martes, 21 de abril de 2015

Invadiendo Flandes (I)

Con motivo del cambio de país, y por otras circunstancias que vienen menos al caso, Ame ha tenido que cambiar repetidamente de amiguitos en los últimos tiempos. Pero el resultado es muy parecido. Los niños son niños allá donde están, y no cambian mucho de carácter por el hecho ser rusos o singapureños. Todavía están, a Dios gracias, en la edad en que la voz no les ha cambiado todavía, ni han crecido por encima de sus padres, ni tampoco han experimentado otros cambios físicos que, fatalmente, indican el final de la infancia, un final que no está lejos, pero que todavía pertenece al futuro.

Los nuevos amiguitos de Ame son españoles, compañeros de colegio, pero no de los que uno se encuentra habitualmente por España. Como él mismo, han pasado mucho más tiempo en el extranjero que en la patria y, por si fuera poco, los más de entre ellos son españoles de mezclilla, de madre española y padre de cualquier sitio (porque en Bruselas hay de todos ellos), o viceversa. Pero algo tendrá España que, así y todo, muchos de ellos salen patriotas a carta cabal, y aprecian España mucho más que quienes somos españoles de pura cepa y sin una gota de sangre forastera.

En estas circunstancias de guiris, en que la familia extensa de uno no sirve de ayuda, porque está en España, los niños van dando vueltas por las casas de sus compañeros. Hoy está Ame pasando el día en casa de Fulanito, mañana es Fulanito quien viene a casa a jugar con Ame, y al día siguiente los dos van a casa de Zutanito, dicen que a hacer los deberes o algún trabajo, aunque esa es una afirmación que se debe tomar con una buena medida de escepticismo.

Ame, en el caso que nos ocupa, estaba en casa con Kobe, que es un nombre supuesto (ya se sabe lo que es el anonimato en esta bitácora), pero que corresponde a un niño como los descritos arriba: español por parte de madre y por vocación, partidario del Real Madrid (como, ¡ay!, el propio Ame, sordo a las llamadas de su padre para que considere las bondades del Levante) y, eso sí, juguetón y con un punto de pícaro. No es de extrañar que se lleve bien con Ame.

Mientras jugaban en el salón con una pelota de espuma, Ame preguntó de sopetón:

- Y a ti, ¿qué te gusta más? ¿Bélgica o España?

- España - respondió resuelto Kobe.

Yo andaba trajinando por allí y decidí intervenir.

- Eso es porque vas a España de vacaciones ¿Qué pasaría si fueras a España al colegio, y a donde fueras de vacaciones fuera a Bélgica, a no dar golpe?

- Me seguiría gustando España - insistió Kobe.

- ¿Seguro? - pregunté frunciendo el ceño.

- Seguro - repuso Kobe.

- ¿Y cómo es eso?

- Los belgas son lo peor. Sobre todo los flamencos. Ésos sí que son asquerosos.

Ame asintió convencido.

A todo esto, hay que decir que los dos niños asisten a clase a un colegio trufado de diferentes nacionalidades, en el que se predican valores de tolerancia, comprensión entre los pueblos, y otras zarandajas por el estilo, por lo visto sin demasiado éxito, al menos de momento.

Yo miré al cielo, vi que estaba despejado, que sólo hacía un poco de fresquillo, y me dije que días como ésos no abundaban en Bélgica y que seguir encerrados en casa era como para pegarnos.

- Venga. Salimos al bosque. En bicicleta.

- Yo no tengo bicicleta - repuso Kobe.

- Tenemos una que te vendrá bien.

Inflé las ruedas, ajusté la altura de los sillines y salimos a la calle. Los dos vikingos insistieron en llevar el balón para jugar al fútbol, y yo metí el balón en el cestillo de mi bicicleta, pero con un gesto torvo que anunciaba otras intenciones. Y es que, ¿cómo, Señor, ibamos a limitarnos a jugar al fútbol haciendo un día pintiparado para pasear en bicicleta?

Llegamos al bosque, y yo me desvié del estanque y tomé por el camino de la Lorena, a cuyo lado hay un carril-bici en ligera pendiente ascendente. Giré la cabeza y me dije a mí mismo que este par de zánganos iban a dormir pero que muy bien esa noche. Si hubiera ido sólo con uno, seguro que se hubiera quejado a los dos kilómetros de cansancio insoportable, pero yendo dos, y por no quedar como un alfeñique ante el otro, uno por otro apretaban los gemelos y echaban para delante.

Cinco kilómetros después, que, con las bicicletas que llevaban, no es poco, nos desviamos por la avenida de Haras, y luego nos adentramos en el bosque propiamente dicho por la avenida de Saint-Hubert. Yo los mantenía cerca, pero por detrás. Ame rezongaba en ocasiones, poniendo como excusa que su bicicleta no tenía marchas y que había cedido la suya a Kobe, que parecía estar pensando en que vaya tomadura de pelo y que lo que él quería era darle patadas a un balón.

Llegados a la intersección de la avenida de Saint-Hubert con el camino del Infante,detuve la bicicleta, y ellos se pararon a mi lado.

- ¿Sabéis dónde estamos?

Los dos, a falta de aliento, negaron con la cabeza.

- ¿Queréis ir a Flandes?

- Estamos en Flandes, ¿verdad? - dijo Kobe.

- No. Pero mirad ese camino. Por ahí, más o menos a medio kilómetro, comienza Flandes ¿Queréis ir a Flandes, escupimos allí, y nos volvemos?

A los dos niños se les iluminaron los ojillos. Qué los ojillos, la cara entera. Hasta las manos refulgían.

- ¡Síiiiiiii!

- Pues vamos para allá.

2 comentarios:

  1. ¡Genial! Se ha hecho esperar un poco pero ha merecido la pena. Deseando ver el II

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  2. Óscar Aransay, hago lo que puedo, pero, si todo va normal, mañana va la segunda parte.

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