Los testigos de Jehová son una población particular. Para empezar, son unos herejotes de tomo y lomo, que no creen que Jesús sea Dios, con lo que mal podemos considerarlos cristianos. Para continuar, son unos pesados de categoría especial. Yo ya sé que el proselitismo es inherente a toda religión, e incluso a todo pensamiento, pero de ahí a dar la vara a deshora hay un trecho enorme.
La verdad es que tengo familiares, o eso creo, que son testigos de Jehová. Para ser exactos, que son testigos de Jehová es seguro, pero no tanto que sigan siendo familiares míos, porque hace tantísimo tiempo que no tengo contacto con ellos que no estoy cierto de que sepan que existo en este mundo. Parece que lo del contacto con gente de fuera de su secta es algo que tienen limitado a los solos efectos de la predicación, y que deben tener prohibido acercarse a nadie que tenga una formación sólida y les pueda hacer tambalearse en sus convicciones de que, con suertecilla, se van a meter en la cifra de ciento cuarenta y cuatro mil personas, ni una más ni una menos, que se van a salvar.
Mi primera experiencia con ellos fue, como casi siempre, un domingo por la mañana, momento en que salen a cazar incautos que no estén en misa. Creo recordar que yo era un chaval de primero o segundo año de universidad, cuyos padres y hermanos se habían ido a pasar el fin de semana al pueblo, y que, en suma, estaba solo en casa. El sábado por la noche no me acostado precisamente temprano, y ni siquiera estoy seguro de que lo hubiera hecho sereno, pero desde luego que sobrio del todo no había estado.
En estas circunstancias, encontrarse con el timbre de la puerta sonando a las nueve de la mañana del domingo sólo se puede calificar de devastador ¿Quién podría ser?, dije para mis adentros, pensando en que pudieran ser mis padres que hubieran vuelto del pueblo inopinadamente y se hubieran olvidado las llaves. Con este pensamiento, me levanté de la cama, me puse en posición digna, como para hacer ver que mi estado no era lamentable en absoluto, y arrimé mi ojo a la mirilla. Vi al otro lado de la puerta dos mujeres y, sin saber muy bien a qué atenerme, abrí. Una era joven y la otra mayor, que tal debe ser la composición habitual de los grupos proselitistas de los testigos.
- Buenos días - dije algo confuso.
- Buenos días - dijo la mayor, mientras me alargaba un ejemplar de 'Atalaya' -, queremos acercarte a Dios.
- ¿A... Dios?
- Sí, a Dios - dijo la joven - ¿Tú estás en contra de la violencia?
No sé si era la pregunta más adecuada para hacer a un joven a las nueve de la mañana de un domingo tras una noche de jolgorio.
- A favor, a favor - repuse -. Estoy a favor de la violencia - y debí poner una cara de irritación máxima -. He pensado votar a Herri Batasuna en las últimas elecciones.
Debió ser una respuesta inesperada. Las dos mujeres se miraron sin saber muy bien cómo proseguir su predicación.
- Bueno - dijo la joven, dando un paso atrás -, pues ten cuidado.
Ya no volví a verlas. Quiera Dios que hayan encontrado el camino recto y hayan vuelto al seno de la Iglesia y abandonado la superchería de su secta.
En mis años en Rusia, no vi un solo testigo de Jehová. Parece que Putin los tiene atados bien corto y que no permite que se desmande nadie que no sea ortodoxo o luterano, y que incluso a los católicos nos mira con prevención (pero de eso ya se ha escrito en esta bitácora muchísimas veces).
Eso sí, ha sido llegar a Bélgica y reaparecer los testigos en mi vida.
En nuestra primera casa, hace ya un par de años, volvía yo de correr por el bosque y estaba estirando antes de entrar en casa, cuando se paró junto a mí un señor que, por las trazas, debía andar por la cincuentena avanzada. Después de ponderar con amables palabras que dedicase un sábado por la mañana a cultivar el cuerpo, insinuó que debía hacer lo propio con el alma, y que Dios me ayudaría más de lo que sin duda ya lo hacía.
Por muy agradable que sea tal consejo, no es lo que espera oír alguien que vuelve a casa tras veinte kilómetros de triscar por el bosque y que sólo quiere estirar un poco para recuperar la musculatura y, acto seguido, meterse en la ducha a quitarse el sudor y las manchas de tierra. Este sentido de la oportunidad o, mejor, de la inoportunidad, debe ser algo que caracteriza a los testigos de Jehová, al menos a juzgar por las veces que han aparecido en mi vida.
Así y todo, uno ha recibido buena crianza y, salvo la penosa experiencia relatada más arriba, no está en mi naturaleza mandar a hacer gárgaras a mis interlocutores, por peñazo que sean.
- Por supuesto que también hay que ocuparse de cultivar el espíritu, tiene usted mucha razón - dije, mientras sujetaba el empeine para tensar el cuádriceps derecho.
El hombre, que iba solo, por lo que deduzco que no estaba de servicio ni formaba parte de un comando predicador organizado, vio el cielo abierto.
- ¡Claro que sí! Venga conmigo al salón del Reino, allí hablaremos de Dios.
Fue oír las palabras 'salón del Reino', caer en la cuenta de que era sábado, y darme cuenta de qué pie cojeaba mi espiritual heresiasca. Le dije, pues, que lo tenía claro si quería incorporarme a su congregación, que era católico a machamartillo, y que, si ni siquiera la Iglesia Católica en Bélgica me había hecho apostatar, lo más probable es que lo fuera a ser muchísimo tiempo más, y hasta toda la vida, si Dios quería.
Con una sonrisa beatífica, mi interlocutor lamentó mi, según él, errónea decisión, pero me invitó a acudir al salón del Reino, a donde él mismo corría peligro de llegar tarde, así que siguió su camino, y yo me agarré el otro empeine para recuperar el cuádriceps de la otra pierna.
Y así hasta el martes pasado, primero de mayo, en que volví a enfrentarme a una pareja de predicadores, esta vez de sexo masculino, pero igualmente uno de edad más avanzada y otro que estaría en sus últimos veinte. Llamaron a la puerta sobre las diez y media (que ya es otra cosa), mientras Ame y yo estábamos desayunando. Ame, que está lejos de ser el niño adorable que fue y se ha convertido en un adolescente con todo lo que ello significa, siguió desayunando como si tal cosa, y yo bajé a ver qué quería la pareja. Por suerte, no se dieron cuenta de que la puerta sigue abriéndose con empujarla un poco (de la puerta trataré otro día, espero), y estaban allí, tan campantes.
Dijeron ser de la comunidad de testigos de Jehová del municipio. Se me hace raro que la haya en Uccle, un lugar acomodado donde yo diría que la gente es, o católica, los menos, o directamente descreída a fuerza de molicie, desorden y posición económica acomodada, que debe ser el caso de la mayoría. Yo les dije que era católico y que el Señor había hecho en mí maravillas sin necesidad de escuchar monsergas como que Jesús no es Dios. Ellos dijeron que querían discutir de la Biblia conmigo, y que si hacía falta lo harían con mi Biblia. Yo repuse que mi Biblia, la que tengo a mano, estaba en ruso, y allí ya acabó la cuestión, porque parece que la Hightower no prepara a sus predicadores para tales eventualidades. Aún así, se quedaron con mi dirección y yo les dije que de mil amores les recibiría en otra ocasión. Y, añadí para mí, en otra ocasión en que no tenga el desayuno a medias.
Volverán, supongo, dentro de unos años. Cuando hayan aprendido ruso.
Saludos Don Alfor, es en agrado ver que retoma el blog.
ResponderEliminarY yo le recomendaría instalar video en su puerta, volverán, no se rinden jamás, han visto la oportunidad de "convertir" a un ruso parlante.
Espero algún día veamos sus historias en Rusia en formato libro.
Saludos
Anónimo, una golondrina no hace verano, pero bueno, gracias por sus amables palabras.
EliminarPuede que los testigos vuelvan, pero, si mi padre resistió con éxito a su hermana y a sus sobrinos, el hijo de mi padre no va a ser menos.
Lo del formato libro con las historias de Rusia es una idea, pero la verdad es que resultaría un pelín vanidoso por mi parte, además en un momento en que el formato papel va claramente a menos. Hay un montón de compañeros que han escrito sus vivencias en Rusia, y no sé si me apetece convertirme en uno más de ellos. Pero lo guardo como posible actividad futura.