Durante los últimos meses, de vez en cuando, hemos recibido en Bruselas visitas de los amigos que hemos dejado en Moscú, y así es como nos ha llegado la noticia de las medidas que ha tomado el alcalde Sobyanin para eliminar los atascos. Bueno, si no es eliminar, por lo menos para ponerles trabas.
Una amiga nuestra, residente en la milla de oro moscovita, ese barrio que tiene como arterias principales las calles Ostozhenka y Prechistenka, y donde los pisos cuestan aún más que la fruta en el Asbuka Vkuza, nos contó que, dede hacía poco, en el centro de Moscú habían introducido el aparcamiento de pago y que, desde entonces, ella tenía su tarjeta de aparcamiento de residente, que le costaba sus buenos tres mil rublos al año, y con eso aparcaba en su barrio sin dificultad. Y, añadía, como la gente no iba en coche al centro, salvo que viviera allí, ya no había atascos.
Obviamente, mi postura en esta cuestión era más o menos como la de Santo Tomás: "si no lo veo, no lo creo". Llegado que hubimos a Moscú, poco menos que lo primero que hicimos fue verificar si tal cosa era verdad, y he aquí mis conclusiones.
Para empezar, no es exactamente cierto que aparcar en el centro de Moscú fuera gratis desde siempre. De hecho, en tiempos de Luzhkov, y bastante antes de su caída en dsgracia, se implantó el aparcamiento de pago en lugares como la calle Tverskaya. Lo que pasa es que quello era un cachondeo. En lugar de las máquinas automáticas como las de la ORA, que son las que han puesto en este nuevo intento, quienes cobraban por el aparcamiento era unos gorrillas que se te acercaban exigiéndote el pago, y que más de una vez te pedían más de lo que estaba establecido, a ver si colaba. Vamos, que en realidad los gorrillas desaliñados que okupan en verano la Malvarrosa son más serios. Aquello no podía acabar bien, y finalmente la cosa acabó poniendo grúas, que eso sí que disuade... y permitiendo aparcar en las aceras, con el consiguiente cabreo de los peatones que pasábamos a duras penas entre el morro del coche (semejante al de su conductor) y las paredes de las casas.
Ahora no. Lo que hemos visto en la semana que hemos pasado por allí ha sido que las aceras de la Tverskaya están, por fin, despejadas, y que efectivamente el aparcamiento en el interior del Sadóvoye Koltsó es de pago rigurosos, con unas máquinas de la ORA muy estilizadas y muy monas. Eso sí, para ser capaz de pagar poco menos que hay que hacer un curso específico.
Como eso de pagar por algo que era gratis no concuerda con la idiosincracia del ruso (ni con la de nadie, para qué vamos a engañarnos), los rusos, según nos han dicho, se están rascando la cabeza para encontrar subterfugios con los que evitar el pago, sin pagar, ni los ochenta rublos por hora que cuesta aparcar, ni los dos mil quinientos rublos de multa que te pueden caer, y bastante más si la grúa se te lleva el coche.
Pero, como se me hace tarde, lo dejaré para la próxima, esperando que encuentre un rato en los próximos días para escribir, porque aquí, el que se rasca la cabeza para encontrar un hueco soy yo. Creo que se nota: ocho años llevando esta bitácora, y es el primero en el que no celebro su cumpleaños (fue el 1 de mayo), y no porque se me olvidara, sino porque no hubo forma de hacerlo.
Todo lo que se cuenta aquí debería tomarse con sentido del humor. Si usted no se ve capaz de hacerlo, y aun así persiste en entrar y leer, sepa que no va por usted, que lo que se cuenta está fuera de contexto y que incluso es posible que no sea ni verdad.
martes, 24 de junio de 2014
jueves, 12 de junio de 2014
Quioscos
Las impresiones que me llevo de mi último viaje a Rusia son de naturaleza bastante diversa, y entre ellas las hay chocantes y las hay de índole más habitual. En primer lugar, hay que destacar que Moscú no para de cambiar, y que en el año que falto de ella ha mejorado mucho. Cierto, no he salido del centro de la ciudad más que en un salto a Altufevo a visitar a unos amigos, pero es que el centro ha cambiado mucho.
Para empezar, los quioscos están desapareciendo a marchas forzadas. Los primeros noventa vieron la proliferación de un comercio cutre y sucio, pero es que alguno tenía que existir. A falta de espacios comerciales, que los planificadores de la ciudad simplemente no previeron, surgieron como setas, y literalmente de la noche a la mañana, infinidad de quioscos prefabricados, generalmente en las inmediaciones de las estaciones de metro, que vendían todo tipo de cosas y tenían un horario comercial poco menos que esclavista. Los clientes lo aceptábamos, porque era o eso, o la inanición, pero ya lo creo que los que conocíamos cómo se hacían las cosas en nuestros países echábamos de menos aquello.
Con el tiempo y una caña, han ido apareciendo espacios comerciales y tiendas decentes, que han estado coexistiendo con los quioscos hasta ahora. Hasta ahora. Este último viaje ha sido la señal de que los quioscos están de retirada, de momento en los sitios más críticos, y no dudo que la cosa va a continuar.
Por ejemplo, en la salida de las estaciones Tretyakovskaya y Novokuznetskaya, que en tiempos eran un hervidero de tenderetes en los que se podía encontrar de todo a cualquier hora del día o de la noche. Los tenderetes han desaparecido y en su lugar hay una bonita explanada, con mobiliario urbano aún por destrozar, y una fuente pública alrededor de la cual los niños se arriesgan a mojarse, cosa que, con el calor que nos ha hecho, es un riesgo bastante asumible.
El otro lugar emblemático de donde los tenderetes han desaparecido es el paso subterráneo que conecta las cuatro esquinas de la plaza Pushkinskaya y la entrada a la estación de metro del mismo nombre. Donde otrora había una actividad comercial constante y compraventas de teléfonos, tarjetas de todo tipo, cosas de coser, flores, comida (y bebida, claro), librerías temáticas y muchísimas cosas más de las que francamente no me acuerdo, pero que me han sacado de apuros más de una vez y más de dos, hoy sólo queda la pared con las marcas de los tacos que habían servido para sujetar los quioscos. Y, ciertamente, ahora se avanza por el paso con mucha mayor rapidez, pero a mí se me queda la impresión de que hemos perdido algo.
La retirada definitiva de los quioscos tiene para largo, y quedan muchísimos lugares en que resisten tenazmente, pero parece inexorable. Las concesiones municipales, que es el sistema en que cada barrio de Moscú regula los quioscos legales que acepta, han debido restringirse mucho. Delante de la que fue nuestra casa, sin ir más lejos, estaba la frutería de Andrey, que no era exactamente el quiosquero tipo. El quiosquero tipo era un inmigrante de Asia Central o del Cáucaso dispuesto a trabajar las horas que hiciera falta, y hasta a dormir sobre el suelo del quiosco, y que a veces hablaba ruso con cierta dificultad. Andrey no. Andrey era eslavo a más no poder, de trato amable y le hacía una dura competencia a cualquier tienda de los alrededores, porque eso del trato amable es algo escasísimo en Moscú y, aunque sus precios no eran precisamente una ganga, el género era bueno y el hecho de que te conocieran y te saludaran le había reportado una clientela bastante fiel. Sobre todo entre las mujeres de cierta edad, porque, además de trato agradable, Andrey era bastante bien parecido y su comercio serio hasta con los horarios, porque a las seis y media de la tarde se cerraba el chiringuito y los fines de semana nunca estuvo por allí. Básicamente, porque a las seis y media lo había vendido prácticamente todo. Por eso, si quería charlar con él de qué naranjas o mandarinas eran las de temporada, cosa donde yo le llevaba ventaja, y comprarle las que había traído aquel día, más me valía salir del trabajo a mi hora.
En este viaje, hemos pasado varias veces por delante de nuestro antiguo hogar, porque nos ha tocado visitar vecinos y porque, después de todo, le tenemos cariño a la calle, pero Andrey, con su frutería ambulante, ya no estaba por allí, y donde había estado su remolque sólo había un hueco vacío. Y es una pena, porque las alternativas de la zona son un 'produkty' por el que merodea gente casi tan mal encarada como los dependientes del mismo, y el carísimo supermercado 'Azbuka Vkuza', con sus clientes puturrudefuá, sus Lexus aparcados en la puerta o sus guardas de seguridad con transistores; una tienda, vamos, que no tiene los precios de la fruta por kilos, sino por cien gramos, entiendo que por no asustar demasiado a la clientela.
En fin, espero que Andrey haya encontrado su sitio, quizá en una tienda más estable, o haya trasladado su remolque-frutería más lejos del centro, a otro lugar al que la furia del comercio regular no haya llegado todavía. Allá donde esté, lo más seguro es que le vaya bien, porque es buen vendedor, le gusta el mundo de la fruta, y esas dos cosas juntas son algo lo suficientemente escaso en Rusia como para que los clientes (y, sobre todo, las clientas) se lo rifen.
Para empezar, los quioscos están desapareciendo a marchas forzadas. Los primeros noventa vieron la proliferación de un comercio cutre y sucio, pero es que alguno tenía que existir. A falta de espacios comerciales, que los planificadores de la ciudad simplemente no previeron, surgieron como setas, y literalmente de la noche a la mañana, infinidad de quioscos prefabricados, generalmente en las inmediaciones de las estaciones de metro, que vendían todo tipo de cosas y tenían un horario comercial poco menos que esclavista. Los clientes lo aceptábamos, porque era o eso, o la inanición, pero ya lo creo que los que conocíamos cómo se hacían las cosas en nuestros países echábamos de menos aquello.
Con el tiempo y una caña, han ido apareciendo espacios comerciales y tiendas decentes, que han estado coexistiendo con los quioscos hasta ahora. Hasta ahora. Este último viaje ha sido la señal de que los quioscos están de retirada, de momento en los sitios más críticos, y no dudo que la cosa va a continuar.
Por ejemplo, en la salida de las estaciones Tretyakovskaya y Novokuznetskaya, que en tiempos eran un hervidero de tenderetes en los que se podía encontrar de todo a cualquier hora del día o de la noche. Los tenderetes han desaparecido y en su lugar hay una bonita explanada, con mobiliario urbano aún por destrozar, y una fuente pública alrededor de la cual los niños se arriesgan a mojarse, cosa que, con el calor que nos ha hecho, es un riesgo bastante asumible.
El otro lugar emblemático de donde los tenderetes han desaparecido es el paso subterráneo que conecta las cuatro esquinas de la plaza Pushkinskaya y la entrada a la estación de metro del mismo nombre. Donde otrora había una actividad comercial constante y compraventas de teléfonos, tarjetas de todo tipo, cosas de coser, flores, comida (y bebida, claro), librerías temáticas y muchísimas cosas más de las que francamente no me acuerdo, pero que me han sacado de apuros más de una vez y más de dos, hoy sólo queda la pared con las marcas de los tacos que habían servido para sujetar los quioscos. Y, ciertamente, ahora se avanza por el paso con mucha mayor rapidez, pero a mí se me queda la impresión de que hemos perdido algo.
La retirada definitiva de los quioscos tiene para largo, y quedan muchísimos lugares en que resisten tenazmente, pero parece inexorable. Las concesiones municipales, que es el sistema en que cada barrio de Moscú regula los quioscos legales que acepta, han debido restringirse mucho. Delante de la que fue nuestra casa, sin ir más lejos, estaba la frutería de Andrey, que no era exactamente el quiosquero tipo. El quiosquero tipo era un inmigrante de Asia Central o del Cáucaso dispuesto a trabajar las horas que hiciera falta, y hasta a dormir sobre el suelo del quiosco, y que a veces hablaba ruso con cierta dificultad. Andrey no. Andrey era eslavo a más no poder, de trato amable y le hacía una dura competencia a cualquier tienda de los alrededores, porque eso del trato amable es algo escasísimo en Moscú y, aunque sus precios no eran precisamente una ganga, el género era bueno y el hecho de que te conocieran y te saludaran le había reportado una clientela bastante fiel. Sobre todo entre las mujeres de cierta edad, porque, además de trato agradable, Andrey era bastante bien parecido y su comercio serio hasta con los horarios, porque a las seis y media de la tarde se cerraba el chiringuito y los fines de semana nunca estuvo por allí. Básicamente, porque a las seis y media lo había vendido prácticamente todo. Por eso, si quería charlar con él de qué naranjas o mandarinas eran las de temporada, cosa donde yo le llevaba ventaja, y comprarle las que había traído aquel día, más me valía salir del trabajo a mi hora.
En este viaje, hemos pasado varias veces por delante de nuestro antiguo hogar, porque nos ha tocado visitar vecinos y porque, después de todo, le tenemos cariño a la calle, pero Andrey, con su frutería ambulante, ya no estaba por allí, y donde había estado su remolque sólo había un hueco vacío. Y es una pena, porque las alternativas de la zona son un 'produkty' por el que merodea gente casi tan mal encarada como los dependientes del mismo, y el carísimo supermercado 'Azbuka Vkuza', con sus clientes puturrudefuá, sus Lexus aparcados en la puerta o sus guardas de seguridad con transistores; una tienda, vamos, que no tiene los precios de la fruta por kilos, sino por cien gramos, entiendo que por no asustar demasiado a la clientela.
En fin, espero que Andrey haya encontrado su sitio, quizá en una tienda más estable, o haya trasladado su remolque-frutería más lejos del centro, a otro lugar al que la furia del comercio regular no haya llegado todavía. Allá donde esté, lo más seguro es que le vaya bien, porque es buen vendedor, le gusta el mundo de la fruta, y esas dos cosas juntas son algo lo suficientemente escaso en Rusia como para que los clientes (y, sobre todo, las clientas) se lo rifen.
domingo, 8 de junio de 2014
Vidas paralelas: Gógol y Cervantes
La última entrada de la bitácora ha ilustrado un intercambio de opiniones sobre si la principal obra de Gógol es "Almas muertas" o "Veladas en un caserío cerca de Dikanka". Vaya por delante que donde creo que Gógol brilla más, y desde luego es lo que más he disfrutado de él, es en el "El inspector", una obra de teatro que sigue representándose, porque merece muchísimo la pena y da para reír mucho.
Pero, pensando sobre el asunto, se me ocurrió de que, para ilustrar cuál de las dos obras de Gógol tiene mayor importancia, no estaría de más establecer una comparación con nuestro príncipe de los Ingenios, Miguel de Cervantes. No se trata de imitar a Plutarco y de escribir biografías de ambos, pero algo de paralelo hay en las vidas de los dos, incluso en la nación a la que pertenecieron. Indudablemente, el romano de la pareja es Cervantes, porque la Monarquía Hispánica era la sucesora natural, en aquel tiempo, de Roma, por mucho que la dignidad imperial la ostentara no el rey de España, sino su primo. Y el griego de la pareja sólo puede ser Gógol, si nos tomamos la licencia de considerar griego (y no romano) el Imperio de Oriente, y el Imperio Ruso como el sucesor del anterior. Y, como más de una de las "Vidas paralelas" de Plutarco tiene un paralelismo mucho menos evidente que las de éstos dos, me arrogo la licencia de compararlos.
Los dos fueron los introductores de la novela moderna en sus respectivas literaturas (en el caso de Cervantes, en la literatura mundial). Quien piense que no, que los habrá, sólo tiene que intentar tragar alguna novela rusa anterior a Gógol y, si consigue digerirla, que lo dudo, compararla con los monstruos literarios rusos que siguieron a Gógol, como Dostoyevsky, Tolstoy o Turgeniev, y me dejo varios, todos los cuales reconocieron que, sin Gógol, no habrían aprendido a escribir.
Hay quien dice que tampoco lo de Cervantes es para tanto, y que Mateo Alemán escribió su "Guzmán de Alfarache" antes de que el Quijote fuera publicado. Quien tal cosa diga, seguro que ha leído las ediciones amputadas del Guzmán que son las más usuales entre nosotros y que eliminan las farragosísimas e incómodas digresiones morales y religiosas que Mateo Alemán, de origen converso, incluyó en el Guzmán para hacer ver que era más católico que nadie, aun escribiendo sobre un pícaro. Que se lea la obra tal y como fue publicada en los albores del siglo XVII y que me digan si no es Cervantes el primero es destacar y en hacer posible la existencia del resto de grandes novelistas del siglo XVII español, como Quevedo o Gracián.
Los dos son unos maestros a la hora de retratar, con un sentido del humor exquisito, la sociedad en que viven, pero ese sentido del humor no está reñido con una crítica que va más allá de su propia voluntad. Gógol intentó escribir una segunda parte de "Almas muertas" que dejara claro que él no era un sedicioso, pero sólo le salían escritos satíricos, hasta el punto de que terminó por quemar su segunda parte. Y Cervantes, que nunca quiso escribir una línea contra España ni contra la Iglesia, terminó escribiendo un libro que bien puede entenderse como una crítica al papel quijotesco que España estaba jugando entonces en el mundo. No es extraño que una de las primeras ediciones del Quijote se hiciera en Bruselas, y muy probablemente los destinatarios de la misma serían los soldados españoles que servían allí y que, leyendo aquello, quizá se preguntarían si no sería hora de ser menos quijotes y más sanchos.
Ninguno de los dos toca a la Iglesia lo más mínimo. Gógol era un ferviente creyente ortodoxo, y de Cervantes hay quien ha buscado ribetes de crítica a la Iglesia en esa frase de "Con la iglesia hemos topado". Si alguien piensa así, no demuestra sino que no ha leído el libro y, si lo ha hecho, más vale no creer nada de lo que diga, porque eso no es buscarle tres pies al gato, sino lo siguiente.
Los dos escritores tenían una especie de némesis. Pushkin, al que Gógol debía sus primeros pasos y a quien admiraba enormemente, era y es el escritor más conocido de Rusia, aunque en el extranjero lo ignoremos absolutamente todo sobre él. En el caso de Cervantes, Lope de Vega era el "best-seller" de su tiempo, y además no eran exactamente amigos, al menos no siempre. Sin embargo, a nivel mundial, Gógol y Cervantes han superado ampliamente a sus némesis, aunque ciertamente han tenido que pasar algunos años para que eso sucediera, y ellos no pudieron verlo.
Otra cosa en común que tienen ambos es que su obra literaria es muy parecida. Una obra capital (Almas muertas y el Quijote), una colección de relatos cortos (Veladas en un caserío cerca de Dikanka y las Novelas ejemplares), otra novela menos importante (Tarás Bulba y Los trabajos de Persiles y Segismunda) y teatro humorístico (El inspector y los entremeses de Cervantes). Y, además, una obra inicial (El Viy y La Galatea), aunque éstas sí son muy diferentes en sus temas.
Y con esto llegamos al meollo de la comparación. Comparar las Veladas con Almas muertas es algo parecido a comparar el Quijote con las Novelas ejemplares. Las Novelas ejemplares son sensacionales: si Cervantes no hubiera escrito el Quijote, sólo por ellas ya merecería un sitio de honor en la literatura española. Sé de más de un profesor descastado de literatura española que, como sabe que sus alumnos son unos badulaques de mínimo esfuerzo, ni se molesta en ordenar que lean el Quijote entero y en versión original, porque sabe que sus alumnos pillarían en Internet una sinopsis a contrapelo y con eso se presentarían al examen a vomitar barbaridades; en lugar de eso, ordena que lean alguna de las Novelas ejemplares, que son más cortas. Hace años, La gitanilla hubiera sido la elegida, pero hoy se la debe considerar, ya desde la primera frase, que se las trae, como muy políticamente incorrecta, y nadie quiere meterse en más líos que los justos.
Con las Veladas pasa algo parecido. Son muy buenas, le hubieran dado a Gógol por sí mismas un sitio de honor en la literatura rusa, pero Almas muertas es tan sumamente mordaz, certera y acabada (y, como hemos visto y me temo que seguiremos viendo, tan de actualidad), que su mensaje, igual que pasa con el Quijote, va mucho más allá de la era literalidad y pasa a retratar valores universales, cosa a la que no llegan ni las Veladas, ni tampoco las Novelas ejemplares.
Por supuesto, el tema queda abierto a discusión. Quién sabe, igual alguien opina que, en realidad, la novela de Gógol que realmente mola es Tarás Bulba. Si es así, supongo que ese alguien no pasa de veinte, o como mucho veinticinco años.
Pero, pensando sobre el asunto, se me ocurrió de que, para ilustrar cuál de las dos obras de Gógol tiene mayor importancia, no estaría de más establecer una comparación con nuestro príncipe de los Ingenios, Miguel de Cervantes. No se trata de imitar a Plutarco y de escribir biografías de ambos, pero algo de paralelo hay en las vidas de los dos, incluso en la nación a la que pertenecieron. Indudablemente, el romano de la pareja es Cervantes, porque la Monarquía Hispánica era la sucesora natural, en aquel tiempo, de Roma, por mucho que la dignidad imperial la ostentara no el rey de España, sino su primo. Y el griego de la pareja sólo puede ser Gógol, si nos tomamos la licencia de considerar griego (y no romano) el Imperio de Oriente, y el Imperio Ruso como el sucesor del anterior. Y, como más de una de las "Vidas paralelas" de Plutarco tiene un paralelismo mucho menos evidente que las de éstos dos, me arrogo la licencia de compararlos.
Los dos fueron los introductores de la novela moderna en sus respectivas literaturas (en el caso de Cervantes, en la literatura mundial). Quien piense que no, que los habrá, sólo tiene que intentar tragar alguna novela rusa anterior a Gógol y, si consigue digerirla, que lo dudo, compararla con los monstruos literarios rusos que siguieron a Gógol, como Dostoyevsky, Tolstoy o Turgeniev, y me dejo varios, todos los cuales reconocieron que, sin Gógol, no habrían aprendido a escribir.
Hay quien dice que tampoco lo de Cervantes es para tanto, y que Mateo Alemán escribió su "Guzmán de Alfarache" antes de que el Quijote fuera publicado. Quien tal cosa diga, seguro que ha leído las ediciones amputadas del Guzmán que son las más usuales entre nosotros y que eliminan las farragosísimas e incómodas digresiones morales y religiosas que Mateo Alemán, de origen converso, incluyó en el Guzmán para hacer ver que era más católico que nadie, aun escribiendo sobre un pícaro. Que se lea la obra tal y como fue publicada en los albores del siglo XVII y que me digan si no es Cervantes el primero es destacar y en hacer posible la existencia del resto de grandes novelistas del siglo XVII español, como Quevedo o Gracián.
Los dos son unos maestros a la hora de retratar, con un sentido del humor exquisito, la sociedad en que viven, pero ese sentido del humor no está reñido con una crítica que va más allá de su propia voluntad. Gógol intentó escribir una segunda parte de "Almas muertas" que dejara claro que él no era un sedicioso, pero sólo le salían escritos satíricos, hasta el punto de que terminó por quemar su segunda parte. Y Cervantes, que nunca quiso escribir una línea contra España ni contra la Iglesia, terminó escribiendo un libro que bien puede entenderse como una crítica al papel quijotesco que España estaba jugando entonces en el mundo. No es extraño que una de las primeras ediciones del Quijote se hiciera en Bruselas, y muy probablemente los destinatarios de la misma serían los soldados españoles que servían allí y que, leyendo aquello, quizá se preguntarían si no sería hora de ser menos quijotes y más sanchos.
Ninguno de los dos toca a la Iglesia lo más mínimo. Gógol era un ferviente creyente ortodoxo, y de Cervantes hay quien ha buscado ribetes de crítica a la Iglesia en esa frase de "Con la iglesia hemos topado". Si alguien piensa así, no demuestra sino que no ha leído el libro y, si lo ha hecho, más vale no creer nada de lo que diga, porque eso no es buscarle tres pies al gato, sino lo siguiente.
Los dos escritores tenían una especie de némesis. Pushkin, al que Gógol debía sus primeros pasos y a quien admiraba enormemente, era y es el escritor más conocido de Rusia, aunque en el extranjero lo ignoremos absolutamente todo sobre él. En el caso de Cervantes, Lope de Vega era el "best-seller" de su tiempo, y además no eran exactamente amigos, al menos no siempre. Sin embargo, a nivel mundial, Gógol y Cervantes han superado ampliamente a sus némesis, aunque ciertamente han tenido que pasar algunos años para que eso sucediera, y ellos no pudieron verlo.
Otra cosa en común que tienen ambos es que su obra literaria es muy parecida. Una obra capital (Almas muertas y el Quijote), una colección de relatos cortos (Veladas en un caserío cerca de Dikanka y las Novelas ejemplares), otra novela menos importante (Tarás Bulba y Los trabajos de Persiles y Segismunda) y teatro humorístico (El inspector y los entremeses de Cervantes). Y, además, una obra inicial (El Viy y La Galatea), aunque éstas sí son muy diferentes en sus temas.
Y con esto llegamos al meollo de la comparación. Comparar las Veladas con Almas muertas es algo parecido a comparar el Quijote con las Novelas ejemplares. Las Novelas ejemplares son sensacionales: si Cervantes no hubiera escrito el Quijote, sólo por ellas ya merecería un sitio de honor en la literatura española. Sé de más de un profesor descastado de literatura española que, como sabe que sus alumnos son unos badulaques de mínimo esfuerzo, ni se molesta en ordenar que lean el Quijote entero y en versión original, porque sabe que sus alumnos pillarían en Internet una sinopsis a contrapelo y con eso se presentarían al examen a vomitar barbaridades; en lugar de eso, ordena que lean alguna de las Novelas ejemplares, que son más cortas. Hace años, La gitanilla hubiera sido la elegida, pero hoy se la debe considerar, ya desde la primera frase, que se las trae, como muy políticamente incorrecta, y nadie quiere meterse en más líos que los justos.
Con las Veladas pasa algo parecido. Son muy buenas, le hubieran dado a Gógol por sí mismas un sitio de honor en la literatura rusa, pero Almas muertas es tan sumamente mordaz, certera y acabada (y, como hemos visto y me temo que seguiremos viendo, tan de actualidad), que su mensaje, igual que pasa con el Quijote, va mucho más allá de la era literalidad y pasa a retratar valores universales, cosa a la que no llegan ni las Veladas, ni tampoco las Novelas ejemplares.
Por supuesto, el tema queda abierto a discusión. Quién sabe, igual alguien opina que, en realidad, la novela de Gógol que realmente mola es Tarás Bulba. Si es así, supongo que ese alguien no pasa de veinte, o como mucho veinticinco años.