lunes, 6 de mayo de 2019

La semana más larga (X): Primeras horas de orfandad

La actividad en las horas siguientes fue bastante intensa. El funeral y el entierro iban a tener lugar al día siguiente en Benicountrí, como estaba mandado. Mi familia se iba a desplazar también al día siguiente, pero sin tiempo para ir al funeral, y algún amigo que se interesó no tenía tampoco muy claro lo de acercarse al pueblo (y hacen mal, porque es un pueblo excelente), con lo que se me ocurrió dedicar una misa en la parroquia de toda la vida.

Yo no soy de misa diaria, salvo excepciones más escasas de lo que me gustaría, pero, aun tras lustros de ausencia de la parroquia, sigo siendo razonablemente conocido por allí. Eso no es extraño, porque, treinta años después de mis andanzas como catequista, los rostros siguen siendo básicamente los mismos. La secretaria parroquial es la misma persona ahora que cuando me bautizaron, y cuando se bautizaron mis tres hijos, e incluso cuando se confirmó Ro y hubo que pedir la partida de bautismo. Alguno de los sacerdotes, concretamente el que me fichó de catequista en su día, es, también, exactamente el mismo, con la única diferencia de que entretanto se desplaza en silla de ruedas. Y los (o más bien las) asistentes a la misa de diario son las mismas personas que treinta años antes ya asistían a las entonces dos misas de diario, una por la mañana y otra por la tarde.

Vamos, que la renovación generacional está por producirse, pero la generación anterior a la mía resiste tanto que la asistencia sigue siendo razonablemente nutrida. Incluso el equipo de sacerdotes presenta una curiosa similitud con el existente en aquel tiempo, con el párroco de hablar docto (entonces era otro, vale), el coadjutor (que sigue siendo el mismo), y un sacerdote joven, como también lo había entonces, pero, así como entonces el sacerdote joven -que en paz descanse, entretanto- era bastante levantisco y tirando a indisciplinado, el joven de ahora, por lo poco que lo trato, parece obediente, a la vez que puntilloso doctrinalmente, lo que, en los tiempos que corren, no es poca cosa.

Sea como fuere, me planté en la misa de diario, con su rosario antes de la misa, y le encargué al párroco la misa del sábado por la tarde, que era a la que iba a convocar a quienes me preguntaran, porque las cinco de la tarde de un día que no es de fin de semana no es probable que la gente pueda asistir, como no sean desocupados o potentados, y mis amigos no son ni una cosa ni la otra.

Y volví a casa de mi padre, que seguía bastante mohíno. Apareció por allí Kukoc.

- Eh, que ya nos he apuntado a la carrera del pueblo, del domingo.
- Ah, ¿sí?
- Sí. Nos he apuntado como local.
- Hombre, Reyrata vale, que vive allí, pero ¿nosotros?
- Bueno, me daba la opción, y nadie me ha preguntado si estábamos empadronados o no.
- Bien mirado, desde esta mañana somos propietarios de una casa allí.
- Entonces, somos locales.
- Supongo que sí.
- Iremos juntos, a la marcheta.
- Con la tralla de estos días, bastante será que os pueda acompañar.

Kukoc y Reyrata corren, pero, en condiciones normales, menos que yo. Yo tenía la idea de preparar la media maratón de Valencia, y de hecho estaba saliendo con regularidad, hasta que las dos últimas semanas habían echado a pique la preparación y, probablemente, mi estado de forma.

- Papá, el funeral es mañana por la tarde ¿Te acercamos al pueblo?
- ¡NO!

Teníamos un problema.

Básicamente, teníamos que estar los tres hermanos en Benicountrí, mientras nuestro padre, que estaba de muy mal talante, se quedaba refunfuñando en Valencia. Alguien tenía que estar con él, y difícilmente podría ser mi cuñada, con sus tres hijos, así que había que buscar una solución. Pillé el teléfono y di con Abi, en Madrid.

- Abi.
- ¿Papá?
- ¿Cuándo te pasas por aquí mañana?
- Por la tarde. Iré en autobús, supongo.
- Muy bien. Ve directa a casa del abuelito, y le haces compañía. Te recojo allí cuando vuelva del pueblo, y vamos a casa.

El resto del día se pasó avisando a diestro y siniestro del deceso, y dando la posibilidad de ir a Benicountrí al día siguiente o a la parroquia de toda la vida el sábado por la tarde.

* * *

Dormí como una piedra. Tras seis noches en el hospital, ni me acordaba de lo bien que se está en un colchón.

Me levanté descansado y me dije que, bueno, como el domingo resulta que había carrera, no sería mala idea trotar un rato. Me calcé las zapatillas, tomé la bici, me acerqué al río, y me puse a correr no muy convencido. Para mi sorpresa, todavía no se me había desvanecido la forma; apreté un poco y, vaya, iba bien.

Igual en la carrera del domingo podía hacer un poco más que arrastrarme con Kukoc y Reyrata.

Volví a casa, me duché, y llamé a Juan.

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