martes, 29 de enero de 2013

La lavandería

¿Alguien ha visto alguna vez una lavandería en España? Yo no. Ni en Moscú. Para que quede claro, una lavandería no es un sitio donde te lavan los trajes en seco, que de eso está claro que sí que hay en todos los sitios, sino un local con un montón de lavadoras públicas en la que la gente, por su cuenta y sin asistencia alguna, va lavando su colada.

En España, no soy consciente de lo que pasaba antes de la llegada de las lavadoras, porque no había nacido. Debían ser tiempos duros, porque lo de irse al lavadero del pueblo a frotar la colada contra la piedra será todo lo romántico y bucólico que se quiera, pero vaya coñazo. Entonces debieron llegar las lavadoras y todo quisqui se fue metiendo una en casa, incluyendo mis padres, pero creo que también los de todos mis conocidos. Como mucho, tocaba lavar de vez en cuando a mano, en la parte rugosa del fregadero y con jabón lagarto. Vamos, que éramos unos señoritos.

Cuando llegué a Rusia, las lavadoras no estaban extendidas y, de hecho, me tiré un año entero lavando a mano, o con una lavadora que era un cubo que daba vueltas, o llevando bolsas de ropa sucia (y luego limpia) hacia la casa de una amiga que sí que tenía. Quienes no tenían la suerte de disponer de amigas con lavadora lo pasaban mal. Una vez hice una visita a una amiga sin lavadora, y estaba lavando las sábanas. Vaya tela. Las hervía en un perol enorme, puesto al fuego, mientras las aplastaba con un palo contra el fondo, durante toda la tarde. No le he seguido la pista, pero yo creo que hace tiempo que debe tener lavadora, o igual duerme tirada encima del sofá con la calefacción a tope.

En Bélgica, en cambio, y no digamos en el centro de Bruselas, no tener lavadora es lo más normal del mundo.

Que me lo digan a mí, que no tengo. Conseguí meter en el contrato una cláusula en la que el dueño se comprometía a poner una... cosa que no ha hecho, pero eso ya son mis miserias con el dueño y nuestras rencillas, que igual me hacen comprobar cómo funciona la justicia belga. Lo cual, insisto, es otra historia, peor que la del recogedor del otro día.

La de hoy es la de la lavandería. A falta de lavadora, y como el lavadero de nuestras abuelas o la olla para hervir sábanas de mi amiga rusa no están entre mis prioridades higiénicas, a mi disposición tengo las lavanderías públicas.

En el centro de Bruselas, cerca de la Grand Place, hay dos lavanderías muy cerca una de otra. A una de ellas suelen ir mayormente homosexuales, que son un porcentaje desusadamente elevado de la población del barrio; a la otra, visto lo visto, van más bien mujeres. Yo voy a esta última, aunque es un poquito más cara. No sé... me ha dado por ahí.

Uno llega con la mochila rebosante de ropa, saca su ficha, su jabón, carga la lavadora hasta los topes, para maximizar el asunto y no ir más de lo necesario, pulsa el botón verde de arranque y ¡hala! a esperar algo menos de una hora a que la lavadora vaya dando vueltas. Entretanto, va pasando por allí la parte más desfavorecida, y con menos lavadoras, del barrio.

La parejita de recién arrejuntados, con ropa de ambos sexos, vestido él de negro, con barba de ocho días y gafas de pasta, y ella con el pelo lacio cubierto con un gorro que debería meter también en la lavadora, pero que no lo mete, porque no se lo quita ni para dormir, ni para... bueno, quería decir que no se lo quita para nada.

El trío de estudiantes brasileñas con el pelo ensortijado que se pasan los res cuartos de hora que la lavadora da vueltas hablando rapidísimo en portugués sin parar un momento, como si el silencio les diera miedo.

El contratado temporal de alguna institución internacional, o de alguna agencia o para-agencia de éstas, que vive solo, no va a estar más que unos cuántos meses en Bruselas, llega a casa, se quita el traje, se pone de esport y sale a ver qué hay, menos un día a la semana que le toca lavar la ropa, cuando ya no puede reutilizar la que tenía ni una sola vez más.

El estudiante de pueblo belga que se ha ido de casa de sus padres y no se va a ir todos los fines de semana con toda su ropa a que su mamá le lave la ropa, así que llena sus cosas y tira p'alante hacia la lavandería.

La chica pizpireta que tiene lavadora, pero no secadora, y como en Bruselas, con su humedad ambiental, puede tardar un par de semanas en secarse la colada, pues se la baja a la lavandería y, aunque no esté permitido, usa solamente la secadora, aprovechando que no hay nadie para decirle nada.

El homosexual sensible y detallista que ha debido tener algún mal rollo en la lavandería de al lado, y se ha pasado a la otra, en la que va sacando de la bolsa grande de IKEA con mucho cuidado sus pantalones azul celeste y su ropa interior de marca.

El cuarentón delgaducho que llega bien tarde, con una mochila atestada, que parece que venga de conquistar el Aconcagua, y mientras la lavadora da vuelta tras vuelta saca un libro y se pone a estudiar Prehistoria o Geografia, mirando de reojo con curiosidad a la gente que va pasando, y pensando que igual puede describir lo que imagina en una entrada de su bitácora.

Y que, de todas formas, de vez en cuando mira con cierta inquietud su reloj, porque se le hace tarde, y al día siguiente le toca madrugar.

5 comentarios:

  1. hahahahahahahahaha
    muy buena Alfor!
    Sl2
    Lluis

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  2. Ja,ja,ja. Ese cuarentón delgaducho tiene pinta de ser español y haber vivido en Rusia; no doy más detalles para respetar el proverbial anonimato de la bitácora.
    Saludos

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  3. Miedo tenía de que perdieras esa finura, esa capacidad para la narración, con tu salida de la Madre Rusia, pero compruebo con satisfacción que estás en plena forma. Un saludo.

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  4. Lluis, me alegro de que te guste.

    Fernando, eso, eso, el anonimato.

    Maybe Kandalaksha, hay días mejores que otros, la verdad, pero el de anteayer debió ser de los buenos.

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  5. Alfor... no vas a la lavandería gay "por que te ha dado por ahí????"
    Ay el subconsciente....

    saludos

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