Si en España hubiera una industria del cine como es debido, no nos dedicaríamos a ver películas del Oeste o de la Mafia, sino que la vida de ejemplares como el protagonista de esta entrada ya habría sido objeto, no ya de una película, sino de una serie entera de ellas.
Blasco de Alagón, que tal era el nombre del pollo que nos ocupa, debió ser un tipo digno de estudio, uno de esos caballeros de frontera que no eran exactamente vasallos de nadie y que eran tan fuertes como lo era su mesnada, y que no dudaban en gastarle una mala pasada a su señor natural si se levantaban un día de mal humor. Sin embargo, fue uno de los apoyos más importantes de Jaime I en su minoría de edad frente a sus levantiscos colegas, y le salvó de apuros importantes más de una vez y más de dos, hasta llegar a convertirse en su persona de confianza, lo cual, teniendo en cuenta que el rey tenía catorce años y habida quedado huérfano con cinco, pues era mucho. Tampoco es que el padre del rey tuviera un amor loco por su hijo, como parece probar la forma en que fue concebido.
Lo de los reyes de Aragón y sus mujeres da para una entrada aparte. Alguno de ellos se casó porque no tenía más remedio, y está el caso de Alfonso el Batallador, que pasó bastante tiempo guerreando contra su mujer, Urraca de Castilla, con la que no parece que tuviera ni intimidad, ni desde luego descendencia. A su hermano, Ramiro el Monje, hubo que sacarle de un monasterio para evitar la desaparición del reino, casarle a toda mecha con una señora francesa viuda, meterle a hacer al menos un hijo (fue una hija) lo más pronto posible y, conseguido esto, Ramiro se volvió a lo suyo, esto es, al monasterio, y mando a la señora viuda a Francia de vuelta, a otro monasterio. Paradójicamente, a su nieto, Alfonso II, se le conoce como el Casto, y se supone que lo sería, pero célibe no, porque de su esposa tuvo nueve hijos, de los que siete llegaron a adultos, lo cual está muy bien para la época. El mayor fue Pedro II, padre de Jaime el Conquistador, conocido como el Católico, y supongo que lo sería, pero para que tuviera relaciones con su esposa, la reina, sus cortesanos tuvieron que engañarle y hacerle creer que era una de sus amantes.
En fin, que en Aragón había un problema con los matrimonios de sus reyes (el problema continuó después de Jaime I, pero ésa es otra historia), con lo cual uno supone que, con tales antecedentes, los nobles del reino andarían con cuidado a la hora de buscarle novia al chaval que tenían como rey.
Pero no.
Como lo más importante en aquel entonces eran las alianzas entre reinos, y no que los esposos, no ya se quisieran, sino fueran mínimamente compatibles, los principales del reino miraron a Castilla, y resultó que la única princesa casadera del reino vecino era Leonor de Castilla, tía del rey Fernando III, otro que se haría famoso con el tiempo, pero que entonces también era un jovencito. El hecho de que Jaime I tuviera catorce años y Leonor anduviera por los treinta, que en el siglo XIII es como decir la tercera edad, no impidió el matrimonio. Vale, ya sé que las feministas que en el mundo son rajan sobre que por qué la diferencia de edad sólo es sospechosa cuando es la mujer la mayor de la pareja, y no cuando lo es el marido, pero las cosas son como son, y en el siglo XIII no digamos. Será todo lo triste que se quiera, pero para que un hombre se case con una mujer que le dobla la edad hay que ser muy raro o presidente de Francia. Y, aunque seas presidente de Francia, sigues siendo raro. Se siente.
Jaime I, así y todo, tuvo un hijo con Leonor de Castilla. Luego debió pensar que ya estaba bien y, unos años y varias amantes después, alguna bastante metomentodo, decidió pedir al Papa la nulidad de su matrimonio por parentesco. Se ve que el parentesco sólo lo descubrió ocho años después de casarse, y que antes ni siquiera lo sospechaba, el pobre. El caso es que el Papa le concedió la nulidad (el parentesco era real, en todos los sentidos), y Leonor, eso sí, se llevó algunas concesiones. Una de ellas era llevarse a su hijo con ella a Castilla (moriría antes que su padre y, por tanto, no llegó a sucederle); la otra era un buen pastón.
Volvía la ex-reina con su séquito a Castilla, cuando hete aquí que aparece Blasco de Alagón con su mesnada y, aduciendo que ha gastado una fortuna al servicio de Jaime I, y que ya es hora de hacérsela devolver, despluma completamente a Leonor de Castilla y se lleva el pastón. Uno piensa en los nobles de la Edad Media, y supone que eran como esos caballeros que aparecen en las novelas de caballería, siempre prestos a proteger a las mujeres, especialmente a las princesas, y a los huérfanos, y a luchar por sus damas. Leonor de Castilla era princesa y huérfana, y la habían dejado tirada de mala manera, con lo cual era exactamente el tipo de dama que un caballero debería proteger, no contribuir a su desgracia. Se supone que eso se estudiaba en primero de caballero. Blasco de Alagón, caballero y todo lo que se quiera, parece que no asistió a clase el día que explicaron eso.
Al rey le hizo poca gracia el asunto, por muy mayordomo suyo que fuera Blasco de Alagón, y éste entendió que se había pasado muchos pueblos, y decidió poner otros tantos entre él y las fronteras de Aragón. Como en Castilla estaba claro que le iban a recibir de uñas, tuvo que internarse en tierra de moros, y ahí le vino bien una vieja amistad que había hecho unos años antes, cuando Jaime I empezó a asomar el hocico por lo que luego sería el Reino de Valencia: el mismísimo Abuceit, que, como ya vimos, había salido por piernas de Valencia y operaba desde el Alto Palancia y el Alto Mijares.
Un moro destronado y un salteador de caminos cristiano. Juntos estaban llamados a hacer grandes cosas.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
jueves, 14 de septiembre de 2017
miércoles, 6 de septiembre de 2017
Los misioneros
En 1226, pues, llegaron a Valencia dos tipos bastante inconscientes, franciscanos ellos, que atendían por los nombres de fray Pedro y fray Juan. Fray Juan era de Perusa, mintras que fray Pedro era de Sassoferrato, una ciudad que los estudiantes de Historia del Derecho conocemos por ser el lugar de nacimiento del gran Bártolo. La misión, pues, de los freires era bastante peliaguda, y tenía más o menos las mismas perspectivas que un marchante de jamón ibérico en La Meca. Trataban de predicar el Evangelio y lograr la conversión de los musulmanes en pleno territorio almohade. No entre los andalusíes más, digamos, tolerantes, sino entre los almohades mismos, que venían a ser la crema y nata del Islam más estricto. Supongo que hoy se irían a la frontera entre Iraq y Siria, en territorio sarraceno fetén, y que las consecuencias de su atrevimiento no serían muy diferentes a las que experimentaron en el siglo XIII.
La orden franciscana se había fundado muy poco antes, en 1209. Parece que los dos frailes habían conocido al mismo San Francisco. Es posible (bueno, es seguro) que estuvieran llenos del entusiasmo misionero que caracteriza a los movimientos religiosos en sus orígenes. En todo caso, presentarse en la Valencia inmediatamente anterior a la conquista cristiana con la cruz y el hábito y ponerse a predicar que Jesús es el Mesías y que Mahoma es un falso profeta requería tenerlos muy bien puestos.
Abuceit, almohade él, hizo lo que todo musulmán convencido debe realizar: prender a aquellas dos prendas, torturarlos y decapitarlos, aunque sobre la naturaleza de las torturas y de la puntilla que Abuceit propinó a los hermanos menores hay algunas diferencias entre los distintos relatos que se hacen de este suceso. Quiere la tradición que ello sucediera el 29 de agosto, festividad de San Juan Bautista, otro decapitado ilustre, y no hay mucha seguridad acerca del año concreto en que tuvo lugar su martirio, pero no parece que se alejara mucho de la época en que se presentaron en Valencia.
El caso es que fray Pedro y fray Juan decidieron ofrecer sus vidas por la conversión de Abuceit, y profetizaron que no tardaría en ser destronado.
Hagamos una pausa para resaltar que convertir a un musulmán está entre lo difícil y lo imposible. Mira que hay musulmanes últimamente cerca de nosotros, y en todo este tiempo no he sabido sino de dos que se hayan bautizado. Quizá haya más que no se atrevan a hacerlo público, porque se juegan la piel literalmente, incluso en nuestra Europa que debería proteger a esta gente frente a sus correligionarios de tinte violento. Supongo que nuestros antepasados llamaban al Islam 'la secta de Mahoma' porque no había quien saliera de allí sin grave daño psicológico, como sucede en las sectas actuales.
Con Abuceit está probado que la cosa funcionó. No tenemos elementos para saber cómo sucedió su conversión. Aparte de los dos franciscanos mencionados arriba, se le atribuye haber presenciado el milagro de la Cruz de Caravaca, cuyo jubileo se celebra este año, pero a mí me gusta más el argumento de su admiración por el martirio de los misioneros. Al fin y al cabo, hacer aparecer una Cruz milagrosamente es algo en lo que poco podemos contribuir, mientras que dar testimonio está al alcance de cualquiera, siempre que tenga buena disposición e impetre ayuda desde lo alto.
Abuceit tenía una posición sumamente insegura en Valencia. El dominio almohade se desmoronaba, y finalmente Zayán Ben Mardanís le echó de la ciudad. Abuceit, en los años anteriores, había tenido algunos éxitos militares en el Alto Palancia, recuperando de los cristianos Villahermosa y Bejís, así que se dirigió hacía allá, hasta residir en Segorbe, que hoy es la capital de la comarca y sede episcopal, e incluso parece que los cristianos le conocían como rey de Segorbe.
Allí se le unió uno de los principales protagonistas de este período. Una personalidad interesante como pocas, y una mezcla de noble, militar y salteador de caminos de difícil parangón, incluso en época tan convulsa. Pero, como se hace tarde, lo dejaré para la próxima entrada.
Entretanto, como veo que hay gente que quiere saber cómo queda el feo asunto de la puerta del garaje, confieso que está llegando a su fin, y que me dispongo a pagar la última factura por la misma. Eso sí, queda un fleco relativo a la puerta de entrada que no hay manera de resolver ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me puse a buscar proveedores? Diez meses, creo. Pues eso...
Prometo que, cuando yo mismo sepa cómo termina todo, lo contaré. De verdad.
La orden franciscana se había fundado muy poco antes, en 1209. Parece que los dos frailes habían conocido al mismo San Francisco. Es posible (bueno, es seguro) que estuvieran llenos del entusiasmo misionero que caracteriza a los movimientos religiosos en sus orígenes. En todo caso, presentarse en la Valencia inmediatamente anterior a la conquista cristiana con la cruz y el hábito y ponerse a predicar que Jesús es el Mesías y que Mahoma es un falso profeta requería tenerlos muy bien puestos.
Abuceit, almohade él, hizo lo que todo musulmán convencido debe realizar: prender a aquellas dos prendas, torturarlos y decapitarlos, aunque sobre la naturaleza de las torturas y de la puntilla que Abuceit propinó a los hermanos menores hay algunas diferencias entre los distintos relatos que se hacen de este suceso. Quiere la tradición que ello sucediera el 29 de agosto, festividad de San Juan Bautista, otro decapitado ilustre, y no hay mucha seguridad acerca del año concreto en que tuvo lugar su martirio, pero no parece que se alejara mucho de la época en que se presentaron en Valencia.
El caso es que fray Pedro y fray Juan decidieron ofrecer sus vidas por la conversión de Abuceit, y profetizaron que no tardaría en ser destronado.
Hagamos una pausa para resaltar que convertir a un musulmán está entre lo difícil y lo imposible. Mira que hay musulmanes últimamente cerca de nosotros, y en todo este tiempo no he sabido sino de dos que se hayan bautizado. Quizá haya más que no se atrevan a hacerlo público, porque se juegan la piel literalmente, incluso en nuestra Europa que debería proteger a esta gente frente a sus correligionarios de tinte violento. Supongo que nuestros antepasados llamaban al Islam 'la secta de Mahoma' porque no había quien saliera de allí sin grave daño psicológico, como sucede en las sectas actuales.
Con Abuceit está probado que la cosa funcionó. No tenemos elementos para saber cómo sucedió su conversión. Aparte de los dos franciscanos mencionados arriba, se le atribuye haber presenciado el milagro de la Cruz de Caravaca, cuyo jubileo se celebra este año, pero a mí me gusta más el argumento de su admiración por el martirio de los misioneros. Al fin y al cabo, hacer aparecer una Cruz milagrosamente es algo en lo que poco podemos contribuir, mientras que dar testimonio está al alcance de cualquiera, siempre que tenga buena disposición e impetre ayuda desde lo alto.
Abuceit tenía una posición sumamente insegura en Valencia. El dominio almohade se desmoronaba, y finalmente Zayán Ben Mardanís le echó de la ciudad. Abuceit, en los años anteriores, había tenido algunos éxitos militares en el Alto Palancia, recuperando de los cristianos Villahermosa y Bejís, así que se dirigió hacía allá, hasta residir en Segorbe, que hoy es la capital de la comarca y sede episcopal, e incluso parece que los cristianos le conocían como rey de Segorbe.
Allí se le unió uno de los principales protagonistas de este período. Una personalidad interesante como pocas, y una mezcla de noble, militar y salteador de caminos de difícil parangón, incluso en época tan convulsa. Pero, como se hace tarde, lo dejaré para la próxima entrada.
Entretanto, como veo que hay gente que quiere saber cómo queda el feo asunto de la puerta del garaje, confieso que está llegando a su fin, y que me dispongo a pagar la última factura por la misma. Eso sí, queda un fleco relativo a la puerta de entrada que no hay manera de resolver ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me puse a buscar proveedores? Diez meses, creo. Pues eso...
Prometo que, cuando yo mismo sepa cómo termina todo, lo contaré. De verdad.
sábado, 2 de septiembre de 2017
El almohade
He de reconocer que el final de la última entrada, que he releído bastante después de escribirla, era por lo menos inquietante.
Sin embargo, la aseveración del final, que Solzhenitzyn pone en boca de uno de los personajes de su novela, es una verdad como un templo. Al cáncer le gustan las personas.
Desde la última entrada, ha pasado algún tiempo. He de reconocer que se me pasó por la cabeza dejar la bitácora en el estado en que ha quedado durante agosto, con esa frase lapidaria y definitiva que lo hubiera cerrado, y que quedara a la imaginación del lector que apareciera por aquí elucubrar sobre el destino final del autor de las líneas.
Pero, entretanto, ha pasado el mes de agosto, que ha sido de aúpa. Por primera vez en muchísimos años, he estado un mes entero fuera del trabajo, primero en el extranjero remoto, luego un par de días en un hospital (incluyendo un rato sobre una mesa de operaciones), y luego unos cuantos días de convalecencia con ciertas dificultades para usar el brazo izquierdo, que además es el bueno. Las dificultades continúan, eso sí, pero son cada día más fáciles de sobrellevar.
Por si fuera poco, los sarracenos no se limitan a atentar en Bruselas, que ya es algo que debe darse por descontado, sino que ahora vuelven a la carga en España, lo cual me lleva a ciertas reflexiones sobre cómo reacciona el personal allí y aquí cuando no se sabe de dónde vienen los tiros, pero sí que los tiros vendrán indefectiblemente.
Los días de convalecencia, en mi querida Valencia, la millor terreta del món, los podía haber pasado bastante aburrido. Los médicos no me dejaban hacer deporte, que es mi ocupación habitual cuando estoy por allí, ni siquiera montar en bicicleta, que es mi medio de transporte preferido. Lo único que me dejaban hacer era caminar, y a eso me he dedicado básicamente, lo cual me ha permitido recorrer partes de Valencia que hacía tiempo que no pisaba y, como complemento, echar un ojo a la historia del Reino de Valencia y, en particular, de sus orígenes, siempre tan ilustrativos y que nos enseñan cosas aplicables a esta actualidad que padecemos.
Uno de mis paseos me ha llevado por los alrededores de la plaza de la Virgen (siempre es bueno, y más tras haber pasado un episodio delicado, visitar a la Geperudeta y darle las gracias), donde se encuentra el Convento de la Puridad, un lugar que contiene los restos de un personaje fundamental en los orígenes del Reino de Valencia, y con una historia personal especialmente interesante.
La ortografía de su nombre es variada como pocas. Si atendemos al callejero de Valencia, pues tiene dedicada una calle cerca de la Bolsería, se trata del Moro Zeid. Hay quien prefiere Zayd Abu Zayd, que debe ser la versión más arabizada pronunciable en castellano, y yo aquí me voy a limitar a escribir su nombre como Abuceit, que es la castellanización más tradicional.
Abuceit no era un tipo cualquiera, no. Abuceit era bisnieto del primer califa almohade, que era en el siglo XII el equivalente más exacto del ISIS del siglo XXI. Esos tipos no se andaban con chiquitas con la tolerancia religiosa y esas zarandajas. Su guerra santa les llevó a quitarse de en medio a los almorávides, que ya de por sí abogaban por una interpretación rigorista del Islam, y a dar mandobles por todo Al Ándalus. Fueron de victoria en victoria hasta las Navas de Tolosa, en que su ejército quedó deshecho, y su califa, el Miramamolín, que era tío de Abuceit, tuvo que volverse a Rabat con el rabo entre las piernas.
Abuceit, pues, era el gobernador almohade de Valencia en la segunda década del siglo XIII. No era un sitio tranquilo para gobernar, pero ahí estaba él. Por el norte, tenía como vecino a un rey jovencito que tenía bastantes problemas para imponerse a los nobles de su reino, así que, de momento, por ahí no tenía mucho que temer. En efecto, Jaime I, que tal era el rey jovencito, era por entonces un quinceañero con serios problemas para hacer acatar su autoridad en sus estados. Luego, las cosas cambiarían, y Jaime I acabaría siendo conocido como 'el Conquistador' y reconocido como uno de los grandes reyes de las Españas, pero para eso tuvieron que pasar bastantes años.
Por el sur, los problemas eran más reales. El imperio almohade de la Península se estaba disolviendo y, en Murcia, Ibn Hud echó a los almohades y se hizo con el poder, en competencia con otro señor que se haría famoso más adelante, Mohamed Aben Alhamar, fundador del reino de Granada.
Además, Abuceit tiene serios problemas de legitimidad. Antes de los almohades, y no hacía tanto tiempo de eso, el rey de Valencia era el Rey Lobo, un personaje un tanto extraño, que vestía a la cristiana, siendo musulmán, que contrataba mercenarios cristianos (estaba forrado) para currar a los almohades, y cuyo apellido 'Mardanís', suena bastante a Martínez. Este rey fue finalmente expulsado por los almohades, pero dejó un buen recuerdo entre sus súbditos, sobre todo entre los murcianos, a los que elevó al mayor grado de prosperidad que hubieran tenido nunca. Y he aquí que un pariente suyo, Zayán, mira con codicia Valencia.
Por si no tenía suficientes quebraderos de cabeza, corriendo el año de la hégira de 623, o sea, el año del Señor de 1226, se presentan en Valencia dos tipos no se sabe si inconscientes, o directamente suicidas.
Pero de estos dos pipiolos tocará escribir en otra ocasión, porque ahora se va haciendo la hora de comer, y hay gusa. Y, para un convaleciente, esto es de la mayor importancia.
Sin embargo, la aseveración del final, que Solzhenitzyn pone en boca de uno de los personajes de su novela, es una verdad como un templo. Al cáncer le gustan las personas.
Desde la última entrada, ha pasado algún tiempo. He de reconocer que se me pasó por la cabeza dejar la bitácora en el estado en que ha quedado durante agosto, con esa frase lapidaria y definitiva que lo hubiera cerrado, y que quedara a la imaginación del lector que apareciera por aquí elucubrar sobre el destino final del autor de las líneas.
Pero, entretanto, ha pasado el mes de agosto, que ha sido de aúpa. Por primera vez en muchísimos años, he estado un mes entero fuera del trabajo, primero en el extranjero remoto, luego un par de días en un hospital (incluyendo un rato sobre una mesa de operaciones), y luego unos cuantos días de convalecencia con ciertas dificultades para usar el brazo izquierdo, que además es el bueno. Las dificultades continúan, eso sí, pero son cada día más fáciles de sobrellevar.
Por si fuera poco, los sarracenos no se limitan a atentar en Bruselas, que ya es algo que debe darse por descontado, sino que ahora vuelven a la carga en España, lo cual me lleva a ciertas reflexiones sobre cómo reacciona el personal allí y aquí cuando no se sabe de dónde vienen los tiros, pero sí que los tiros vendrán indefectiblemente.
Los días de convalecencia, en mi querida Valencia, la millor terreta del món, los podía haber pasado bastante aburrido. Los médicos no me dejaban hacer deporte, que es mi ocupación habitual cuando estoy por allí, ni siquiera montar en bicicleta, que es mi medio de transporte preferido. Lo único que me dejaban hacer era caminar, y a eso me he dedicado básicamente, lo cual me ha permitido recorrer partes de Valencia que hacía tiempo que no pisaba y, como complemento, echar un ojo a la historia del Reino de Valencia y, en particular, de sus orígenes, siempre tan ilustrativos y que nos enseñan cosas aplicables a esta actualidad que padecemos.
Uno de mis paseos me ha llevado por los alrededores de la plaza de la Virgen (siempre es bueno, y más tras haber pasado un episodio delicado, visitar a la Geperudeta y darle las gracias), donde se encuentra el Convento de la Puridad, un lugar que contiene los restos de un personaje fundamental en los orígenes del Reino de Valencia, y con una historia personal especialmente interesante.
La ortografía de su nombre es variada como pocas. Si atendemos al callejero de Valencia, pues tiene dedicada una calle cerca de la Bolsería, se trata del Moro Zeid. Hay quien prefiere Zayd Abu Zayd, que debe ser la versión más arabizada pronunciable en castellano, y yo aquí me voy a limitar a escribir su nombre como Abuceit, que es la castellanización más tradicional.
Abuceit no era un tipo cualquiera, no. Abuceit era bisnieto del primer califa almohade, que era en el siglo XII el equivalente más exacto del ISIS del siglo XXI. Esos tipos no se andaban con chiquitas con la tolerancia religiosa y esas zarandajas. Su guerra santa les llevó a quitarse de en medio a los almorávides, que ya de por sí abogaban por una interpretación rigorista del Islam, y a dar mandobles por todo Al Ándalus. Fueron de victoria en victoria hasta las Navas de Tolosa, en que su ejército quedó deshecho, y su califa, el Miramamolín, que era tío de Abuceit, tuvo que volverse a Rabat con el rabo entre las piernas.
Abuceit, pues, era el gobernador almohade de Valencia en la segunda década del siglo XIII. No era un sitio tranquilo para gobernar, pero ahí estaba él. Por el norte, tenía como vecino a un rey jovencito que tenía bastantes problemas para imponerse a los nobles de su reino, así que, de momento, por ahí no tenía mucho que temer. En efecto, Jaime I, que tal era el rey jovencito, era por entonces un quinceañero con serios problemas para hacer acatar su autoridad en sus estados. Luego, las cosas cambiarían, y Jaime I acabaría siendo conocido como 'el Conquistador' y reconocido como uno de los grandes reyes de las Españas, pero para eso tuvieron que pasar bastantes años.
Por el sur, los problemas eran más reales. El imperio almohade de la Península se estaba disolviendo y, en Murcia, Ibn Hud echó a los almohades y se hizo con el poder, en competencia con otro señor que se haría famoso más adelante, Mohamed Aben Alhamar, fundador del reino de Granada.
Además, Abuceit tiene serios problemas de legitimidad. Antes de los almohades, y no hacía tanto tiempo de eso, el rey de Valencia era el Rey Lobo, un personaje un tanto extraño, que vestía a la cristiana, siendo musulmán, que contrataba mercenarios cristianos (estaba forrado) para currar a los almohades, y cuyo apellido 'Mardanís', suena bastante a Martínez. Este rey fue finalmente expulsado por los almohades, pero dejó un buen recuerdo entre sus súbditos, sobre todo entre los murcianos, a los que elevó al mayor grado de prosperidad que hubieran tenido nunca. Y he aquí que un pariente suyo, Zayán, mira con codicia Valencia.
Por si no tenía suficientes quebraderos de cabeza, corriendo el año de la hégira de 623, o sea, el año del Señor de 1226, se presentan en Valencia dos tipos no se sabe si inconscientes, o directamente suicidas.
Pero de estos dos pipiolos tocará escribir en otra ocasión, porque ahora se va haciendo la hora de comer, y hay gusa. Y, para un convaleciente, esto es de la mayor importancia.