Hace años, Ame era la estrella invitada habitual de esta bitácora, pero entretanto ha sido desplazado sin misericordia por su hermana mayor Abi, que apenas hay día que no suelte alguna perla digna de figurar en estas pantallas.
Abi es violinista desde los siete años. Apenas sabía hablar, y ya le atraía el asunto ése de la música.
- Yo quiero tocar un instrumento - decía, o más bien balbucía, a sus tres años.
- Ah, ¿si? ¿Y cuál? - preguntábamos - ¿El piano? ¿El triángulo?
- Yo quiero tocar la guitarra de palito.
Un momento de reflexión... aaaaahhhh... un violín. La guitarra de palito, qué bueno.
- Eso.
En cuanto fue posible, y aprovechando que en Moscú hay casi más escuelas de música que comisiones falleras en Valencia, metimos a Abi y a sus hermanos a una escuela de música. Sus hermanos iban a regañadientes, y aprendían el piano; Abi iba encantada, aprendía a tocar el violín y, como oído musical tiene todo el que haga falta, el solfeo lo domina sin problema alguno. Al dejar Moscú, sus hermanos dejaron la música, pero Abi no. Abi sigue con el violín, con el piano y está en una orquesta.
Lo que no tiene Abi es una cama decente. Tiene algo así como un somier plantado en el suelo con un colchón de cuerpo y medio encima. No es que no queramos comprarle una cama en condiciones, pero, como estamos alquilados y siempre pendientes de la próxima mudanza, tampoco queremos complicarnos la vida demasiado. Abi, que lo de las mudanzas y sus complicaciones parece no haberlo sufrido ni esperar padecerlo, ilusa ella, quiere una litera de cuerpo y medio que, según mis cálculos, apenas le cabría en su habitación habitual si quiere abrir la puerta. Yo no me opongo a lo de la litera, pero le digo que con una de un cuerpo va que arde, que ésa sí que le cabría.
Estuvimos en esa tienda de muebles que ya ha salido alguna vez en la bitácora, pero Abi seguía con dudas.
- Es que la que me dices es metálica.
- ¿Y qué?
- Que chirría un poco.
- ¿Y te molesta?
- Lo que me molesta es que no chirría en una nota.
- Eh... ¿en una nota?
- Sí. Si fuera un chirrido en mi, o en sol, pues vale, pero no: ni siquiera es un bemol. Y no quiero dormir en una cama que desafina al chirriar.
- Emmm... no sé. Igual le podemos decir al encargado que ajuste el chirrido. Que afine la cama, vamos.
- ¿Se puede?
No. Va a ser que no.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
miércoles, 19 de noviembre de 2014
sábado, 8 de noviembre de 2014
El último pique
Bruselas está en los Países Bajos, pero uno recorre su planta urbana y pronto cae en la cuenta de que no es lo mismo 'bajo' que 'llano'. Efectivamente, el relieve de Bruselas está trufado de cuestas, algunas muy empinadas, y de rompepiernas constantes, hasta el punto de que bien se puede decir que no hay un metro llano. Mi trayecto de casa al trabajo es básicamente descendente, salvo una cuesta hacia el final, en Matongé, y naturalmente, y eso lo hemos supuesto enseguida, el retorno a casa es una subida con rampas más o menos duras que ponen a prueba la musculatura y las articulaciones de quienes las afrontamos en bicicleta. Qué lejos están los felices días juveniles de Valencia.
El ciclista urbano en Bruselas tiene muy poco que ver con el equivalente en España. Hay, sí, el jovenzuelo mochilero y la estudiante que trabaja a tiempo parcial, o el profesional recién licenciado, o recién llegado, que alquila un piso en el centro y que, mientras ahorra para la entrada de una vivienda en propiedad, tiene unas necesidades de desplazamiento que cubrir y no hay nada mejor que la bicicleta para satisfacerlas.
Pero eso no es todo. En Bruselas hay un notable número de personas entradas en años que es evidente que han circulado siempre en bicicleta (recordemos, deporte nacional) y que van a seguir haciéndolo mientras sus piernas les sostengan; hay, igualmente, una gran cantidad de profesionales que, con traje, corbata y zapatos negros, no tienen la menor vergüenza en montarse en el sillín e ir a su lugar de trabajo ¿Cuántos hay en Madrid que hagan lo mismo? Alguno habrá, no digo que no, pero vengo de estar unos días en Madrid, con un tiempo de escándalo para ser principios de noviembre, y que en cualquier otra ciudad hubiera sacado a la calle a legiones de ciclistas, y no he visto más que señales pintadas en el asfalto, dando la bienvenida a los ciclistas, pero ciclistas, lo que es ciclistas, no he visto ni uno en la ciudad.
Tanta cuesta, y alguna imprudencia que he cometido en mis entrenamientos y mis desplazamientos, han acabado por comprometer la salud de mis articulaciones, y más en particular de mi rodilla derecha. En tanto la recupero, debo circular con un desarrollo más modesto, y eso me obliga a aumentar la cadencia de pedaleo o a renunciar a los piques.
Desde aquellos tiempos en que, con mucha pena y trabajo, dejé detrás a mi pijo condiscípulo de ruso, suelo participar en los piques con todo lo que tengo. Estar simplemente poniendo un pedal delante de otro, mientras te van adelantando los demás ciclistas, es una escuela de humillación que, a no dudar, será muy beneficiosa para mi carácter, pero me saca de quicio. Me adelantan jovencitas que montan en bicis no mucho mejores que la famosa de mi tío Amalio, me adelantan ciclistas con mallas de entrenamiento, me adelantan profesionales con traje y corbata, como yo mismo, montados en bicis fantásticas (la mía es correcta, pero no fantástica), me adelantan todo tipo de bicicletas plegables, y en particular las Brompton que, para los no entendidos, son como el Rolls Royce de las bicicletas plegables. Un día, a media subida de Matongé, me adelantó a toda velocidad un señor gordo y calvo montado en una bici de paseo, y ahí ya me hubiera sumido en la desesperación de no haber distinguido que la bici que me había adelantado era eléctrica y que así cualquiera subía la calle Malibran sin despeinarse. En el caso del señor en cuestión, despeinarse era algo que, de todas formas, estaba fuera de sus posibilidades.
Sin embargo, la paciencia, la disciplina y la mortificación han ido dando sus frutos lentamente, y mi rodilla derecha, aunque hay días que sigue dando la lata, se ve que va mejorando; hay días, incluso, en que uno se levanta con el empuje de aquellos días en Valencia, dispuesto a comerse el mundo y a devorar kilómetros con el hambre de tiempos pretéritos. Y uno de esos días fue el de anteayer.
Anteayer salí de casa sin saber que tenía rodilla derecha, ni izquierda, ni ninguna. Anteayer monté en la bicicleta dispuesto a no dar un metro a nadie que tuviera la osadía de ponerse a mi altura, y no digamos a adelantarme. Una jovencita, en un descenso, se puso a mi altura en un semáforo con una bicicleta urbana de las que dan gusto verlas, y vestida con casco, mallas y todo lo necesario para montar: giré la cabeza frunciendo el ceño y esbozando una sonrisa y, cuando el semáforo se puso en verde, mi chaleco reflectante le dio la espalda enseguida y se alejó más y más de ella.
Pasé la plaza Flagey zigzagueando entre los coches y los autobuses y apelando a la preferencia de quienquiera que tenga la derecha, y afronté la subida de la calle Malibran, una subida con una pendiente suave que me encanta y que he subido con el plato grande más de una vez. A lo lejos divisé la silueta de un ciclista. "A ése lo adelanto antes de acabar la subida", me dije, y hundí el pie en el pedal con todas mis fuerzas. Efectivamente, me iba acercando al ciclista, y cada vez lo podía ver mejor. Era un chico delgado y alto, probablemente un estudiante, o quizá un profesional joven (muy joven, en este caso). Unas cuantas pedaladas más, y vi que iba montado sobre una bicicleta vieja, con unos guardabarros llenos de desconchados en la pintura; unas cuantas pedaladas vigorosas más, y ya no me limité al sentido de la vista, sino que el del oído me decía que aquella bicicleta parecía estar agonizando. No tenía marchas, faltaban un par de radios, los pedales hacían un ruido tremendamente sospechoso, de luces ni hablamos, y el ciclista que la montaba hacía de tripas corazón para llevarla a la cima de Malibran, la plaza Blyckaerts, y de allí Dios sabe adónde.
Un par de pedaladas más y me puse a su rueda, otra más y ya le hubiera adelantado como una exhalación, cuando debí recordar algún suceso del pasado, y entonces bajé la cabeza, levanté el pie, me puse a su ritmo, pero siempre detrás de él, y él llegó delante a la plaza Blyckaerts y ya allí nuestros caminos se separaron.
Un respeto.
El ciclista urbano en Bruselas tiene muy poco que ver con el equivalente en España. Hay, sí, el jovenzuelo mochilero y la estudiante que trabaja a tiempo parcial, o el profesional recién licenciado, o recién llegado, que alquila un piso en el centro y que, mientras ahorra para la entrada de una vivienda en propiedad, tiene unas necesidades de desplazamiento que cubrir y no hay nada mejor que la bicicleta para satisfacerlas.
Pero eso no es todo. En Bruselas hay un notable número de personas entradas en años que es evidente que han circulado siempre en bicicleta (recordemos, deporte nacional) y que van a seguir haciéndolo mientras sus piernas les sostengan; hay, igualmente, una gran cantidad de profesionales que, con traje, corbata y zapatos negros, no tienen la menor vergüenza en montarse en el sillín e ir a su lugar de trabajo ¿Cuántos hay en Madrid que hagan lo mismo? Alguno habrá, no digo que no, pero vengo de estar unos días en Madrid, con un tiempo de escándalo para ser principios de noviembre, y que en cualquier otra ciudad hubiera sacado a la calle a legiones de ciclistas, y no he visto más que señales pintadas en el asfalto, dando la bienvenida a los ciclistas, pero ciclistas, lo que es ciclistas, no he visto ni uno en la ciudad.
Tanta cuesta, y alguna imprudencia que he cometido en mis entrenamientos y mis desplazamientos, han acabado por comprometer la salud de mis articulaciones, y más en particular de mi rodilla derecha. En tanto la recupero, debo circular con un desarrollo más modesto, y eso me obliga a aumentar la cadencia de pedaleo o a renunciar a los piques.
Desde aquellos tiempos en que, con mucha pena y trabajo, dejé detrás a mi pijo condiscípulo de ruso, suelo participar en los piques con todo lo que tengo. Estar simplemente poniendo un pedal delante de otro, mientras te van adelantando los demás ciclistas, es una escuela de humillación que, a no dudar, será muy beneficiosa para mi carácter, pero me saca de quicio. Me adelantan jovencitas que montan en bicis no mucho mejores que la famosa de mi tío Amalio, me adelantan ciclistas con mallas de entrenamiento, me adelantan profesionales con traje y corbata, como yo mismo, montados en bicis fantásticas (la mía es correcta, pero no fantástica), me adelantan todo tipo de bicicletas plegables, y en particular las Brompton que, para los no entendidos, son como el Rolls Royce de las bicicletas plegables. Un día, a media subida de Matongé, me adelantó a toda velocidad un señor gordo y calvo montado en una bici de paseo, y ahí ya me hubiera sumido en la desesperación de no haber distinguido que la bici que me había adelantado era eléctrica y que así cualquiera subía la calle Malibran sin despeinarse. En el caso del señor en cuestión, despeinarse era algo que, de todas formas, estaba fuera de sus posibilidades.
Sin embargo, la paciencia, la disciplina y la mortificación han ido dando sus frutos lentamente, y mi rodilla derecha, aunque hay días que sigue dando la lata, se ve que va mejorando; hay días, incluso, en que uno se levanta con el empuje de aquellos días en Valencia, dispuesto a comerse el mundo y a devorar kilómetros con el hambre de tiempos pretéritos. Y uno de esos días fue el de anteayer.
Anteayer salí de casa sin saber que tenía rodilla derecha, ni izquierda, ni ninguna. Anteayer monté en la bicicleta dispuesto a no dar un metro a nadie que tuviera la osadía de ponerse a mi altura, y no digamos a adelantarme. Una jovencita, en un descenso, se puso a mi altura en un semáforo con una bicicleta urbana de las que dan gusto verlas, y vestida con casco, mallas y todo lo necesario para montar: giré la cabeza frunciendo el ceño y esbozando una sonrisa y, cuando el semáforo se puso en verde, mi chaleco reflectante le dio la espalda enseguida y se alejó más y más de ella.
Pasé la plaza Flagey zigzagueando entre los coches y los autobuses y apelando a la preferencia de quienquiera que tenga la derecha, y afronté la subida de la calle Malibran, una subida con una pendiente suave que me encanta y que he subido con el plato grande más de una vez. A lo lejos divisé la silueta de un ciclista. "A ése lo adelanto antes de acabar la subida", me dije, y hundí el pie en el pedal con todas mis fuerzas. Efectivamente, me iba acercando al ciclista, y cada vez lo podía ver mejor. Era un chico delgado y alto, probablemente un estudiante, o quizá un profesional joven (muy joven, en este caso). Unas cuantas pedaladas más, y vi que iba montado sobre una bicicleta vieja, con unos guardabarros llenos de desconchados en la pintura; unas cuantas pedaladas vigorosas más, y ya no me limité al sentido de la vista, sino que el del oído me decía que aquella bicicleta parecía estar agonizando. No tenía marchas, faltaban un par de radios, los pedales hacían un ruido tremendamente sospechoso, de luces ni hablamos, y el ciclista que la montaba hacía de tripas corazón para llevarla a la cima de Malibran, la plaza Blyckaerts, y de allí Dios sabe adónde.
Un par de pedaladas más y me puse a su rueda, otra más y ya le hubiera adelantado como una exhalación, cuando debí recordar algún suceso del pasado, y entonces bajé la cabeza, levanté el pie, me puse a su ritmo, pero siempre detrás de él, y él llegó delante a la plaza Blyckaerts y ya allí nuestros caminos se separaron.
Un respeto.
domingo, 2 de noviembre de 2014
El primer pique
Pues señor, he aquí que en felices tiempos pasados, en que estaba acabando mis estudios de licenciatura, mientras iba a clase de ruso por las tardes por Dios sabría que designios, me movía por Valencia en bicicleta. Hoy, eso no es sorprendente, porque es un vehículo que uno se encuentra por doquier en la ciudad; pero, entonces, los pocos que nos desplazábamos en bicicleta éramos unos auténticos pioneros, además de víctimas de las chuflas del resto de usuarios de la vía pública, que nos llamaban 'Lejarreta', 'Perico' o 'Induráin' mientras hacían gestos burlones con los brazos, como si movieran un manillar imaginario.
Como buen estudiante de familia modesta, y la mía tenía la virtud de la modestia en grado sumo, no tenía un duro, y bastante era que tuviera una peseta. En consecuencia, mi bicicleta no era precisamente la que usaban los mismos Lejarreta, Perico o Induráin, con los que nos comparaban los guasones de turno, en sus gestas en el Tour de Francia. Más bien no, y más valía quizá que así fuera, porque los ladrones de bicicletas, entonces como ahora, actuaban con total impunidad y no dejaban candado entero. Después de perder dos bicicletas de cierta enjundia, una tía abuela que me quedaba en el pueblo me preguntó si no me haría papel la bicicleta que llevaba el tío Amalio, su difunto esposo, cuando se paseaba por los campos.
La bicicleta era de color rojo, de talla menuda, porque el tío Amalio era tirando a corto de estatura, pedales bajos, unos frenos de varilla que nunca volveré a ver, sillín de cuero marrón, manillar oxidado, rodamientos lamentables y, en resumidas cuentas, una auténtica antigualla que hoy me quitarían de las manos, porque lo 'vintage' se ha puesto de moda, pero que en aquellos tiempos incitaba a la conmiseración de mis semejantes, cuando no directamente a la burla más cruel.
Como a caballo regalado no hay que mirarle el diente y como, de todas maneras, mi bolsa estaba tan vacía que la alternativa consistía en largos paseos entre mi casa, la facultad y los distintos destinos de mis desplazamientos, no le hice ascos al regalo y lo llevé del pueblo a la ciudad. Y es que el sentido del ridículo es proporcional a lo llenos que estén los bolsillos de uno. En mi caso, ambas magnitudes eran sumamente reducidas.
La bici, todo hay que decirlo, funcionaba. No se podía comparar en cuanto a velocidad a la bicicleta de carreras que me habían robado poco antes, pero era muy cómoda de llevar por ciudad. Todo fue bien hasta que comenzó el curso siguiente. En Derecho, entonces, la mía era prácticamente la única bicicleta de toda la facultad, porque la mayoría de los estudiantes de Derecho son tirando a gente bien, con posibles, y los que no lo son hacen lo necesario por aparentarlo o, al menos, por no quedar demasiado en evidencia, y las excepciones con aspecto de votar a Podemos, si es que Podemos hubiera existido en aquellos tiempos, éramos una minoría extravagante que sólo aprobábamos porque la mayoría de los exámenes eran escritos y porque, cuando eran orales, ya nos cuidábamos muy mucho de no parecer lo que realmente éramos. Y eso que estoy hablando de la facultad de la universidad pública, porque, cuando avistábamos algún estudiante de la privada, a veces me preguntaba si los dos pertenecíamos a la misma especie.
Como quedó dicho, por la tarde iba a clase de ruso, donde el ambiente era sensiblemente distinto. Allí el pijerío estaba ausente por completo, y quienes formaban parte del alumnado, con la casi única excepción de quien esto escribe, lo más probable es que hoy vayan a votar en masa a Podemos y, además, se les note con sólo ver las pintas que llevan; entonces votaban al Bloc, si hablaban algo parecido al valenciano, o al PCE y luego a EU, si no lo hablaban o la normalización de la lengua vernácula no era la razón de su existencia.
Pero aquel año ocurrió algo extraordinario.
El primer día de clase apareció un alumno muy original, vestido con ropa de marca, con un corte de pelo impecable, perfectamente peinado, que, según supe, hasta entonces había asistido a clase en un horario diferente. Los alumnos, greñudos y desaliñados, que estábamos en aquella aula lo mirábamos sorprendidos, como si fuese de otro planeta, y hasta cierto punto lo era; las alumnas, por su parte, por muy rojas que fueran -y lo eran-, no le quitaban ojo, pero digamos que su mirada era menos sorprendida que la nuestra, y más con pestañeo y sonrisa que pretendía ser agradable. Él, que, al contrario de sus condiscípulos, debía ser ducho en recibir pestañeos y caídas de ojos, se dejaba querer y, evidentemente, sus compañeros de clase de sexo masculino, si de ojitos se trataba, lo que le estábamos tomando era algo de ojeriza.
Ojeriza o no, al salir de clase resolví tomar contacto con el intruso.
- Hola, ¿qué tal? Soy Alfor ¿Tú eres nuevo en este grupo?
- Sí, soy David. Antes iba al grupo de mañana, pero en cuarto ya lo han quitado. Me he cambiado de grupo en la facultad y así también puedo venir aquí.
- ¿Y qué estudias?
- Derecho. Estoy en segundo.
Debí suponerlo.
- ¿Y tú qué estudias? - me preguntó él, probablemente suponiendo, por mi aspecto, que debía ser Filosofía, Historia o algo de ciencias. Yo le miré entornando un poco los ojos y dije:
- También Derecho. Estoy en cuarto.
- ¡Vaya! - y me miró nuevamente de arriba a abajo, como sin dar crédito completo a mis palabras - ¿Ya has elegido especialidad?
- Lo hice el año pasado. Derecho Privado.
- Yo tendré que elegir el año que viene. Ya me indicarás algo.
- Claro, ya hablaremos.
Descendimos juntos las escaleras de la escuela en medio de la avalancha de alumnos que abandonaban el edificio.
- ¿Hacia dónde vas? - le pregunté.
- Vivo en Patraix.
- Ah, yo vivo muy cerca de allí, pero yo voy en bicicleta.
- Ah, pues yo también.
Abrí mucho los ojos. Un estudiante de Derecho con ropa de marca y aspecto de pijo que, sin embargo, iba en bicicleta. Lo nunca visto.
Fuimos al aparcamiento de bicicletas, y quité el candado de la antigualla que había sido de mi tío Amalio. Mi compañero David, por su parte, le quitó el candado a la suya, que no era precisamente una antigualla. Se trataba de una bicicleta urbana con cuadro de aluminio, doce velocidades, frenos último modelo y todo lo que un ciclista urbano podría soñar. David se montó, se despidió con una sonrisita mirando con desdén mi vehículo, dio un par de pedaladas con un desarrollo que la bici del tío Amalio no podía imitar ni remotamente, y se alejo a todo trapo por la avenida.
Un borbotón de sangre subió a mi cabeza, monté en la bici del tío Amalio y me dije que por mis muertos, entre los que estaba el propio tío Amalio, que ese pijo no llegaba antes que yo a Patraix. A fuerza de meter una cadencia de pedaleo que ni el molinillo de Armstrong, le alcancé en un semáforo e intenté hacer ver, ocultando mis jadeos, que no estaba ni sofocado ni nada. Le saludé con una inclinación de cabeza, él miró nuevamente la bici del tío Amalio y, cuando el semáforo se puso en verde, debió entender que allí había en juego algo más que unos segundos de tiempo en casa y salió como una exhalación.
Yo apreté los dientes y las bielas todo lo que pude, pero la bici del tío Amalio tenía sus limitaciones, y los rodamientos de la caja del pedalier también los tenían. Cuando llegamos a la Gran Vía me llevaba una ventaja importante, y entonces, en un ardid desesperado, me metí por las callejuelas del barrio de Quart, donde hoy hay un bonito carril bici, pero entonces era un lugar bastante más salvaje para las dos ruedas, aunque, por lo menos, sin semáforos. Bueno, para ser exactos, sin semáforos que un ciclista con prisas no se pudiera saltar, a diferencia de los de la Gran Vía, que se cruzaban con calles principales, con lo había que ser directamente inconsciente o algo temerario para ignorarlos.
Lo conseguí. Al cruzar hacia Abastos, pasé hacia el antiguo mercado como un bólido y vi a David parado en un semáforo. Giré la cabeza, lo miré un instante, y seguí mi camino. El pijo repeinao, con su bicicleta puturrudefuá, se había quedado atrás.
David vino todavía unas cuantas veces más a clase, pero, como tantos alumnos de la escuela, desapareció hacia Navidad, a despecho de los ojitos que le hacían sus condiscípulas. Supongo que no le vería al ruso la menor utilidad para sus estudios de Derecho y preferiría concentrarse en los mismos, y también supongo que, puestos a elegir (y pudiendo hacerlo) quién le hiciera ojitos, pestañeos y morritos, las chicas puño en alto de la escuela quedaban muy por detrás de los pibones cañón que uno se podía encontrar en los primeros cursos de Derecho, entonces y, estoy seguro, hoy mismo.
A partir de entonces, sin embargo, algo también cambió en mi vida: los piques en bicicleta pasaron a formar parte de mis desplazamientos. La bici del tío Amalio, quién lo iba a decir, fue robada por un malnacido mucho antes de que el vintage estuviera de moda; desde entonces, me han robado una bicicleta más en Valencia (herencia de mi abuelastro y no menos vintage que la del tío Amalio), me desvalijaron otra, una plegable que había comprado por cuatro perras, y me robaron otra en Moscú. En Bruselas aún no he sufrido ninguna pérdida, pero soy consciente de que es casi imposible que esta situación de virginidad delictiva dure mucho tiempo, por muchos candados en u que me haya agenciado entretanto.
Y sí, Bruselas es lugar de piques. Entretanto, tengo una bicicleta urbana y pesada, sí, pero mejor incluso de la que tenía mi condiscípulo David en aquel lejano día de otoño; el problema es que tengo veinticinco años más sobre mis rodillas y llevo un par de meses medio lesionado, lo cual me limita mucho a la hora de participar en las carreras ciclistas urbanas.
Mucho, sí, pero no del todo. Lo veremos en alguna de las próximas entradas.