miércoles, 9 de octubre de 2013

El congreso

Así pues, en Roza Jútor apenas hay nada que hacer ni nada que comprar. Cuando lo acaben, entonces sí, entonces estará bien, pero por el momento es un rollo, y no digamos si, como era el caso, llovía todo el santo día. Claro, yo no había ido allí de vacaciones, sino de trabajo, a asistir a un congreso del ramo en el que me desempeño ahora (sigue siendo solucionar problemas, pero ahora están más acotados). Pasó la inauguración del congreso, y ya se veía que la organización tenía problemas que no sabía solucionar:

- Como cuestión logística, tengo que decirles -se dirigió la organizadora a los asistentes, que éramos todos y ya seríamos doscientos, ya- que, como habrán observado, no hay agua para beber. Sólo tenemos té y café.

Un murmullo de consternación se extendió por la sala.

- Sin embargo - continuó -, hemos estado buscando una solución imaginativa...

Expectación.

- ... pero no la hemos encontrado.

El murmullo de consternación crece.

- Después, cuando sea la hora de cenar, vamos a decir en el restaurante que saquen agua, para que cada cual pueda tomar un par de botellas y llevárselas.

En cristiano, lo que venía a decir la organizadora era "sálvese quien pueda y tonto el último". No voy a extenderme sobre la calidad organizativa de los congresos en Rusia y sobre mi opinión sobre la familia de quien hubiera tenido la ideíta de meternos en aquella trampa; en todo caso, cuando salí de la inauguración, y como tenía algún tiempo antes del comienzo del panel del que formaba parte, decidí que el último y el tonto no iba a ser yo, así que me dediqué a buscar por todo el hotel el carrito de la mujer de la limpieza y le guindé unas cuantas botellas para sobrevivir unos cuantos días, y hasta para pasarle alguna a mi compañera alemana, que no creo yo que tuviera programado su ADN para ir "consiguiendo" botellas de agua por ahí. De todas formas, su caso era menos grave, porque es una superexperta en lo suyo, tenía varias intervenciones en diversos paneles y a los intervinientes les ponían agua sobre la mesa. Yo sólo tenía una intervención y era el último día. Podía morir de sed antes.

En la página web del complejo dice que hay ocho restaurantes. La verdad es que sólo hay uno, bávaro, porque los demás sólo merecen ser llamados fonda, a la vista de la calidad del servicio, por mucho que estén en hoteles de cinco estrellas. Si los precios fueran parejos con el servicio, pues vale, pero es que ni eso. Los precios sí son de hoteles de cinco estrellas.

Mi compañera, anteayer, me vio por el pasillo y me dijo:

- ¡Me han cobrado mil quinientos rublos por el desayuno en el hotel!

Esas malditas tarifas de nuestra agencia de viajes sin desayuno incluido... Aunque ya les vale, cobrar cuarenta eurazos por desayunar. Con eso alimentas a una familia etíope un trimestre entero.

- ¡Pero es que el desayuno era muy malo! El café estaba frío, debía llevar allí desde las siete de la mañana. Y los huevos también. Todo estaba mal. Entonces recordé que al entrar nos dieron la tarjeta de "satisfacción 100%" y le dije a la camarera que quería hablar con el director.

Aprende rápido. Lo que pasa es que seguramente lo haría con educación y buenas maneras y, claro, éstos tienen más conchas que un galápago.

El director era austríaco, a juzgar por el nombre. Yo le expliqué a mi compañera que los directores de hotel europeos que yo he conocido en Moscú se pasaban el primer año preguntándose dónde estaban, el segundo año tratando en vano de cambiar algunas cosas, para pasarse el tercer año pidiendo la hora y esperando que les llegase el relevo y un nuevo destino en un lugar más fácil, como Kabul, por ejemplo.

- No sé. Me dijeron que no estaba y que lo intentara mañana. Creo que le voy a escribir un correo.

Nos fuimos a comer, y nos tocó una mesa con muy buena compañía. Un profesor de Moscú, dos de San Petersburgo, y una chica algo calladita que me presentaron:

- Y le presento a Irina Romanovna, que viene de un país poco conocido y del que no tenemos muchas visitas. Viene de Turkmenistán, no sé si ha oído hablar de ese país.

Abrí muchísimo los ojos, miré a la chica y me dije que ésta era la mía. Y me senté a su lado dispuesto a crujirla a preguntas sobre su país. La conversación no tuvo desperdicio, pero ahora estoy escribiendo en el avión que me lleva de vuelta a Occidente, y parece que vamos a aterrizar, así que la transcripción puntual de la conversación que mantuve tendrá que quedar para la siguiente entrada.

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