El retorno a Bruselas después de unas semanas de vacaciones tiene algo de amargo. Debe ser parte de la naturaleza del ser humano estar insatisfecho con lo que tiene. En España hace mucho calor, vale; si tenemos que creer a los meteorólogos y a los partidarios del cambio climático, cada vez hace más. Sea. Pero uno llega a Bruselas y, tras un par de días de engaño y bonanza, cae el mercurio a plomo y, de dormir con sábana, pasa uno en materia de horas a levantarse por la noche y buscar esa manta que guardó pocas semanas antes, pero que parecen años.
Y no nos paramos con la manta, no; al día siguiente, las temperaturas siguen cayendo, y uno se pone a buscar el edredón, y así y todo no las tiene todas consigo. Eso por no hablar de las llamaditas a España:
- ¿Qué tal estáis?
- Huuuy... achicharrados, ¡hace un calor! A veinticinco grados estamos.
- Qué suerte... nosotros hemos bajado a siete esta noche.
- ¡Pero eso es magnífico! ¡Ya me gustaría que hiciera siete grados por aquí!
Yo supongo que lo dicen sinceramente, pero no puedo evitar pensar en que, con veinticinco grados, uno va en camiseta y pantalón corto, y la mar de ligero; mientras que aquí tengo que llevar camiseta interior, los pantalones cortos no son sino un recuerdo, y ya voy mirando los jerséis de reojo. Y pienso que mis interlocutores no saben lo que dicen.
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