Pues señor, finalmente llegamos a Rostov con un notable retraso sobre el horario previsto, prueba fehaciente de que el supuesto adelanto que nuestra guía había querido eliminar no era tal. El autobús paseó por los alrededores del famoso kremlin de Rostov, donde ya había estado yo más de una vez y hasta más de dos, y finalmente nos dejó junto a un hotel, en cuyo restaurante había contratado la comida la agencia de viajes.
Rostov es una pequeña ciudad de unos, oficialmente, algo más de treinta mil habitantes, pero tengo mis sospechas sobre esta cifra. Ya serán menos. Es sabido, y los sucesivos censos no hacen más que corroborarlo, que Rusia se despuebla más rápido de lo que pueda parecer, y que los intentos del Gobierno de revertir esta tendencia aún no dan el menor resultado, no sé si por inadecuados, o porque no es tarea de cuatro días y falta bastante para notar sus efectos. El caso es que, salvo Moscú, cuya población aumenta sin parar, la práctica totalidad de las poblaciones rusas ve decrecer su población.
Rostov fue sede metropolitana (que equivale a nuestro arzobispado) de la región hasta final del siglo XVIII, y a esta circunstancia debe casi toda la arquitectura antigua que conserva, incluidos los distintos monasterios y el kremlin, que en realidad no es tal, y no se conoció por este nombre hasta hace relativamente poco tiempo; su función era la de residencia del metropolitano, el más destacado de los cuales fue Jonás Sysoyévich, que a partir de 1680 hizo construir, en muy poco tiempo, una ciudadela de cuento de hadas cuando la construcción de fortalezas del tipo kremlin era innecesaria y no cumplia ya ninguna función militar, lo que recuerda las locuras de Luis II de Baviera y sus castillos medievales a finales del siglo XIX. El caso es que, con el tiempo, Yaroslavl se llevó la sede episcopal, el kremlin de Rostov quedó vacío y, como toda vivienda deshabitada, empezó a resquebrajarse. Tuvo que ser restaurado varias veces, primero por el sector privado, un grupo de ricos comerciantes de la ciudad que se pusieron manos a la obra; y luego, por el sector público, después del huracán de 1953. Entretanto, los bolcheviques, siempre tan solícitos con el patrimonio histórico, hicieron servir de almacén la mayoría de las iglesias del kremlin. Prefiero no recordar en qué estado se encuentran los frescos del siglo XVII.
Entramos en el restaurante del hotel. Lo bueno de los viajes organizados es que no tienes que pedir nada: la agencia lo ha hecho todo, las camareras saben lo que tienen que traer y ni siquiera hay que esperar apenas entre primer y segundo plato, porque ya han tenido tiempo de prepararse. Otra cosa buena, para mí (pero, visto está, no para más de uno) es que de beber ponen agua o como mucho algún zumo. Lo malo, sin embargo, es que bien puede ser que a alguien le apetezca algo más, en particular, algo más de beber. En este caso, frecuente entre rusos, queda feo levantarse y pedir algo.
En mi mesa se encontraban también las dos ancianas pleistocénicas y mi inefable vecino de asiento. Tras desearnos buen provecho, pusimos manos y mandíbulas a la obra, dimos buena cuenta de una ensalada compuesta de un entramado de patata y mayonesa, y luego de una cazuelilla de carne que estaba buenísima. De beber, agua, cosa con la que estábamos conformes tres cuartas partes de los comensales de la mesa.
No así mi vecino. Miró a su derecha, miró a su izquierda, tomó su vaso, lo medio ocultó entre sus piernas, sacó del bolsillo de su chaqueta una petaca y escanció un líquido que, aunque incoloro, con toda certeza no era agua. Repitió la operación un par de veces, ante la indiferencia del resto de la sala, que bastante tenía con dar buena cuenta de la comida, y ciertamente pareció algo más dichararero de lo que había entrado en el restaurante. Lo que hace saciar -o paliar, al menos- la sed.
La visita a Rostov fue vista y no vista, lo cual es también uno de los defectos de los viajes organizados. Yo ya sé que Rostov, kremlin aparte, tiene unos soberbios monasterios, y un precioso paseo por el lago Nero; también sé que, incluso dentro del kremlin, no lo vimos todo ni mucho menos; pero el tiempo apremiaba, y más tras el episodio de la piedra azul, y así nos quedamos sin ver algunas cosas que para mí no eran gran pérdida, pues ya las había visto en mis anteriores visitas; pero mis compañeros de viaje se veía que era la primera vez que pasaban por allí.
Subimos de nuevo al autobús para dirigirnos a la siguiente etapa, y objetivo personal de mi viaje: Kostromá. Mi vecino, como tenía por costumbre, subió el último, haciéndome levantarme y cederle el paso. Esta vez, antes de pasar, tomó su pequeña bolsa de viaje del portaequipajes superior.
Al moverla, se oyó un tintineo en su interior que me indicaba, y bien claro, que ropa no llevaba apenas, salvo que se vistiera con cristales.
- ¿Cuánto han dicho que tardaremos en llegar a Kostromá? - preguntó.
- Creo que hora y media.
- Pues hay que tomar fuerzas para un viaje tan largo.
Y, uniendo la acción a la palabra, sacó la petaca, acabó con su contenido, lo rellenó con lo que llevaba en la bolsa y, a falta de comida, sacó una bilitrona, no sé si de kvas o de cerveza, se la empinó con ánimo y posiblemente redujo en no menos de medio kilo el peso de la bolsa.
Hora y media, y un viaje tan largo.
Una vez más, cualquier excusa es buena.
"...pero el tiempo apremiaba, y más tras el episodio de la piedra negra"
ResponderEliminar¿Piedra negra? ¿pero no era azul? ¿qué prodigio es este? Alfor, empiezo a pensar que esa piedra es verdaderamente milagrosa.
Saludos
PS: por lo demás me está pareciendo muy interesante tu viaje.
Tienes toda la razón, Fernando. No sé cómo se me ha metido en la cabeza que era negra. De hecho, al releer el texto lo tuve que cambiar en varios sitios; pero se me escapó éste. Menos mal que estabas al quite. :)
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