El período vacacional hace ya un par de semanas que ha tocado a su fin. Hemos vuelto a Bruselas, y todo el mundo se hace lenguas de lo bien que lo ha pasado en vacaciones, de lo preciosa que es Figueira y su 'praia', y de que ha hecho muy buen tiempo y que vuelven con las pilas cargadas.
Yo, por mi parte, tengo las pilas mucho más descargadas que antes de irme. He pasado dos semanas, padeciendo los cuarenta y pico grados que han caído en Valencia, acompañado de tres saboteadores que se negaban a ejecutar cualquier plan que implicara abandonar el salón del piso y aplicar un esfuerzo físico cualquiera, por mínimo que fuera. Y, claro, cuando cuatro personas se juntan en un espacio físico reducido, de temperatura elevada, sin aire acondicionado, y con el único objetivo de sentarse delante de una pantalla y ver lo que echan, es resultado es explosivo. Sobre todo cuando existe un mando a distancia y la posibilidad de escoger, entre distintas opciones (a cual más espantosa, pero ése es otro asunto), cuál queremos que aparezca en pantalla. No ha habido muertos porque hay unos límites morales, no sé si impuestos por la sociedad o por quién, que no se han sobrepasado. Por poco, vale, pero no se han sobrepasado.
Así que mis dos semanas de vacaciones han sido una agonía incesante, una lucha por apartar a mis tres vástagos de la pantalla y de conducirles a actividades más sanas que se negaban siquiera a plantearse. A duras penas conseguí llevarles al monte dos veces, y a montar en bicicleta por la ciudad, incluyendo un bonito trayecto hasta la playa, otras dos; el resto ya me fue imposible. El resultado no es sólo la tensión resultante de apretujarse en un espacio cerrado, sino que tengo la horrorosa sensación de haber perdido lamentablemente dos semanas de mi vida, y no dos semanas cualesquiera, no, sino las dos semanas que debían servir para poder decir, como mis compañeros de trabajo, que llego con las pilas cargadas después de haber disfrutado como un enano en Figueira o donde haga falta.
Lo único que puedo decir yo es que, comparado con lo que he pasado, las negociaciones con el comité de personal del curro son una balsa de aceite, y eso que los miembros del comité de personal son unos sindicalistas empecinados capaces de pasarse horas discutiendo la colocación de las comas en el convenio. Pues, al lado de mis hijos, son la benevolencia personificada. Casi tengo ganas de meterme en la próxima negociación que, después del entrenamiento veraniego que llevo, estoy seguro de que voy a ganar de calle.