jueves, 25 de junio de 2015

Acoso

El otro día, me llamó el padre de un compañero de colegio de Ame, con el que coincide solamente en el autobús, y me dijo que Ame, junto con otro compañero, le hacían la vida imposible a su hijo. La cosa no pasó a mayores, porque hablé con Ame y le dejé claro que a ese niño no tenía ni que acercársele. Indagando un poco más, parece que hay testigos que aseguran que el niño, que es nuevo en la ciudad y, obviamente, en el colegio, tampoco es un ser angelical, sino una persona de natural inquieto que, confinado en el autobús, puede dar él también bastante la tabarra, aunque eso no justifica el recurso al insulto que parece que era la vida imposible a la que Ame y su compinche sometían al chaval. Normalmente no volverá a suceder y, en este improbable caso, he dado todas las garantías al padre del ofendido de que no tiene más que hacérmelo saber para que tome las medidas oportunas.

Hoy, incluso existe una palabra técnica para estos fenómenos. 'Bullying' o, en castellano, acoso escolar. Se realizan campañas para su prevención y su erradicación y, en suma, está muy mal visto.

No está de más echar un vistazo atrás, porque hasta hace poco no era así.

Cuando cambié de colegio, diez añitos tendría, yo era un chiquillo físicamente muy enclenque, alto y larguirucho, que no sabía nadar ni ir en bicicleta y, lo que es peor en un medio como el que me encontraba, jugaba fatal al fútbol. Lo único bueno que tenía era mi rendimiento escolar, que había sido bastante bueno, pero que cayó en picado con el cambio de colegio. Sin poner en peligro cosas como pasar de curso, sí que pasó a estar en la media de la clase, y supongo que eso me debió crear bastante pesar, porque yo venía de sacar notas bastante mejores en mi colegio anterior.

Todo junto, inseguridad académica y mediocridad física, me hacían acreedor del puesto de víctima ideal de acoso, hablando en términos actuales. Sólo faltaba el acosador y, como la función crea el órgano, no tardó en aparecer.

Villalobos, si Dios quiere, será hoy un ciudadano ejemplar, que pagará sus impuestos de mala gana, pero los pagará, que trabajará de chupatintas en Dios sabe qué despacho y votará de mala gana a algún partido; o un ciudadano chanchullero, que cobrará los trabajos de fontanería en negro y que se gastará en el bar el dinero que se haya ahorrado con el IVA que no ingresa. Será lo que será. En aquel entonces, era un capullo integral, pero un capullo integral físicamente bastante poderoso, que sistemáticamente me propinaba una colleja detrás de otra cuando salíamos al patio, y no me quitaba el bocadillo porque yo era un chaval bastante hambriento y el bocadillo hacía tiempo que lo tenía entre pecho y espalda. Y, de ahí, ni Villalobos era capaz de robármelo.

Villalobos era el cabecilla, pero había más cretinos empeñados en convertir mis patios en un momento desagradable, que seguían a Villalobos y me perseguían por todo el recinto del patio, con todo éxito. Villalobos, dentro de lo capullo, por lo menos era un capullo con iniciativa que tenía ideas. Malas, sí, pero ideas al fin. Hoy puede que esté convicto por violencia de género, si no ha sido capaz de adaptarse a estos tiempos tan peligrosos para los propinadores de collejas de autor. Los demás se limitaban a seguirle y a admirarle, y como parecía haber premio para el que me hiciera pasar más las de Caín, pues a eso se dedicaban, con devoción y esfuerzo dignos de mejor causa.

Hoy día, ante una situación semejante, la reacción de la sociedad es tremenda. Hay consejeros escolares, campañas anti-bullying, solidaridad de otros compañeros, los padres irían a manifestarse. Sin embargo, por mucho que se hayan tomado medidas, cada dos por tres vemos que las víctimas del acoso, después de llorar a sus madres y a sus padres (si viven juntos, que ésa es otra), se suicidan regularmente. Luego es el llanto y el rechinar de dientes, el 'qué hemos hecho mal' y, si la cosa se pone aún más dramática, se suicidarán el propio acosador y algún cómplice, y al final muere hasta el apuntador y, lo que no sé si es peor, las redes sociales adolescentes se llenan de mensajes que mejor hubiera sido enviar cuando todavía no había muerto nadie y se estaba a tiempo de parar el asunto.

Que no se me acuse de banalizar el asunto. Creo que queda claro que tengo un historial de víctima de acoso bastante evidente, y que lo tengo muy presente y tengo clarísimo lo que se pasa. Pero, honradamente, lo de los últimos años en España pone muy a las claras que las campañas antiacoso son, como poco, inútiles. Y, como mucho, contraproducentes.

Porque, en aquellos tiempos, las cosas no se resolvían así. Los profesores, que se suponen que estaban vigilando el patio, ni se enteraban de que allí hubiera un alumno pasándolas canutas. Ellos, a lo suyo, a pasear a diestra y siniestra con sonrisa beatífica. El acoso no existía. Los padres tampoco se enteraban, ni yo hubiera consentido que aparecieran por el colegio a protestar, porque ya sabía yo que eso significaba el ostracismo eterno, como si no tuviera bastante con las collejas y con tener que comerme el bocadillo antes de las diez y media para adquirir cierta garantía de conservarlo.

Como lo de chivarse estaba fuera de lugar, y tampoco era cuestión de esperar ayuda externa, allí no quedaba sino apañárselas como fuera. No, no hay ayuda externa. Las víctimas de acoso escolar no tienen amigos reales, es decir, de ésos que se hubieran encarado con Villalobos a decirle que parara, o se las iban a tener con ellos. Las víctimas de acoso, como mucho, pueden contar con la indiferencia de una mayoría silenciosa que no participa en el acoso directamente, pero que tampoco va a hacer nada por impedirlo, porque, sí, es silenciosa y no pretende meterse en berenjenales. Y porque, fuerza es reconocerlo, el acosado es un perdedor nato y nadie tiene muchas ganas de que le vean en compañías que sólo añaden desdoro a su persona.

Sin embargo, entonces no se suicidaba nadie, y ahora sí. Había que apañárselas, y nos las apañábamos. Y llegaba un momento en que se conseguía un resquicio, o Dios venía en ayuda de uno, por ejemplo, en forma de suspensos repetidos de Villalobos, que terminó repitiendo curso. Y sí, cuando repites curso, no se puede decir que seas un héroe, y tu ascendiente sobre tus compinches, que sí se las arreglado para pasar, se pierde sin remedio.

Lo que sí que es verdad es que el acoso escolar tiene consecuencias en la personalidad de uno. Hay unas causas, que yo creo que se deben buscar en casa, al menos es mi experiencia, pero las consecuencias duran bastante años, y no tengo muy claro que desaparezcan algún día.

En todo caso, cuando hoy veo en los colegios las campañas antiacoso, las tomas de conciencia, y hasta los teléfonos de la esperanza para quienes se ven en la tesitura, no puedo evitar ponerme escéptico. Villalobos jamás pensó que sus collejas fueran acoso, ni García pensó lo mismo de sus zancadillas cuando yo pasaba cerca, ni Ricart, que tenía tres años más que yo, pensó nunca que fuera acoso el hecho de acorralarme en el autobús del colegio, o de reducirme el asiento a la mínima expresión, ni Arnau pensó jamás que el menosprecio verbal continuado a que me sometía tuviera nada que ver con el acoso escolar, ni ninguno de ellos ni de los otros pensó jamás que lo que ellos, por separado, hacían, fuera otra cosa que una broma inocente, y que ya la devolvería yo si lo consideraba oportuno, pero que no se la devolviera a ellos, que me iba a enterar...

A veces me da la impresión de que las campañas antiacoso las diseñan gentes que, en el fondo, no lo han padecido jamás. Posiblemente porque los que lo hemos vivido en nuestras carnes hemos preferido olvidarlo lo antes posible, y porque creemos que bastante tocados hemos quedado como para, encima, volver a revivir aquellos tiempos que te dejaron convertido, al menos por unos años, en una persona completamente diferente a la que hubieras podido llegar a ser.

No sé si, a la larga (pero a la muy larga), la experiencia del acoso nos acaba convirtiendo en mejores personas. También sé de gente reprimida y acosada que ha estado tragándose el odio hasta que ha estado en situación de acosar y entonces no ha habido quien les parara. A Dios gracias, no es mi caso, y espero que tampoco lo sea el de Ame y que no pase de acosado a acosador.

Por si acaso, yo diría que va siendo hora de que las campañas antiacoso las diseñemos los que hemos sido víctimas. Quizá podríamos decir cosas como que las campañas genéricas son perfectamente inútiles, y que con lo que se gasta el gobierno en ésas más valdría contratar un psicólogo que trate al acosado, porque el acoso escolar va a seguir existiendo siempre, y más en estos tiempos en que la autoridad del profesorado (y de cualquiera) está por los suelos. Lo que hay que hacer es mucho menos prevenirlo que curarlo.

Pero, de eso, habrá que ocuparse en otro momento. Hoy ya se va haciendo hora de ir a dormir.

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