viernes, 13 de enero de 2012

Religión y emigración (II)

He pasado, durante los últimos días, un montonazo de veces por la puerta de la iglesia evangélica "Vida Nueva", citada en la entrada anterior, sin verla abierta en ningún momento ni a un solo feligrés entrando ni saliendo. No obstante, no pierdo la esperanza de saber quién acude allí. De momento, hoy Ame me ha llamado la atención sobre el hecho de que, unos metros más allá, en la misma calle, había unas personas hablando en ruso. Obviamente, Ame lo ha hecho como siempre, a grito pelado:

- ¡PAPÁ! ¡RUSSOS!
- Pssst...

Ame está acostumbrado a poder hablar (o más bien chillar) en castellano o en valenciano en la confianza de que los rusos no le entienden ni tantico, pero estos rusos, o lo que sean, que no en vano residen en Valencia, me da a mí que algo sabrán. No estaban en la iglesia evangélica, sino en un almacén cercano, pero ya es algo.

El desarraigo que trae consigo la emigración lleva a la gente a hacer cosas que no hubiese pensado realizar en toda su vida. Por poner un ejemplo, mi familia es un ejemplo de antiemigración total (con alguna excepción, claro, básicamente el que escribe y poco más). Todos son del mismo pueblo desde tiempos inmemoriales, y sólo se sabe que, hace varias generaciones, hubo un von Buchweizen que era de Játiva, una ciudad legendaria que está de mi pueblo a la sensacional distancia de... menos de cincuenta kilómetros. Ése era el atrevido que se fue de su lugar de nacimiento.

En tales circunstancias, ya se deduce que no hay nadie en mi familia que haya dejado voluntariamente el hogar familiar para darse un garbeo por el mundo. La cosa cambió después de la guerra civil, cuando el hambre empezó a apretar y algunos parientes comenzaron a hacer la vendimia en Francia, ese país donde se habla un idioma muy parecido al valenciano. Finalmente, una tía carnal mía hizo las maletas de forma más permanente y se fue a vivir a París, como tantísimos españoles de aquellas fechas sin otra posibilidad de ganarse los garbanzos.

Aquello tuvo que ser traumático. La formación académica de mi tía no debía ir más allá de leer, escribir y contar con cierta dificultad, sus conocimientos de francés eran nulos (y cuando volvió no eran precisamente la repanocha), y París, de cuya belleza todo el mundo se admira mucho más que de la amabilidad de sus habitantes, tuvo que ser para ella un choque tremendo. Terrible, dirían ellos.

Al cabo de algunos años, volvió algo cambiada. Se había hecho testigo de Jehová y a veces resultaba algo pesada con su cantinela de que Jesús tenía hermanos, de que la Iglesia Católica nos engaña y de que se iban a salvar 144.000 personas, ni una más, ni una menos. Hasta ahí, era molesto, pero soportable. Lo de destruir imágenes de la Virgen que ni siquiera eran suyas ya empezó a molar menos y condujo a situaciones tan desagradables que hoy es el momento en que es como si no tuviera tía.

En cualquier caso, mi tía venía de una familia, la mía, con una formación religiosa poco más que nula, cuyos padres prácticamente no pisaban la iglesia del pueblo en todo el año, que creían por purísima inercia ancestral y que no tenían ni transmitieron más conocimiento cristiano que el que pudieron memorizar en los poquitos años que pudieron asistir a la escuela del pueblo, si es que fueron, que hubo quien ni llegó a eso.

Puedo imaginar lo que pasaría al llegar a París sin conocer absolutamente a nadie. Digo que puedo imaginarlo porque preguntárselo directamente era arriesgarse a una retahila de citas bíblicas sin el menor sentido y sacadas de contexto. Al cabo de un tiempo de trabajar de sol a sol, le llegaría una visita de algún predicador de los testigos, al que no le costaría mucho engatusarla con una Atalaya por aquí, una Biblia tendenciosamente traducida por allá, y citas de autoridad sin cuento por acullá. De ahí al Salón del Reino más próximo debió haber un paso, y al rebautismo por inmersión no muchos más. Y ya tenemos a mi tía emigrante y abducida. Lo de la emigración se le pasó en cuanto volvió al pueblo, varios años después; lo de la abducción lleva camino de no tener remedio, porque los próximos años que cumplirá ya la dejarán muy cerca de la condición de nonagenaria, y no se atisba cura alguna.

Evidentemente, mi tía es un caso más de víctima propiciatoria. Otro caso hubo, mucho más cercano al mundo eslavo, que me encontré hace un par de meses, también en España, en uno de mis viajes. Pero ése lo dejo para la próxima entrada, que tengo sueño.

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