Éste señor de la foto es Giuseppe Grezzi, concejal de Movilidad Sostenible (antes Tráfico, supongo) del Ayuntamiento de Valencia, y objeto principal de las críticas de la oposición pepera y de su panfleto local más destacado, es decir, el diario Las Provincias, que, si no ha iniciado una campaña contra él, lo que hace y publica se le parece muchísimo.
Grezzi es de Compromís, una coalición nacionalista d'esquerres que tiene una tendencia inevitable a mirar hacia el Norte y que, gracias a lo pésimamente mal que lo hizo el anterior equipo municipal, gobierna en Valencia, que no es una ciudad ni nacionalista, ni d'esquerres, ni mucho menos proclive a mirar al Norte del Cenia. El que me conozca sabe que las posibilidades de que algún día vote por ellos es aproximadamente la misma de que vote a los peperos o a los sociatas, es decir, totalmente nula. Pero Grezzi tiene algunas cosas que hacen que me caiga simpático, y que eche de menos un tipo como él en Bruselas.
La primera cosa que me gusta es que no nació valenciano, pero eligió Valencia, lo cual lo hace bastante meritorio. A los valencianos nos encanta Valencia y pensamos que no hay cosa mejor en el ancho mundo, pero lo nuestro no tiene mérito, porque ya nacimos aquí y no hemos tenido que hacer mucho esfuerzo para cerciorarnos de esta verdad indudable. Grezzi, que nació en Italia, que tampoco está nada mal, ha tenido el buen gusto de preferir Valencia, y eso ya es algo que le debemos apreciar, igual que a todos los extranjeros que, pudiendo ser otra cosa, eligieron ser españoles, que, como es obvio para un español, al menos para uno tradicional y de verdad, es de lo mejor que se puede ser. Para mí, el caso más claro sigue siendo Carlos I.
La segunda cosa que me gusta de Grezzi es que tiene a gala ser un fanático de la bicicleta urbana y lo sigue siendo, ahora que podría ir en coche oficial. Él lo tiene más fácil que yo, todo hay que decirlo. En España, somos tan maniqueos que, o eres blanco, y te gustan todas las cosas de los blancos, o eres negro, y te gustan todas las cosas de los negros. A Grezzi le gusta la bicicleta y, por tanto, todos sospechamos lo que piensa sobre las centrales nucleares, la autodeterminación de los pueblos, la relación Iglesia-Estado o cualquier presidente estadounidense, excepto Obama (y ya veremos por cuánto tiempo). Todo va junto en el pack, y eso es sumamente injusto, porque a mí me gusta la bicicleta exactamente tanto como le pueda gustar a Grezzi, y mis opiniones sobre cualquiera de las otras cuestiones son bastante diferentes a las suyas, salvo en el caso de los presidentes norteamericanos, porque a mí me caen todos igual de mal, y el que peor me cae es seguramente el que él, de momento, exceptúa. La próxima entrada, si es que la hay pronto, contaré un suceso que me ocurrió en Valencia hace poco y que es muy ilustrativo a este respecto.
Sea como fuere, Grezzi y su concejalía ha mejorado muchísimo el proyecto de carril-bici de sus antecesores, que era tan estrecho como ellos lo eran de miras, y el resultado es una ronda interior por la que se puede ir holgadamente y sin agobios. Recuerdo mis tiempos universitarios, y los primeros laborales (sí, trabajé -o algo así- un tiempo muy cerca de la calle Colón), en que pasaba por Colón prácticamente a diario y si no tuve ningún accidente se lo debo exclusivamente a mi ángel de la guarda.
Yo quiero un Grezzi en Bruselas, Dios mío. El político de aquí que desempeña su función, un tal Pascal Smet, ministro regional de Movilidad y Obras Públicas, debe vivir en otro sitio, porque lo que él describe en su página es bastante difícil de encontrar en Bruselas. Uno diría al leerle que los coches son la excepción, y que Bruselas tiene una red impresionante de carriles-bici y de zonas peatonales. En realidad, los coches ocupan todo el espacio público, menos las aceras (y no siempre), y los ciclistas bastante hacemos si encontramos un hueco entre atasco y atasco para reptar hasta nuestro destino. No hay en toda Bruselas carril-bici digno de tal nombre, y lo que llaman pomposamente "itinerarios ciclistas" no son sino dibujitos de bicis y flechas pintados en la calzada, sin la menor separación del espacio dedicado a los coches, y donde no hay la menor garantía de que el automovilista que se haya levantado de mal café no la tome con uno. Porque aquí, sin llegar a los extremos de Madrid, el claxon es tan popular como la cerveza, por lo menos.
Aún así, lo de Pascal Smet aún es aceptable si lo comparamos con su colega federal (será por ministros...), François Bellot, cuya política ciclista parece ser fomentar el uso de la bicicleta entre las mujeres, en particular entre las inmigrantes. Si no fuera porque en francés no funciona el juego de palabras, se diría que ha confundido 'velo' con 'veló'.
En fin, que ya podría venir un Grezzi por aquí a meter carriles-bici a tutiplén. Él se libraría de la campaña de la prensa de derechas en su contra, y aquí habría algo semejante a un carril-bici. Y es que, cuando comparo lo agradable que es pillar la bici en Valencia y lo que es hacerlo aquí, llega el momento del llanto y el rechinar de dientes.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
viernes, 5 de mayo de 2017
lunes, 1 de mayo de 2017
Undécimo año
El 1 de mayo de 2006 comenzó esta bitácora a arrojar sus pantallas al ancho mundo virtual que nos acoge. Después de unos años prolíficos, los pasados en Rusia, llegó el momento -siempre inesperado- de dejar el país, y la vida en Bélgica ha resultado menos productiva en cuanto a entradas se refiere. Bélgica es un país notable, que merece cronistas que lo glosen, aunque no es ni mucho menos tan exótico como Rusia y, por otra parte, es un lugar frecuentemente visitado por los españoles, ya desde el siglo XVI. En aquel tiempo nuestro cometido eran protegerles de los herejotes a mandoble limpio. Hoy, nosotros mismos somos incapaces de protegernos de los herejotes, y mucho menos a los belgas, pero el español que se precie sigue visitando Bélgica a golpe de compañía aérea de bajo coste.
La capital de Europa es un notable rompeolas de todas las razas y naciones. Europeos de todos los países trabajan en las instituciones internacionales que aquí tienen su sede, y descendientes -negros- de los congoleños colonizados residen por aquí sin mayor novedad, mientras que una creciente población norteafricana y sarracena se concentra en determinados barrios y ver mujeres con pañuelo en la cabeza no representa ninguna novedad. En algunos lugares, la novedad más bien es la contraria.
Para dar servicio a los ciudadanos procedentes de países donde la magia se considera una disciplina relevante, ha aparecido una serie de profesionales que ofrecen sus servicios a todos aquéllos que tienen cuitas por resolver.
Entretanto, mientras los españoles visitan Bélgica con frecuencia, yo viajo a Valencia con menos regularidad de la que me gustaría, pero con mayor frecuencia (y, desde luego, mayor comodidad) de la que podía alcanzar desde Moscú. Normalmente, cuando llego a mi piso, el buzón de correos está atestado de todo tipo de folletos publicitarios y, últimamente, también de otros de propaganda electoral, pero, de entre todos, hay uno que me ha llamado poderosamente la atención.
Es, en castellano, el mismo pasquín que recibo regularmente en mi domicilio de Bruselas, que finalmente, aunque con otros datos de contacto, ha llegado igualmente a Valencia ¡Ya somos europeos!
Quién nos iba a decir cuando entramos en la Comunidad Económica Europea que ser europeo acabaría por ser imitar a los africanos.
La capital de Europa es un notable rompeolas de todas las razas y naciones. Europeos de todos los países trabajan en las instituciones internacionales que aquí tienen su sede, y descendientes -negros- de los congoleños colonizados residen por aquí sin mayor novedad, mientras que una creciente población norteafricana y sarracena se concentra en determinados barrios y ver mujeres con pañuelo en la cabeza no representa ninguna novedad. En algunos lugares, la novedad más bien es la contraria.
Para dar servicio a los ciudadanos procedentes de países donde la magia se considera una disciplina relevante, ha aparecido una serie de profesionales que ofrecen sus servicios a todos aquéllos que tienen cuitas por resolver.
Entretanto, mientras los españoles visitan Bélgica con frecuencia, yo viajo a Valencia con menos regularidad de la que me gustaría, pero con mayor frecuencia (y, desde luego, mayor comodidad) de la que podía alcanzar desde Moscú. Normalmente, cuando llego a mi piso, el buzón de correos está atestado de todo tipo de folletos publicitarios y, últimamente, también de otros de propaganda electoral, pero, de entre todos, hay uno que me ha llamado poderosamente la atención.
Es, en castellano, el mismo pasquín que recibo regularmente en mi domicilio de Bruselas, que finalmente, aunque con otros datos de contacto, ha llegado igualmente a Valencia ¡Ya somos europeos!
Quién nos iba a decir cuando entramos en la Comunidad Económica Europea que ser europeo acabaría por ser imitar a los africanos.