El bosque de Soignes es un lugar de los que vale la pena visitar todo lo a menudo que se pueda. Es una continuación algo más agreste del bucólico Bois de la Cambre, donde los bruselenses de toda condición retozan como si no hubiera coronavirus en el mundo, pero que, como los bruselenses son (¿somos?) muy abundantes, a veces da una impresión de sobrepoblación que uno no va buscando cuando sale a pasear.
La Forêt de Soignes, que así se llama en la lengua vernácula más habitual en la zona por la que se extiende (en la otra es Zoniënwoud), se va alejando del centro de Bruselas y se introduce en la estrecha franja de Flandes que separa Bruselas de Valonia, para después invadir ésta y acabar por la zona de Waterloo, más allá de la autopista de circunvalación.
Precisamente esta autopista de circunvalación es uno de los obstáculos que corta el bosque y que impide el paso a su continuación; el otro es la vía de ferrocarril que atraviesa Boitsfort y que deja una buena franja de bosque únicamente accesible por medio de algunos túneles que se deslizan bajo las vías. Pero la parte principal del bosque es lo bastante grande para perderse sin grandes problemas, y las dos o tres carreteras que lo atraviesan no son obstáculo para ir de un sitio a otro y, a veces, no saber muy bien dónde se encuentra uno.
Y, muy cerca de una de ellas, trotando por uno de los múltiples senderos que cruzan el bosque en todas direcciones, se encuentra uno la curiosa estructura que aparece en la foto, y que recuerda a las construcciones megalíticas prehistóricas ¿Cromlech? ¿Dólmenes? ¿Stonehedge? No, no, Bruselas, y siglo XX, pero después de Cristo, no antes.
La construcción del conjunto obedece al empeño de un funcionario, Director General de Aguas y Bosques, que organizó una suscripción pública para alzar un monumento en memoria de los guardas forestales caídos durante la Primera Guerra Mundial. Cuando se habla de Primera Guerra Mundial, en casi toda Europa se le da una importancia relativa, porque en general la Segunda fue bastante más destructiva, pero Bélgica fue una excepción. En Bélgica, durante la Segunda Guerra Mundial, los alemanes se pasearon sin el menor problema y conquistaron el país en un pispás, además de que encontraron una masa de colaboracionistas que les hicieron la vida bastante fácil. La Primera fue otra cosa, el ejército belga consiguió resistir en una parte -pequeña, pero parte- del país, al mando del rey Alberto I, y las bajas de ambos bandos fueron numerosísimas.
Así que se sacó pasta para hacer un homenaje a los forestales caídos, y se confió la construcción del monumento a Richard Viandier, un artista de la Escuela de Tervuren, caracterizada por sus obras paisajísticas y con un punto romántico. En 1919, el romanticismo estaba totalmente pasado de moda, y los paisajes tampoco eran precisamente el último grito en tendencia artística. Viandier, de hecho, es un artista de otra época, y eso que no falleció hasta 1949, a los noventa años. Se inspiró, bastante claramente, en los pueblos célticos del Neolítico y montó un conjunto de once menhires (no sé si se los encargaría a Obélix) que rodean un trilito y en cada uno de los que se grabó el nombre de un forestal y su localidad de nacimiento. Sí, durante la Gran Guerra cayeron exactamente once forestales. El 30 de mayo 1920 (la construcción del monumento no fue enormemente complicada) se inauguró el monumento y Viandier fue nombrado Caballero de la Orden de Leopoldo.
El centenario de la inauguración fue hace unos días, pero no está en este tiempo el horno para bollos y para jolgorios varios, así que la única celebración que me consta es la que estoy realizando con esta entrada. Un hurra, pues, por este bonito monumento, del que se podrán decir muchas cosas, pero desde luego no que no esté integrado en el paisaje. Sólo falta un druida, tú.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
jueves, 25 de junio de 2020
martes, 23 de junio de 2020
Duques de Brabante
Como ya dijimos, el enchufe de Godofredo III con el emperador dio sus frutos, y en 1183 su hijo se vio favorecido con el título de duque (Herzog, en alemán). Como era propio de la época, se pasó buena parte de su vida dándose de tortas por los alrededores de sus amplios dominios, pero también por Tierra Santa, donde estuvo un par de años conduciendo una expedición que llegó a conquistar Sidón. No es de extrañar que se le apodara el Valiente.
En 1235, cuando murió, curiosamente de muerte natural, no de heridas de ninguna guerra, le sucedió su hijo Enrique II, que fue bastante menos peleón que su padre y se dedicó a administrar sus tierras y en dejarse de excesivas querellas. La verdad es que eran otros tiempos, en los que no diría yo que la infancia de nuestro Enrique II fuera muy afortunada. Su padre lo debía tener más o menos como moneda de cambio, y así, nada más nació, en 1207, ya le buscó novia. Qué digo novia, le buscó prometida, en la persona de una niña de seis años, María de Hohenstaufen, hija de Felipe de Suavia, rey de romanos y uno de los candidatos a convertirse en emperador, como hijo de Federico Barbarroja que era. Hasta que pudieron casarse, Enrique I estuvo dando a su hijo como rehén a sus distintos adversarios, así que igual no pasaron mucho tiempo juntos.
Finalmente, Enrique y María se casaron en 1215. La novia tenía catorce años, pero es que el novio tenía ocho, justito el uso de razón; ahora bien, lo de la capacidad reproductora como que todavía le venía escasa. Sea como fuere, tuvieron bastantes hijos, la primera niña ya en 1224, a los diecisiete años de él, que ya tiene un pasar. Pero, en 1235, muy poco antes de convertirse en duque de Brabante, Enrique II se quedó viudo. A los 28 años, aunque fueran los de entonces, uno todavía tiene bríos, así que se casó, en 1240, con Sofía de Turingia, un pibón de dieciséis años, con un potencial hereditario muy grande y un tío muy ambicioso que le quería levantar el marquesado de Turingia que le correspondía. Y, por cierto, hija de una santa, Santa Isabel de Hungría. La imagen de ahí arriba se supone que representa su boda.
En 1248 falleció Enrique II, dejando bastantes hijos de su primer matrimonio, uno de los cuales, Enrique III, le sucedió en el ducado de Brabante, mientras su viuda se dedicaba a pelearse con su tío por la herencia que le iba a dejar al hijo varón que tuvo con Enrique II y que también se llamaba Enrique. Se ve que en el Brabante de esta época los padres tenían serios problemas con la originalidad a la hora de poner nombres a los hijos.
Pero las guerras por el control de Turingia son otra historia, y no tienen nada que ver con Bruselas y sus mandamases. Así que volvamos a Enrique III, que se convirtió en duque de Brabante en 1248. Un tipo interesante, este Enrique III, que gobernó el ducado de Brabante hasta que murió en 1261 y que le tocó lidiar con el principio de uno de los períodos más confusos de la Edad Media: el Gran Interregno que se produjo en el Sacro Imperio a partir de 1250, con la muerte del emperador Federico II, y que no se resolvió hasta 1274.
Pero eso, seguramente, será cuestión de la siguiente entrada de esta serie, que parecía que no iba a ser nada del otro mundo, y ya va durando la cosa, ya...
En 1235, cuando murió, curiosamente de muerte natural, no de heridas de ninguna guerra, le sucedió su hijo Enrique II, que fue bastante menos peleón que su padre y se dedicó a administrar sus tierras y en dejarse de excesivas querellas. La verdad es que eran otros tiempos, en los que no diría yo que la infancia de nuestro Enrique II fuera muy afortunada. Su padre lo debía tener más o menos como moneda de cambio, y así, nada más nació, en 1207, ya le buscó novia. Qué digo novia, le buscó prometida, en la persona de una niña de seis años, María de Hohenstaufen, hija de Felipe de Suavia, rey de romanos y uno de los candidatos a convertirse en emperador, como hijo de Federico Barbarroja que era. Hasta que pudieron casarse, Enrique I estuvo dando a su hijo como rehén a sus distintos adversarios, así que igual no pasaron mucho tiempo juntos.
Finalmente, Enrique y María se casaron en 1215. La novia tenía catorce años, pero es que el novio tenía ocho, justito el uso de razón; ahora bien, lo de la capacidad reproductora como que todavía le venía escasa. Sea como fuere, tuvieron bastantes hijos, la primera niña ya en 1224, a los diecisiete años de él, que ya tiene un pasar. Pero, en 1235, muy poco antes de convertirse en duque de Brabante, Enrique II se quedó viudo. A los 28 años, aunque fueran los de entonces, uno todavía tiene bríos, así que se casó, en 1240, con Sofía de Turingia, un pibón de dieciséis años, con un potencial hereditario muy grande y un tío muy ambicioso que le quería levantar el marquesado de Turingia que le correspondía. Y, por cierto, hija de una santa, Santa Isabel de Hungría. La imagen de ahí arriba se supone que representa su boda.
En 1248 falleció Enrique II, dejando bastantes hijos de su primer matrimonio, uno de los cuales, Enrique III, le sucedió en el ducado de Brabante, mientras su viuda se dedicaba a pelearse con su tío por la herencia que le iba a dejar al hijo varón que tuvo con Enrique II y que también se llamaba Enrique. Se ve que en el Brabante de esta época los padres tenían serios problemas con la originalidad a la hora de poner nombres a los hijos.
Pero las guerras por el control de Turingia son otra historia, y no tienen nada que ver con Bruselas y sus mandamases. Así que volvamos a Enrique III, que se convirtió en duque de Brabante en 1248. Un tipo interesante, este Enrique III, que gobernó el ducado de Brabante hasta que murió en 1261 y que le tocó lidiar con el principio de uno de los períodos más confusos de la Edad Media: el Gran Interregno que se produjo en el Sacro Imperio a partir de 1250, con la muerte del emperador Federico II, y que no se resolvió hasta 1274.
Pero eso, seguramente, será cuestión de la siguiente entrada de esta serie, que parecía que no iba a ser nada del otro mundo, y ya va durando la cosa, ya...
sábado, 20 de junio de 2020
Caminando
El coronavirus ha tenido un impacto enorme en mis rutinas. Si mi trabajo, de por sí, ya era sedentario, al menos tenía como contrapunto los trayectos de ida y vuelta entre mi oficina y mi vivienda, que únicamente he realizado en coche de manera excepcional, porque lo normal ha venido siendo recorrer los cinco kilómetros que separan ambos destinos en bicicleta o caminando, lo cual no es mala contribución a la hora de mantener cierta actividad física.
Pero hete aquí que el confinamiento trajo consigo el cierre de hecho de la oficina y, forzosamente, el teletrabajo. De entrada, no tengo motivos de queja: no he sido víctima de ningún ERTE y, por si fuera poco, mi casa es espaciosa y he tenido la ocasión de adaptar un espacio como oficina en casa, razonablemente separado del resto de la vivienda y bien equipado, a base de retales que teníamos arrinconados o en desuso. De hecho, el otro día tuve que ir a trabajar en "presencial", ahora que ya se va abriendo la mano, y me encontré incluso incómodo. Si no fuera por la impresora casi industrial y por la conexión de Internet, que es una historia aparte y de la que ya habrá ocasión de escribir, y donde la oficina mejora claramente las condiciones de mi casa, yo diría que mi casa supera a la oficina en todos los frentes.
Eso sí, pasarse todo el día sin salir a la calle no es bueno, y había días en que no se encontraba ningún motivo para hacerlo, así que he ido adoptando la costumbre de salir a rodar en bicicleta tras la jornada laboral, ahora que los días son largos y en general ha estado haciendo buen tiempo. Incluso me volví a sentir ciclista, por primera vez desde los tiempos en que recorría las dos riberas del Júcar y buena parte de las comarcas aledañas, el día que fui a curiosear a la "Casa de la República Catalana" de Waterloo (ya escribiré de eso) y, entre paseo de ida y paseo de vuelta, con sus correspondientes rompepiernas, terminé rozando cuarenta kilómetros de rodaje. Una ridiculez comparado con tiempos más felices, sí, pero tampoco está nada mal.
Sin embargo, no tardé en comenzar también a dar paseos a mi hora favorita, poco antes del anochecer, que en valenciano se dice de manera entrañable a poqueta nit. Y descubrí con cierto asombro que no conocía mi barrio sino muy superficialmente, y que era capaz de perderme a unos pocos cientos de metros de mi casa. Y, por si fuera poco, descubrí también que los alrededores de mi domicilio, pongamos a tres o cuatro kilómetros en derredor, que es una distancia perfectamente caminable, son una preciosidad.
Los primeros días no pasé de cuatro kilómetros, mientras la luz crepuscular se iba haciendo más y más tenue, pero me he ido animando y ya paso de los siete de vez en cuando. Se duerme mejor, por lo menos, pero también se familiariza uno con caminos y vericuetos de lo más pintoresco, en esta zona meridional de la región de Bruselas que pasa por ser una zona residencial, y lo es, pero por el mismo motivo tiende a pasar desapercibida para el visitante o el turista, que, si pasa por aquí, lo más que hace es silbar con admiración mientras contempla los casoplones que se alzan a sus costados, mientras omite que hay más cosas que admirar de las que parece a primera vista.
Lo cual es una idea para hacer una serie sobre sitios interesantes del entorno inmediato en que vivo, y que ahora conozco un poco mejor. El que haya visto mi Twitter últimamente ya se estará dando cuenta, y eso que allí no hay ni la mitad de lo que podría haber. Seguramente lo iré alternando con la serie histórica sobre gobernantes de estos pagos.
Pero eso será en otra ocasión, claro... por lo de siempre, que se hace tarde y me llaman para cenar.
Pero hete aquí que el confinamiento trajo consigo el cierre de hecho de la oficina y, forzosamente, el teletrabajo. De entrada, no tengo motivos de queja: no he sido víctima de ningún ERTE y, por si fuera poco, mi casa es espaciosa y he tenido la ocasión de adaptar un espacio como oficina en casa, razonablemente separado del resto de la vivienda y bien equipado, a base de retales que teníamos arrinconados o en desuso. De hecho, el otro día tuve que ir a trabajar en "presencial", ahora que ya se va abriendo la mano, y me encontré incluso incómodo. Si no fuera por la impresora casi industrial y por la conexión de Internet, que es una historia aparte y de la que ya habrá ocasión de escribir, y donde la oficina mejora claramente las condiciones de mi casa, yo diría que mi casa supera a la oficina en todos los frentes.
Eso sí, pasarse todo el día sin salir a la calle no es bueno, y había días en que no se encontraba ningún motivo para hacerlo, así que he ido adoptando la costumbre de salir a rodar en bicicleta tras la jornada laboral, ahora que los días son largos y en general ha estado haciendo buen tiempo. Incluso me volví a sentir ciclista, por primera vez desde los tiempos en que recorría las dos riberas del Júcar y buena parte de las comarcas aledañas, el día que fui a curiosear a la "Casa de la República Catalana" de Waterloo (ya escribiré de eso) y, entre paseo de ida y paseo de vuelta, con sus correspondientes rompepiernas, terminé rozando cuarenta kilómetros de rodaje. Una ridiculez comparado con tiempos más felices, sí, pero tampoco está nada mal.
Sin embargo, no tardé en comenzar también a dar paseos a mi hora favorita, poco antes del anochecer, que en valenciano se dice de manera entrañable a poqueta nit. Y descubrí con cierto asombro que no conocía mi barrio sino muy superficialmente, y que era capaz de perderme a unos pocos cientos de metros de mi casa. Y, por si fuera poco, descubrí también que los alrededores de mi domicilio, pongamos a tres o cuatro kilómetros en derredor, que es una distancia perfectamente caminable, son una preciosidad.
Los primeros días no pasé de cuatro kilómetros, mientras la luz crepuscular se iba haciendo más y más tenue, pero me he ido animando y ya paso de los siete de vez en cuando. Se duerme mejor, por lo menos, pero también se familiariza uno con caminos y vericuetos de lo más pintoresco, en esta zona meridional de la región de Bruselas que pasa por ser una zona residencial, y lo es, pero por el mismo motivo tiende a pasar desapercibida para el visitante o el turista, que, si pasa por aquí, lo más que hace es silbar con admiración mientras contempla los casoplones que se alzan a sus costados, mientras omite que hay más cosas que admirar de las que parece a primera vista.
Lo cual es una idea para hacer una serie sobre sitios interesantes del entorno inmediato en que vivo, y que ahora conozco un poco mejor. El que haya visto mi Twitter últimamente ya se estará dando cuenta, y eso que allí no hay ni la mitad de lo que podría haber. Seguramente lo iré alternando con la serie histórica sobre gobernantes de estos pagos.
Pero eso será en otra ocasión, claro... por lo de siempre, que se hace tarde y me llaman para cenar.
sábado, 6 de junio de 2020
Igual me he pasado
Y no sería la primera vez.
A lo mejor he sido un pelín exagerado a la hora de poner verdes a los obispos belgas. Es verdad que alguno, más valón que flamenco, pero esto era de esperar, ha sido razonablemente beligerante. También es verdad que en Pentecostés pude confesarme (en un sitio), comulgar (en otro), y oír misa (por Internet, vale, qué remedio), y eso calma bastante las cosas.
El caso es que el confinamiento eclesiástico terminará, según todos los indicios, el próximo lunes, 8 de junio, y se permitirán las eucaristías públicas con asistencia de un máximo de cien personas. En un país normal, ello obligaría a celebrar más misas para cobijar a quienes no puedan caber. Está por ver si Bélgica es un país normal, pero espero cerciorarme dentro de unos días.
Entretanto, si me he pasado, me disculpo.
A lo mejor he sido un pelín exagerado a la hora de poner verdes a los obispos belgas. Es verdad que alguno, más valón que flamenco, pero esto era de esperar, ha sido razonablemente beligerante. También es verdad que en Pentecostés pude confesarme (en un sitio), comulgar (en otro), y oír misa (por Internet, vale, qué remedio), y eso calma bastante las cosas.
El caso es que el confinamiento eclesiástico terminará, según todos los indicios, el próximo lunes, 8 de junio, y se permitirán las eucaristías públicas con asistencia de un máximo de cien personas. En un país normal, ello obligaría a celebrar más misas para cobijar a quienes no puedan caber. Está por ver si Bélgica es un país normal, pero espero cerciorarme dentro de unos días.
Entretanto, si me he pasado, me disculpo.
viernes, 5 de junio de 2020
Los gobernantes de Bruselas reciben un ascenso
Hasta ahora, los mandamases de Bruselas que hemos visto han sido pipiolos de -relativa- poca monta, reducidos a una esquinita del Sacro Imperio y con una actitud de matones feudales que es lo único que les salvaba de la invisibilidad más absoluta.
Pero esto va a cambiar bien pronto.
Nos habíamos quedado embobados mirando el mapa de la zona. Bueno, al menos me quedé embobado yo, cosa que me pasa casi cada vez que me acerco a un mapa. Antes de eso, vimos que Godofredo II había fallecido en 1142, tras únicamente tres años de gobierno, siendo sucedido por su hijo, Godofredo III, que tenía a la sazón la tierna edad de dos años. Dos años, tú. Era lo que esperaban todos los enemigos que se habían granjeado con el tiempo los condes de Lovaina para devolverles los tortazos que llevaban décadas dándose. Se levantaron prácticamente todos y, si no se acabó allí lo que se daba, fue por la intervención del emperador Conrado III, que era el cuñado de la madre de Godofredo y consiguió poner paz.
Eso no duró mucho. En 1148, tras la caída de Edesa, se predica la Segunda Cruzada. Recordemos que la primera había sido un éxito y había culminado con la toma de Jerusalén, ahí es nada. Digamos que, por la zona que nos ocupa, tomar la cruz empezó a ser visto como algo bastante prestigioso, así que el que partió hacia Tierra Santa fue el emperador Conrado en persona. A falta de perro guardián, los nobles revoltosos de la Lorena siguieron a lo suyo, aprovechando también que nuestro Godofredo apenas había hecho la Primera Comunión y tuvo que esconderse antes de que lo hicieran desaparecer convenientemente.
Entretanto, la Segunda Cruzada fue un fracaso sin paliativos y Conrado III volvió con el rabo entre piernas y probablemente con la salud bastante perjudicada, con lo que no es de extrañar que no sobreviviera mucho a su retorno. Le sucedió su sobrino, Federico Barbarroja, un tipo de treinta años que no se andaba con chiquitas y que pacificó la Lorena y el Brabante sin muchos miramientos.
A partir de ahí, nuestro Godofredo, que ya era un adolescente hecho y derecho, se dedicó a casarse con Margarita de Limburgo, un excelente partido que le vino de perlas, y luego, cuando enviudó, con la hija de Luis de Looz, un noble que encabezaba la clasificación de la liga de nobles revoltosos del imperio y que había fallecido diez años antes dejando a su hija una dote considerable. El hecho es que Godofredo se había construido un capitalito, por ser suave.
En esto, llegó la llamada a la Tercera Cruzada, que se ha hecho con el tiempo la más famosa de todas porque ha salido bastante en el cine, indudablemente porque creo que es la única en la que participó un rey de Inglaterra, el conocido como Ricardo "Corazón de León". En las películas y en las novelas de Walter Scott es el que lleva la voz cantante con su "amigo" Saladino, pero lo cierto es que en la cruzada participó gente de mucho peso, como el rey de Francia, Felipe Augusto, o el emperador de Occidente, el ya mencionado Federico Barbarroja. Bueno, pues estos próceres fueron acompañados de un buen puñado de nobles, entre los que estaba el cuñado de Godofredo III, Gerardo de Looz (que no volvería vivo). Godofredo III ya había estado por allí entre 1182 y 1184, intentando defender aquello, y no se apuntó a la cruzada de los reyes.
En la plaza real de Bruselas hay una estatua dedicada a Godofredo de Bouillon, participante de la Primera Cruzada y mente pensante (y actuante) de la toma de Jerusalén de 1099, como si el tal Godofredo hubiera tenido algo que ver con Bruselas, que seguramente ni siquiera visitó jamás. En realidad, el primer gobernante de Bruselas que se planteó algo relacionado con la cruzada fue este Godofredo III, y la cosa, como es bien sabido, fue un éxito a medias. Jerusalén cayó en 1187 en manos de Saladino, y fue para quedarse. Federico Barbarroja murió ahogado, porque a quién se le ocurre cruzar ríos con los pedazos de armaduras medievales que se gastaban estos chicos; Felipe Augusto de Francia se las piró a mitad de la cruzada y se dedicó a guindarle al Rey de Inglaterra sus dominios continentales, y Ricardo Corazón de León, no está claro si de muy buena gana, por mucho que diga Hollywood, consiguió conquistar una serie de ciudades costeras, pero no Jerusalén, y se volvió a Europa a tener unas palabras con Felipe Augusto y, sobre todo, con su hermano Juan Sin Tierra, que andaba buscando la manera de usurparle el reino. El Reino de Jerusalén ya no tendría Jerusalén entre sus dominios (bueno, con una excepción bastante breve).
Godofredo III murió en 1190 y dejó sus dominios, que había engordado bastante, a su hijo Enrique, que no se quedaría sólo con el título de conde de Lovaina y señor de Bruselas, sino que se convirtió en duque de Brabante. Es lo que tiene que tu familia se lleve bien con el emperador. Como era duque, fundó una ciudad en una zona bastante boscosa que, lógicamente, se llamó Bolduque en castellano, Bois-le-Duc en francés y 's Hertogenbosch en neerlandés. Pero de ésa ya hemos escrito.
Así que ya tenemos a los señores de Bruselas convertidos en la flor y nata del Sacro Imperio. Y en la siguiente entrada seguiremos escudriñando cómo les fue.
Pero esto va a cambiar bien pronto.
Nos habíamos quedado embobados mirando el mapa de la zona. Bueno, al menos me quedé embobado yo, cosa que me pasa casi cada vez que me acerco a un mapa. Antes de eso, vimos que Godofredo II había fallecido en 1142, tras únicamente tres años de gobierno, siendo sucedido por su hijo, Godofredo III, que tenía a la sazón la tierna edad de dos años. Dos años, tú. Era lo que esperaban todos los enemigos que se habían granjeado con el tiempo los condes de Lovaina para devolverles los tortazos que llevaban décadas dándose. Se levantaron prácticamente todos y, si no se acabó allí lo que se daba, fue por la intervención del emperador Conrado III, que era el cuñado de la madre de Godofredo y consiguió poner paz.
Eso no duró mucho. En 1148, tras la caída de Edesa, se predica la Segunda Cruzada. Recordemos que la primera había sido un éxito y había culminado con la toma de Jerusalén, ahí es nada. Digamos que, por la zona que nos ocupa, tomar la cruz empezó a ser visto como algo bastante prestigioso, así que el que partió hacia Tierra Santa fue el emperador Conrado en persona. A falta de perro guardián, los nobles revoltosos de la Lorena siguieron a lo suyo, aprovechando también que nuestro Godofredo apenas había hecho la Primera Comunión y tuvo que esconderse antes de que lo hicieran desaparecer convenientemente.
Entretanto, la Segunda Cruzada fue un fracaso sin paliativos y Conrado III volvió con el rabo entre piernas y probablemente con la salud bastante perjudicada, con lo que no es de extrañar que no sobreviviera mucho a su retorno. Le sucedió su sobrino, Federico Barbarroja, un tipo de treinta años que no se andaba con chiquitas y que pacificó la Lorena y el Brabante sin muchos miramientos.
A partir de ahí, nuestro Godofredo, que ya era un adolescente hecho y derecho, se dedicó a casarse con Margarita de Limburgo, un excelente partido que le vino de perlas, y luego, cuando enviudó, con la hija de Luis de Looz, un noble que encabezaba la clasificación de la liga de nobles revoltosos del imperio y que había fallecido diez años antes dejando a su hija una dote considerable. El hecho es que Godofredo se había construido un capitalito, por ser suave.
En esto, llegó la llamada a la Tercera Cruzada, que se ha hecho con el tiempo la más famosa de todas porque ha salido bastante en el cine, indudablemente porque creo que es la única en la que participó un rey de Inglaterra, el conocido como Ricardo "Corazón de León". En las películas y en las novelas de Walter Scott es el que lleva la voz cantante con su "amigo" Saladino, pero lo cierto es que en la cruzada participó gente de mucho peso, como el rey de Francia, Felipe Augusto, o el emperador de Occidente, el ya mencionado Federico Barbarroja. Bueno, pues estos próceres fueron acompañados de un buen puñado de nobles, entre los que estaba el cuñado de Godofredo III, Gerardo de Looz (que no volvería vivo). Godofredo III ya había estado por allí entre 1182 y 1184, intentando defender aquello, y no se apuntó a la cruzada de los reyes.
En la plaza real de Bruselas hay una estatua dedicada a Godofredo de Bouillon, participante de la Primera Cruzada y mente pensante (y actuante) de la toma de Jerusalén de 1099, como si el tal Godofredo hubiera tenido algo que ver con Bruselas, que seguramente ni siquiera visitó jamás. En realidad, el primer gobernante de Bruselas que se planteó algo relacionado con la cruzada fue este Godofredo III, y la cosa, como es bien sabido, fue un éxito a medias. Jerusalén cayó en 1187 en manos de Saladino, y fue para quedarse. Federico Barbarroja murió ahogado, porque a quién se le ocurre cruzar ríos con los pedazos de armaduras medievales que se gastaban estos chicos; Felipe Augusto de Francia se las piró a mitad de la cruzada y se dedicó a guindarle al Rey de Inglaterra sus dominios continentales, y Ricardo Corazón de León, no está claro si de muy buena gana, por mucho que diga Hollywood, consiguió conquistar una serie de ciudades costeras, pero no Jerusalén, y se volvió a Europa a tener unas palabras con Felipe Augusto y, sobre todo, con su hermano Juan Sin Tierra, que andaba buscando la manera de usurparle el reino. El Reino de Jerusalén ya no tendría Jerusalén entre sus dominios (bueno, con una excepción bastante breve).
Godofredo III murió en 1190 y dejó sus dominios, que había engordado bastante, a su hijo Enrique, que no se quedaría sólo con el título de conde de Lovaina y señor de Bruselas, sino que se convirtió en duque de Brabante. Es lo que tiene que tu familia se lleve bien con el emperador. Como era duque, fundó una ciudad en una zona bastante boscosa que, lógicamente, se llamó Bolduque en castellano, Bois-le-Duc en francés y 's Hertogenbosch en neerlandés. Pero de ésa ya hemos escrito.
Así que ya tenemos a los señores de Bruselas convertidos en la flor y nata del Sacro Imperio. Y en la siguiente entrada seguiremos escudriñando cómo les fue.