1856, tras haber representado a doña Isabel (segunda) en algunos saraos de las monarquías europeas, se le mandó de embajador a San Petersburgo con motivo de la subida al trono de Alejandro II, un destino no demasiado fácil, habida cuenta de que el Imperio Ruso se había posicionado con Carlos V en la Guerra de los Siete Años. El duque de Osuna, sin embargo, consiguió una posición destacada en la corte del Zar gastando dinero de su propio bolsillo a diestro y siniestro, y los que hemos vivido en Rusia nos hacemos una idea de que, para destacar en Rusia por el dinero que gastas, hay que ser realmente un mago del derroche. En el caso de Osuna, ofreciendo banquetazos a todo San Petersburgo. Se dice que en uno hizo tirar a sus invitados la vajilla de oro al Nevá, para ahorrar el trabajo del fregoteo a sus sirvientes. Yo no sé qué palacio sería ése, pero sus invitados debieron ser unos expertos en el lanzamiento de disco, porque hay canales que están cerca de los palacios, pero el Nevá ya está a unos cuantos metros de cualquier edificio, al menos hoy. En todo caso, supongo que la vajilla sacaría de pobre, al menos por un tiempo, a más de un transeúnte, a no ser que lo descalabrara de un golpe, porque la vajilla sería de oro, vale, pero si te abre el cráneo da igual de lo que sea.

A base de gasto y dispendio, consiguió en relativamente poco tiempo que su embajada, que en principio era provisional, se transformase en permanente ante la corte imperial rusa. Ya vimos, aunque hace mucho tiempo, que a su subordinado Juan Valera, que sí era diplomático de carrera, no le acababa de hacer tilín su jefe e hizo lo posible porque dejara de serlo, cosa que logró en relativamente poco tiempo.

Después de doce años, en 1868, estalló otra revolución en España y allí terminó la embajada de Osuna, que presentó la dimisión al gobierno provisional. Para entonces, su fortuna estaba seriamente comprometida, por su increíble prodigalidad, y él parecía realmente incapaz de frenar su tren de vida, a  pesar de que sus administradores le advertían de que estaba en las últimas. Llegó a contratar como administrador a Bravo Murillo, que había sido un ministro que logró poner algo de sensatez en la hacienda española de doña Isabel, pero éste terminó dimitiendo como administrador de Osuna, incapaz de gobernar aquello. Para colmo de males, hacía poco tiempo que se había casado con una jovencita a la que más que doblaba la edad y que era también bastante manirrota.

La mayor parte del resto de su vida, hasta su fallecimiento en 1882, la pasó Osuna en Bélgica, con su mujer. La madre de Osuna, que falleció cuando él era muy pequeño, era hija del duque de Beaufort-Spontin, que había sido gobernador general de los Países Bajos austríacos, y él era dueño del castillo de Beauraing, que restauró completamente con dinero que ya no tenía, pero lo dejó niquelado, sin dejar él y su mujer de vivir a todo boato. Su esposa, una princesa alemana, María Leonor de Salm-Salm, acostumbraba a repartir monedas entre quienes encontraba en sus paseos en coche, y supongo que no sería calderilla miserable.

El duque de Osuna consiguió fallecer, en su palacio de Beauraing, sin recortar gastos, pero a su fallecimiento se descubrió el pastel. Todo lo que tenía estaba hipotecado, y ni así bastaba para pagar los gastos más esenciales. En un último alarde, su tumba era una filigrana con una lápida que enumeraba todos sus títulos, pero el escultor ya no pudo cobrar su trabajo, ni siquiera tras ir a juicio. Su esposa tuvo que ir vendiendo hasta los muebles de Beauraing, y fue en una de estas mudanzas, que se hacían también en la oscuridad, en que uno de los mozos que transportaban los muebles, y que se alumbraban con velas, provocó involuntariamente un incendió que dejó el palacio de Beauraing convertido en cenizas. Su herencia en España -no tuvo hijos- fue objeto de un sinfín de pleitos entre posibles herederos, y reales acreedores, que duraron muchos años y que terminaron con la división de los títulos de Osuna y con la transmisión de bastantes bienes a la Biblioteca Nacional o al Museo del Prado.

Hay bastantes estudios sobre la personalidad del duque de Osuna. Indudablemente, hay algo de enfermizo en una prodigalidad tan extravagante. El propio zar Alejandro II tuvo que reconocer que no podía competir con los banquetes y fiestas que daba Osuna; tenía un tren privado que unía San Petersburgo y Madrid, que utilizaba para todo tipo de ocurrencias (como enviar a alguien a comprar una corbata que le gustaba a París); quizá sea exagerado lo que se afirmaba de él que podía recorrer España sin salir de sus tierras, pero no lo era que podía viajar de San Petersburgo a Madrid pasando siempre la noche en una casa de su propiedad, cuyos sirvientes además tenían orden de tenerlo todo preparado por si llegaba.

Se especula con que tenía mucho que ver con esta actitud una inseguridad de fondo, derivada de lo temprano que se quedó huérfano, siendo el segundón de la familia. Probablemente ayudó que, contrariamente a lo que pasaba con sus antepasados, él podía disponer no sólo de sus rentas, ya de por sí enormes para la época, sino también de sus propiedades, que ya no eran "manos muertas", sino que podían ser enajenadas e hipotecadas y por las que recibió enormes créditos, incluso de sus propios administradores, a tipos de interés totalmente usurarios.

En todo caso, en esta entrada ha aparecido el nombre de un lugar, Beauraing, que unos años después se haría famoso, pero no por albergar las ruinas del otrora fastuoso palacio del duque de Osuna. Sin embargo, no es éste el momento de escribir sobre este particular, porque ahora se hace tarde. Ya habrá ocasión para ello.

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