A pesar del drástico descenso en el ritmo de publicación de entradas en esta mi bitácora, hay un par de situaciones al año que no se pasan nunca por alto. Una es el aniversario de la primera publicación. Cumplido el décimo aniversario, no tengo muy claro si mis arrestos me darán para llegar mucho más lejos, pero, mientras quede aliento, aquí estamos.
La segunda es la felicitación de Navidad, que no hay tampoco año que falte. Esta vez me ha tocado pasarla en la Valencia de mis entretelas, en lugar del Madrid mesetario. Una Valencia que, a diferencia de lo que es habitual, nos ha recibido empapada después de una gota fría absolutamente insólita en esta época del año. Y en Bruselas sin llover...
En fin, que feliz Navidad a los lectores que todavía se asomen por aquí, con mis mejores deseos. En el tintero se me quedan numerosos temas que abordar y que dan fe de la calamidad de país que es Bélgica. Uno se pregunta cómo es posible que sigan existiendo, después de las cosas que uno tiene que experimentar en la vida diaria y que me están llevando a un entrenamiento extraordinario de paciencia y resignación cristianas, más propias de Cuaresma que de Navidad. Si no fuera porque el espacio Schengen y la supresión de visados han obligado a los belgas a no meter demasiado el dedo en el ojo de quienes, extranjeros, vivimos aquí, diría que en Rusia se vivía más tranquilo siendo guiri. Pero no. De Rusia se podrán echar de menos cosas, pero las colas en los aeropuertos, los controles de pasaporte o la necesidad de estar pendiente del visado no están entre ellas.
Me gustaría hacer buenos propósitos con respecto a la frecuencia de publicación de entradas en la bitácora, que está de capa caída y no hay más culpable que yo mismo, pero prefiero no hacerlo. Uno hace lo que puede, pero el día tiene veinticuatro horas y ni una más, y sabe Dios que, si quiero dormir siete de ellas, no me queda gran cosa para dedicar a la escritura desenfadada que uso por aquí. Porque mi día a día también implica escribir, una y otra vez, pero no precisamente de forma desenfadada ni en castellano, sino todo tipo de escritos serios y sesudos, en un francés jurídico ceñudo y antipático, con abundantes citas de sentencias de este o aquel tribunal y con la pretensión de tener razón y ojito con quien se atreva a discutirlo. En comparación con esto, escibir en la bitácora es un alivio para los dedos, y es lástima que no pueda hacerlo más a menudo, pero uno tiene que ganarse los garbanzos, y luego es cuando se puede dedicar a filosofar. Así y todo, no pierdo la esperanza de filosofar un poco más el año que viene. Dios dirá.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
sábado, 24 de diciembre de 2016
martes, 20 de diciembre de 2016
Intensidad
Llevaba varios lustros sin aprender un idioma nuevo desde cero, y la verdad es que, a pesar de que la experiencia es un grado, encontrarse en una situación de orfandad lingüística cuando uno está acostumbrado a chapurrear lo que sea con mayor o menos acierto no es plato de gusto.
De repente, uno pasa de estar ufano hablando con fluidez a tartamudear, buscar las palabras con desesperación y apoyarse en otra lengua (el alemán, en este caso, para enfado de la profesora) para conseguir hacerse entender. De repente, uno pasa a no poder utilizar más que el presente de indicativo, porque los demás tiempos sospecha cómo pueden formarse, pero formalmente no los ha dado. De repente, uno pasa de tener conversaciones sesudas sobre temas trascendentes, a hablar del tiempo que hace y de cuál es su país (Ik ben uit Spanje. Ik ben spaniaard), y nada más porque no hay manera.
A todo esto, la profesora pone el grito en el cielo cada vez que alguno de los que dominamos el alemán nos confundimos y soltamos un "ich" en lugar del obligatorio "ik", o "haben" en lugar de "hebben", y así varias más. Todo son actividades de conversación, en las que nos divide por grupos y en el que, después de sudar tinta para comunicar las poquitas cosas que nos da con las doscientas palabras y tres estructuras de las que disponemos, miramos a nuestro alrededor y seguimos hablando en francés, inglés o alemán (y en un caso incluso en ruso, sí).
A medida que avanzan las semanas, y más concretamente en la tercera, ya nos soltamos un poquito más. Ejercicios y más ejercicios han tenido la virtud de hacernos soltar la lengua un poquito. Recuerdo en mi tiempos del colegio que había quien antes de los exámenes orales de alemán se acercaba al bar de la esquina a hacerse una casalleta y despegarse así la lengua. Aprobó, pero no sé si recomendar el sistema.
Aquí, lo más difícil es hacerse a la idea que debemos comunicarnos en una lengua en la que nos cuesta mucho decir algo que tenga un mínimo sentido, cuando podríamos decir casi cualquier cosa en otras lenguas, pero, una vez nos acostumbramos a balbucear con dificultad y nos resignamos a abandonar el inglés, el francés o, más que nada, el alemán, idioma especialmente proscrito, pues ya sólo nos queda seguir hacia delante.
Al final, el curso lo pasé con buena nota, y se supone que puedo pasar a segundo nivel. La verdad es que, desde que terminé el curso, el neerlandés lo he usado más o menos lo mismo que antes, que es muy poquito más que prácticamente nada, salvo para pasar a Flandes y tratar de caer bien con un par de frases, porque es evidente que comunicarse en francés por allí no está muy bien visto, incluso en municipios que están en esa estrecha franja que queda encajada entre la región de Bruselas y la de Valonia y que están rodeados de francofonía, y no sólo rodeados, sino con una quinta columna francófona que fatalmente se hace más y más numerosa.
Pero, así y todo, lo del neerlandés parece una buena idea, y no dudo que voy a continuar tomando clases en el poco tiempo que me deja el resto de mis ocupaciones y que, como es evidente, han tenido un impacto brutal sobre la frecuencia de publicación de entradas en esta bitácora de mis pecados. Pero, el otro día, fui a un supermercado en Alsenberg, que está cerca de Bruselas, pero que no es Bruselas, y el cajero que me atendió resultó ser un armario pelirrojo con unos brazos que parecían piernas y tatuados de muñeca a hombro, y un aspecto taciturno y antipático que ríete de Guillermo el Estatúder. Inmerso en mis pensamientos, se me escapó un 'bonjour' y, como era el cliente, aún recibí un 'goedemorgen' como respuesta, porque, de no haberlo sido, quizá mis buenos deseos para con su día no me hubieran servido para evitar un bufido.
Así que sí, va a ser que el neerlandés es un idioma importante, al menos, para mantener la paz en el mundo. En mi mundo, por lo menos.
De repente, uno pasa de estar ufano hablando con fluidez a tartamudear, buscar las palabras con desesperación y apoyarse en otra lengua (el alemán, en este caso, para enfado de la profesora) para conseguir hacerse entender. De repente, uno pasa a no poder utilizar más que el presente de indicativo, porque los demás tiempos sospecha cómo pueden formarse, pero formalmente no los ha dado. De repente, uno pasa de tener conversaciones sesudas sobre temas trascendentes, a hablar del tiempo que hace y de cuál es su país (Ik ben uit Spanje. Ik ben spaniaard), y nada más porque no hay manera.
A todo esto, la profesora pone el grito en el cielo cada vez que alguno de los que dominamos el alemán nos confundimos y soltamos un "ich" en lugar del obligatorio "ik", o "haben" en lugar de "hebben", y así varias más. Todo son actividades de conversación, en las que nos divide por grupos y en el que, después de sudar tinta para comunicar las poquitas cosas que nos da con las doscientas palabras y tres estructuras de las que disponemos, miramos a nuestro alrededor y seguimos hablando en francés, inglés o alemán (y en un caso incluso en ruso, sí).
A medida que avanzan las semanas, y más concretamente en la tercera, ya nos soltamos un poquito más. Ejercicios y más ejercicios han tenido la virtud de hacernos soltar la lengua un poquito. Recuerdo en mi tiempos del colegio que había quien antes de los exámenes orales de alemán se acercaba al bar de la esquina a hacerse una casalleta y despegarse así la lengua. Aprobó, pero no sé si recomendar el sistema.
Aquí, lo más difícil es hacerse a la idea que debemos comunicarnos en una lengua en la que nos cuesta mucho decir algo que tenga un mínimo sentido, cuando podríamos decir casi cualquier cosa en otras lenguas, pero, una vez nos acostumbramos a balbucear con dificultad y nos resignamos a abandonar el inglés, el francés o, más que nada, el alemán, idioma especialmente proscrito, pues ya sólo nos queda seguir hacia delante.
Al final, el curso lo pasé con buena nota, y se supone que puedo pasar a segundo nivel. La verdad es que, desde que terminé el curso, el neerlandés lo he usado más o menos lo mismo que antes, que es muy poquito más que prácticamente nada, salvo para pasar a Flandes y tratar de caer bien con un par de frases, porque es evidente que comunicarse en francés por allí no está muy bien visto, incluso en municipios que están en esa estrecha franja que queda encajada entre la región de Bruselas y la de Valonia y que están rodeados de francofonía, y no sólo rodeados, sino con una quinta columna francófona que fatalmente se hace más y más numerosa.
Pero, así y todo, lo del neerlandés parece una buena idea, y no dudo que voy a continuar tomando clases en el poco tiempo que me deja el resto de mis ocupaciones y que, como es evidente, han tenido un impacto brutal sobre la frecuencia de publicación de entradas en esta bitácora de mis pecados. Pero, el otro día, fui a un supermercado en Alsenberg, que está cerca de Bruselas, pero que no es Bruselas, y el cajero que me atendió resultó ser un armario pelirrojo con unos brazos que parecían piernas y tatuados de muñeca a hombro, y un aspecto taciturno y antipático que ríete de Guillermo el Estatúder. Inmerso en mis pensamientos, se me escapó un 'bonjour' y, como era el cliente, aún recibí un 'goedemorgen' como respuesta, porque, de no haberlo sido, quizá mis buenos deseos para con su día no me hubieran servido para evitar un bufido.
Así que sí, va a ser que el neerlandés es un idioma importante, al menos, para mantener la paz en el mundo. En mi mundo, por lo menos.