martes, 29 de octubre de 2013

Comprando un coche

En Bélgica, podría parecer que el artículo traducido en la entrada anterior no es sino el desahogo de una inglesa inadaptada que no merece sino unas palmaditas en la espalda, junto con la conmiseración de sus congéneres y una sonrisita de complicidad.

Ojalá. Pero va a ser que la Bruselas de 2013 no es mejor que la de 1994, y que en más de un aspecto es bastante peor.

Tomemos, por ejemplo, el caso del coche. Emma Hawton dice, sencillamente, que se compró un coche, así, por las buenas y de sopetón, como sin darle importancia, y como si un paso como el de la compra de un coche fuera una minucia comparado con el calvario en que consistió su regularización administrativa.

Veamos como funcionan las cosas en la Bruselas del siglo XXI:

No tenemos coche. El que teníamos en Moscú lo vendimos, y con lo que nos pagaron por él (estaba en perfecto estado de revista, algo rarísimo para un coche con ocho años de combates por Moscú) y algunos ahorrillos que hemos ido consiguiendo a base de prescindir de lujos y de reducir las raciones de sopa, tenemos para comprarnos un coche algo más postinero. Alfina tenía entre ceja y ceja un modelo y, naturalmente, dicha elección fue aprobada por unanimidad.

Hasta ahí, normal. Resulta que el fabricante de coches es una conocida empresa alemana de razonable enjundia, que atiende por dos de las últimas letras del alfabeto. La distribución en Bélgica de sus productos está en manos de un único distribuidor, probablemente para simplificar el asalto al mercado belga. Las opiniones sobre el susodicho distribuidor son dispares. Unos me dicen que son unos monopolistas y se aprovechan; otros, menos comedidos, dicen que es un mafioso de m**rd*. He intentado buscar opiniones favorables, hasta el momento sin resultados positivos, pero el éxito se espera a cada momento.

Como Bélgica es un país moderno y les saca varias cabezas a los mostrencos del sur de Europa, nosotros no podíamos menos que considerar todo aquello como falacias e infundios. Un buen sábado por la mañana, nos plantamos en el concesionario con optimismo y buen ánimo.

Cuando uno va a un concesionario español, y más en los tiempos que corren, los vendedores sacan las alfombras rojas y loan las glorias del bienhechor que viene a convertirse en cliente. En Rusia, que es nuestra experiencia anterior, quizá sean menos obsequiosos, pero igualmente no hay mucho que temer.

En Bruselas, se hizo el vacío a nuestro alrededor. Asomamos la nariz por el monstruo de concesionario, dimos un par de paseos, descubrimos el modelo que nos interesaba y, a todo esto, ¿allí no se dedicaban a vender coches, o sólo era a exponerlos?

Finalmente, conseguimos atraer la atención de una chica rubia, que nos pasó la información que queríamos obtener. Bien. Nos llevamos el folleto a casa, descubrimos que aquello era un galimatías sin sentido para nosotros, vimos más siglas incomprensibles que en una sopa de letras, y llegamos a una conclusión. La primera, que la chica era rubia y bastante mona, pero albergábamos sospechas sobre su conocimiento de producto.

La segunda conclusión fue reconocer que, aunque el conocimiento de producto de la chica fuera mejorable, el nuestro era totalmente nulo, lo cual convertía cualquier decisión en una decisión poco informada. En consecuencia, habría que regirse por otros criterios.

- ¿Qué tal si compramos el que tengan en almacén, sea el que sea?

Hay que decir que, la última vez que planteamos esta actitud, el resultado fue un exitazo, y nos salió un coche buenísimo.

- Venga.

El resultado fue un sencillo correo a la chica preguntándole qué tenía en el almacén. La chica, para cuando se lo preguntamos, estaba de baja (yo creo que fue la única persona que recibió a un cliente en sábado y, claro, el cuerpo se resiente); más tarde estuvo en un curso de formación (indudablemente, la intención era buena). Finalmente, nos ofreció dos opciones que tenían <i>en stock</i>. Elegimos la que mejor nos pareció y preguntamos cuándo podíamos pagar y recogerlo.

- A principios de diciembre.

Estamos hablando de primeros de octubre.

- ¿Cómo que a principios de diciembre? Pero, ¿no habíamos quedado en que lo tenían en stock?

- Y lo tenemos. Si tiene que ser por encargo, tendríamos que esperar, como pronto, a final de enero.

No tengo ni idea de dónde tiene esta gente su almacén, pero, si les cuesta tres meses traer algo de allí, miedo me da.

<i>Continuará</i>

domingo, 27 de octubre de 2013

El Reino Soviético de Bélgica

Para introducir el asunto, nada mejor que ceder la palabra a una inglesa enfadada. Uno puede reírse por lo bajinis cuando alguien basurea vilmente a una inglesa (¡lo merece! ¡lo merece!, pensarán muchos), pero, en este caso, resulta una introducción difícilmente mejorable. Cedo la palabra a Emma Tucker, que obviamente escribe en inglés (no faltaría más, ¿no dijimos que era inglesa?). La traducción es de un servidor.

* * *

Bienvenidos a la Bélgica Soviética

Emma Tucker sólo quería registrar su coche. Pero no había contado con la burocracia belga.


En la antigua Unión Soviética, Zaire, o incluso Italia, ni siquiera hubiera pestañeado. Pero, ¿en Bélgica? ¿El centro de Europa, sede de las instituciones que dieron la libre circulación de personas a la Unión Europea?

Pocos lo saben hasta que llegan, pero Bélgica supura burocracia. En realidad, instalarse en la capital de Europa, incluso desde otro país de la UE, deja a los extranjeros que llegan frustrados, agotados y, a veces, a punto de verter lágrimas de rabia.

Puede llegar a enloquecer, pero la piedra angular de la UE, el Tratado de Roma, no ofrece consuelo alguno. El artículo 48 consagra la libertad de movimiento de trabajadores dentro de la UE y deroga toda discriminación basada en la nacionalidad. Pero no hay tratado que diga nada sobre burocracia y, como los belgas tienen que soportar los mismos laberintos que los extranjeros, no se puede decir que el país discrimine a nadie.

Mi primer obstáculo al llegar a Bruselas en mayo consistió en registrarme como periodista. Al ministerio belga de asuntos exteriores le gusta llevar un registro de todos los periodistas extranjeros que trabajan en el país y me llamó, poco después de mi llegada, diciéndome que me presentara con mi pasaporte, dos fotos y la tarjeta de prensa de mi país.

En un habitación sin colorido alguno ni ventanas, rellené los formularios exigidos y, diez minutos después, me dieron la tarjeta plastificada.

Por desgracia, la tarjeta sólo era válida por tres meses. Para obtener una acreditación permanente, tenía que solicitarla a un tribunal de periodistas que resolverían sobre mi solicitud y decidirían si yo era, o no, una representante adecuada de la profesión.

"Como usted trabaja para el Financial Times", dijo la mujer, "no debería haber ningún problema". Pero, como ninguno de mis colegas, ni siquiera el más quisquilloso, había completado el procedimiento, yo tampoco lo hice. Ya tenía una tarjeta de prensa internacional de la policía británica y una tarjeta de prensa de la Comisión. Pero esto resultó ser un error gravísimo.

Los problemas comenzaron cuando compré un coche. Para obtener las placas de matrícula, tenía que probar que me había registrado en la comuna local. De todas maneras, todos los extranjeros tienen que hacerlo. Así que, al comprar el coche, un buen día por la mañana temprano, me fui al ayuntamiento.

Tras abrirme paso entre las filas de madres con carritos, pensionistas frustrados e inmigrantes acosados, me dijeron que tenía que haber llamado por teléfono para pedir cita. "Vale, ¿lo puedo hacer ahora, por favor?" "No, ha de ser por teléfono". La mujer señaló un teléfono de pago que había en una esquina de la habitación. "Puede usar ése, pero tiene que llamar antes de las diez de la mañana".

Cuando conseguí hablar con alguien, no había citas hasta agosto, dos meses después de haber comprado el coche.

Después, la comuna no me dio una carta que confirmara que vivía en Ixelles, mi comuna, así que tuve que solicitar unas placas temporales de una validez de un mes: otra saga.

Entretanto, antes de mi cita de agosto, se me convocó al cuartel local de policía con una copia de mi contrato de alquiler. Cuando llamé para pedir cita, me dijeron que el policía que se ocupaba de mi calle estaba enfermo. No supe más del asunto.

En agosto, cuando me presenté a la cita en la comuna, había sido cancelada por no haberme puesto en contacto con la policía. Protesté, diciendo que mi policía estaba enfermo. Nada. Me dieron otra cita para final de septiembre. Para entonces, mis placas temporales estaban más que caducadas.

Esta vez fui a visitar al policía, que ya se había recuperado. Firmó un papel que certificaba que yo vivía en mi dirección, papel que tomé, junto con mi pasaporte, una carta del Financial Times, fotos y los datos de mis padres, y vuelta al ayuntamiento.

Esta vez denegaron mi solicitud de registro porque mi tarjeta de prensa belga había caducado. No sólo no me habían dicho que tenía que presentarla (¿Qué presentan los médicos o los profesores?), sino que ni siquiera había oído nunca que otros periodistas hubieran tenido que hacer lo mismo.

De los muchos que viven en Bruselas, sólo un puñado se han tomado la molestia de obtener una tarjeta de prensa belga. Pero a mi me echaron atrás con otra cita para finales de noviembre. Entretanto, mis placas siguen caducadas, y una tarjeta de prensa definitiva, según me dicen, puede tardar hasta seis meses en tramitarse.

¿Por qué una ciudad que alberga a tantísimos extranjeros -cosa de un tercio de la población de Bruselas es extranjera- hace las cosas tan complicadas? Llamé al ministerio del Interior, en Londres, y pregunté que debería hacer un periodista belga que llegara al Reino Unido para trabajar. La respuesta fue: "Presentar su pasaporte en el aeropuerto."

También hay un lado siniestro en la insistencia de Bélgica de que todos sus residentes se registren en la policía.

Desde mediados de los ochenta, a ciertas comunas de Bruselas se les permite denegar el registro a extranjeros de países no pertenecientes a la UE. Como era de esperar, esta norma ha servido sobre todo para mantener a raya a inmigrantes de Marruecos, África y Turquía. En un caso, un estadounidense que había comprado una casa en una comuna del centro de Bruselas no pudo registrar a su esposa, de origen africano.

Según la Liga Bruselense de Derechos Humanos, que lucha por que la ley sea derogada, eso incluso ha impedido mudarse de comuna a personas que han vivido en Bélgica durante treinta años.

Aunque las normas, para algunos, puedan llegar a ser desastrosas, para mí sólo han sido desquiciantes. En los seis meses que han pasado desde que llegué, no he podido enterarme del porqué de su existencia. Si es por crear puestos de trabajo, los belgas harían mejor en poner a trabajar a sus centenares de burócratas en sus calles, llenas de socavones, o en limpiar la fenomenal cantidad de cacas de perro que hay en la calle.

Los funcionarios belgas dicen que su sistema se ha desarrollado (en los 160 años que han pasado desde que Bélgica se fundara) a partir de sistemas burocraticos que ha tomado de sus vecinos, junto con la necesidad de ordenar a una población tradicionalmente desordenada.

Un alto cargo del gobierno dijo: "Para gente que viene del Reino Unido o de los EEUU, donde todo es libre, es un choque cultural. Pero el mayor placer de los belgas consiste en no respetar la ley."

No me gusta poner de manifiesto las partes absurdas de un país cuyas gentes han sido excepcionalmente acogedores, pero me consuela que todos mis amigos belgas me hayan instado a hacerlo.

Dicho esto, cuando el tema consiste en proveer a todos los ciudadanos con una tarjeta de identidad, los belgas no pueden comprender mis objeciones.

"¿Y qué pasaría si estuvieras en un accidente?, preguntan. "¿Cómo sabría la policía que se trata de ti?"

Esta mentalidad burocrática prevalece en la mayor parte del continente. En Italia, por ejemplo, los ciudadanos de la UE que llegan solicitan primero un permiso de residencia temporal, tras lo cual pueden registrarse en el ayuntamiento. Un colega que se mudó de Bélgica a Italia dijo que era trabajoso -una visita a la policía local incluía una espera de tres horas-, pero menos frustrante que sus experiencias belgas.

En Francia hay problemas similares. "Para hacer cualquier cosa en Francia", dijo un expatriado quejoso, "necesitas fotocopias por triplicado de las facturas del gas, del certificado de nacimiento y del permiso de conducir. Y siempre falta algo."

En Portugal, los extranjeros tienen que solicitar a la policía una tarjeta de residencia, pero sólo la recibirán si llevan un documento de su embajada que diga que son quienes son. "Un pasaporte no es suficiente", dijo un británico que vive en Lisboa.

Incluso en los Países Bajos, los trabajadores extranjeros de países de la UE tienen que registrarse en el ayuntamiento, así como obtener un sello de residencia de la policía local en un plazo de tres meses.

Un tratado contra la burocracia es lo que necesita Europa.

* * *

Según mis datos, el artículo que he traducido arriba fue publicado en el Financial Times, el 24 de noviembre de 1994. Dentro de nada hará, pues, diecinueve años de los sucesos que sacaron de quicio a Emma Tucker. Ahora estamos en 2013, entretanto hay una sola moneda en buena parte de los países de la UE y, por si fuera poco, han desaparecido los controles fronterizos en casi todo el continente ¿Quiere eso decir que el artículo está anticuado?

Lo veremos en las próximas entregas. Hoy no. Hoy se hace tarde.

jueves, 24 de octubre de 2013

El desfile (y XII): final de fiesta y cuentas del Gran Capitán

Al terminar el desfile de moda, subimos al segundo piso del Bolshoi, donde habíamos hecho preparar algo de papeo. Un piscolabis, vamos; o, si nos ponemos en plan pijotero, una "fourchette".

A lo del papeo no faltó casi nadie. Bueno, faltaron las dos próceres de Tiranistán y Rusia, que supongo que cenaron mejor que nosotros. Las modelos se cambiaron, se pusieron ropa de calle y, ya vestidas de personas, y no de vestales estrambóticas, subieron a comer algo. La verdad es que, lo que es comer, comieron poco (es lo que tiene la profesión), pero ligaron bastante con los cinco modelos masculinos, que se pusieron las botas y salieron de allí con las agendas bastante llenas. A saber lo que pasaría el fin de semana siguiente.

Oskarl, finalmente, apareció por allí. Mi jefe se había estado ocupando de otros temas durante las últimas tres semanas, pero, en el momento decisivo, supongo que decidió no dejarme solo y asistir al desfile y al papeo posterior. Lupita se le acercó y empezó a hablar animadamente con él, mientras me miraba de reojo; Salaroy estaba de pie a su lado, sin decir palabra.

No había falta ser un lince para comprender que estaban presentando una queja formal contra mi persona, por mi falta de implicación durante las tres semanas anteriores y por mi trato displicente para con los dignísimos funcionarios tiranios. Lupita no olvidaba, y eso que el desfile, según todos los indicios, había sido, una vez más, un éxito; pero, para mayor gloria de alguien, lo mejor es presentar una queja formal. Si la cosa no ha sido un éxito, ya tenemos un culpable del fracaso; y si la cosa ha sido un éxito, presentar una queja realza las virtudes del funcionario encargado del asunto, que ha sido capaz de llevar la nave a buen puerto a pesar de los palos en las ruedas que les han puesto los malévolos subcontratistas locales. Mayor mérito suyo, pues.

¿Y Héctor Aredua? Héctor estaba cortejando al doctor Atsock, el Ministro de Relaciones Económicas Exteriores de Tiranistán e, incidentalmente, el que había tenido la ideíta del desfile de moda tres semanas después de ocurrírsele la genialidad. El doctor Atsock era una especie de cretino soberbio a quien el cargo de ministro se le había subido a la cabeza, y que se consideraba más allá del bien y del mal. Hay que reconocer que razón no le faltaba, porque, si después de todas las tropelías que hizo en Moscú en los dos meses anteriores al desfile no le pasó nada grave y ni siquiera tuvo que dimitir, es que efectivamente estaba más allá del bien y del mal.

En el caso que nos ocupa, el doctor Atsock, con modales del jovenzuelo insolente que en el fondo seguía siendo, se estaba burlando abiertamente del amigo Héctor, que lo soportaba con bastante entereza. Como, aunque aquello estaba trufado de modelos impresionantes, el doctor Atsock debía tener otros planes bien definidos, un rato después desapareció, para alivio de los presentes y desazón de su chófer. Pero ésa es otra historia.

Ya iba yo pensando en retirarme discretamente y olvidarme de que existen desfiles de moda en el mundo, cuando se me acercó Oskarl y me dijo que había recibido quejas de mí y que debía de implicarme más en los temas que llevaba y tratar con mayor afecto a los clientes. Pedí perdón por el trato que había inflingido a los clientes y aseguré a mi jefe que mi implicación había sido completa, y prometí enmendarme y ser un empleado ejemplar. Yo creo que Oskarl no se creía mucho eso de la falta de implicación, aunque lo del trato displicente a los clientes sí, y es que era realmente verosímil. La cuestión es que la cosa no pasó a mayores.

Al día siguiente llegó el momento de hacer cuentas. Como se trataba de números, de trabajar y de esas cosas tan poco glamurosas, Lupita y Héctor desaparecieron y los que nos reunimos fuimos Salaroy, la directora de la agencia y yo. El desfile había sido un chollo de precio, y le había salido a Tiranistán por una cantidad ínfima, en comparación con la misma cosa, pongamos por caso, en Milán, pero Salaroy quería más.

- ¿Y hemos pagado treinta y tres modelos? Yo sólo conté treinta y dos, que están en la lista.

- Salaroy, que Engatusso contrató a otra por su cuenta. Recuerde, la profesional.

- ¿Y por qué ha costado ésa mucho más?

- No sé. Pregunte a Engatusso. Supongo que sus prestaciones son mayores.

- ¿Y hemos pagado tanto por cada una?

- ¡Pues no dijo usted que en Milán pagaban cinco veces más!

- Ya, pero aquello es Milán.

- Y esto Moscú.

Al final, logré convercerle para que pagáramos la factura a la agencia, que desde luego fue mucho menos que lo que costó el Bolshoi, y además documentado y sin problemas.

Por la tarde, acompañé al transportista a llevar de vuelta los trajes al aeropuerto. Unos papeles por aquí, un sello por allá, y los trajes pasaron la aduana sin ningún problema. Creo que el transportista todavía va contando por ahí que en Moscú había un tal Alfor que se movía por el aeropuerto como por el salón de su casa y que sacó unos vestidos impresionantes de Moscú sin aduanas, sin cuadernos ATA y, lo que es más increíble, sin problemas.

A la mañana siguiente nos dejaron los funcionarios tiranios, a los que, a Dios gracias, no he vuelto a ver hasta el día de hoy.

Y yo ya había olvidado el asuntillo aquél del desfile de moda, hasta que, hace ya entretanto unos meses, llegó a mis manos la noticia del cese de Iksánov, que es el único protagonista de aquella historia que había salido de rositas e incluso con buena reputación, y eso me movió a escribir esta larguísima serie. Pero, con esta entrada, la serie se termina, y ahora toca volver a Bruselas; porque, quién me lo iba a decir, resulta que Bruselas es un entorno, a veces, más desconcertante que Moscú, como se verá a partir de la próxima entrada.

lunes, 21 de octubre de 2013

Turkmenistán de primera mano

- Entonce, Irina, ¿usted es turkmena?

- Sí, sí.

- ¿Y de dónde? ¿De Asjabad?

- De Asjabad, sí.

- ¿Y qué tal por allí?

- Ah, muy bien. Todo va perfectamente ¿Conoce usted Turkmenistán?

- Ya me gustaría, ya, pero nunca he tenido ocasión de ir. Lo que sí he tenido son ganas, pero creo que son ustedes bastante estrictos con los visados, así que no es fácil entrar.

- Eso es verdad, sí. Mi madre vive en Rusia, y la última vez no le dieron visado para entrar. Y no crea, que antes también había visado para salir, y no era fácil, no. Yo misma, es de las primeras veces que salgo a Rusia.

- ¿Y por qué lo hacen? ¿No quieren que la gente entre en su país?

- Nuestro país está muy bien, y por lo visto nuestros dirigentes piensan que, si dejan pasar a todo el mundo, mucha gente vendría a Turkmenistán a quedarse.

- Claro, claro... y eso no puede ser.

Yo me quedé mirándola por si lo decía en serio o iba con choteo, y la verdad es que no me quedó claro del todo.

- Por cierto, que tengo otra cuestión - dije.

- Diga.

- ¿Para cuándo podemos esperar una edición del Rujnama en español? La última vez que lo investigué, no había ninguna, y lo tuve que leer en ruso.

- Sí que es verdad que no la hay en español.

- ¿Y por qué no?

- Pues verá, yo creo que es poco probable que se vaya a traducir próximamente, porque quizá sepa usted que el autor murió.

- Lo sé. Saparmurad Turkmenbashí, el padre de los turkmenos.

- Bueno, pues las traducciones del Rujnama, muchas veces, eran regalos de personalidades extranjeras que venían a Turkmenistán a visitarle. Claro, a partir de que muriera, ya no ha habido más regalos, ni más traducciones. En todo el tiempo que gobernó el Turkmenbashí, no hubo nadie que le regalara una traducción del Rujnama al español, y por eso ese libro no existe en su lengua.

- Ya veo ¿Y nadie se plantea traducirlo? El español, al fin y al cabo, es una de las grandes lenguas de la humanidad.

- Claro, claro, pero, después de todo, el Rujnama es un libro en primer lugar para turkmenos. No creo que sea interesante para hispanohablantes.

- Creo que no conoce usted bastante el público hispanohablante. Yo estoy convencido de que la gran mayoría quiere ir al paraíso, y sé perfectamente que la forma más sencilla para ello consiste en leer tres veces el Rujnama, como el Turkmenbashí pidió a Alá. El turkmeno es un idioma poco conocido, y por eso convendría traducirlo al castellano. Oiga, que somos quinientos millones, y subiendo.

Irina no pareció muy convencida. Para mí que no era muy creyente.

La conversación siguió por otros derroteros, Irina me pasó un billete de un sum, que es la moneda de por allí, y yo le pasé uno de diez rublos, que, visto que no había abierta una mísera tienda, de todas maneras no tenía ninguna posibilidad de gastar. Acabó en esto la comida, y tocaba continuar con el congreso, así que salimos a la calle para ir al hotel. Y, enfrente de mí, otra tienda por abrir.


Yo, la verdad, no sé qué van a vender aquí, porque no lo pone, pero parece interesante.

miércoles, 9 de octubre de 2013

El congreso

Así pues, en Roza Jútor apenas hay nada que hacer ni nada que comprar. Cuando lo acaben, entonces sí, entonces estará bien, pero por el momento es un rollo, y no digamos si, como era el caso, llovía todo el santo día. Claro, yo no había ido allí de vacaciones, sino de trabajo, a asistir a un congreso del ramo en el que me desempeño ahora (sigue siendo solucionar problemas, pero ahora están más acotados). Pasó la inauguración del congreso, y ya se veía que la organización tenía problemas que no sabía solucionar:

- Como cuestión logística, tengo que decirles -se dirigió la organizadora a los asistentes, que éramos todos y ya seríamos doscientos, ya- que, como habrán observado, no hay agua para beber. Sólo tenemos té y café.

Un murmullo de consternación se extendió por la sala.

- Sin embargo - continuó -, hemos estado buscando una solución imaginativa...

Expectación.

- ... pero no la hemos encontrado.

El murmullo de consternación crece.

- Después, cuando sea la hora de cenar, vamos a decir en el restaurante que saquen agua, para que cada cual pueda tomar un par de botellas y llevárselas.

En cristiano, lo que venía a decir la organizadora era "sálvese quien pueda y tonto el último". No voy a extenderme sobre la calidad organizativa de los congresos en Rusia y sobre mi opinión sobre la familia de quien hubiera tenido la ideíta de meternos en aquella trampa; en todo caso, cuando salí de la inauguración, y como tenía algún tiempo antes del comienzo del panel del que formaba parte, decidí que el último y el tonto no iba a ser yo, así que me dediqué a buscar por todo el hotel el carrito de la mujer de la limpieza y le guindé unas cuantas botellas para sobrevivir unos cuantos días, y hasta para pasarle alguna a mi compañera alemana, que no creo yo que tuviera programado su ADN para ir "consiguiendo" botellas de agua por ahí. De todas formas, su caso era menos grave, porque es una superexperta en lo suyo, tenía varias intervenciones en diversos paneles y a los intervinientes les ponían agua sobre la mesa. Yo sólo tenía una intervención y era el último día. Podía morir de sed antes.

En la página web del complejo dice que hay ocho restaurantes. La verdad es que sólo hay uno, bávaro, porque los demás sólo merecen ser llamados fonda, a la vista de la calidad del servicio, por mucho que estén en hoteles de cinco estrellas. Si los precios fueran parejos con el servicio, pues vale, pero es que ni eso. Los precios sí son de hoteles de cinco estrellas.

Mi compañera, anteayer, me vio por el pasillo y me dijo:

- ¡Me han cobrado mil quinientos rublos por el desayuno en el hotel!

Esas malditas tarifas de nuestra agencia de viajes sin desayuno incluido... Aunque ya les vale, cobrar cuarenta eurazos por desayunar. Con eso alimentas a una familia etíope un trimestre entero.

- ¡Pero es que el desayuno era muy malo! El café estaba frío, debía llevar allí desde las siete de la mañana. Y los huevos también. Todo estaba mal. Entonces recordé que al entrar nos dieron la tarjeta de "satisfacción 100%" y le dije a la camarera que quería hablar con el director.

Aprende rápido. Lo que pasa es que seguramente lo haría con educación y buenas maneras y, claro, éstos tienen más conchas que un galápago.

El director era austríaco, a juzgar por el nombre. Yo le expliqué a mi compañera que los directores de hotel europeos que yo he conocido en Moscú se pasaban el primer año preguntándose dónde estaban, el segundo año tratando en vano de cambiar algunas cosas, para pasarse el tercer año pidiendo la hora y esperando que les llegase el relevo y un nuevo destino en un lugar más fácil, como Kabul, por ejemplo.

- No sé. Me dijeron que no estaba y que lo intentara mañana. Creo que le voy a escribir un correo.

Nos fuimos a comer, y nos tocó una mesa con muy buena compañía. Un profesor de Moscú, dos de San Petersburgo, y una chica algo calladita que me presentaron:

- Y le presento a Irina Romanovna, que viene de un país poco conocido y del que no tenemos muchas visitas. Viene de Turkmenistán, no sé si ha oído hablar de ese país.

Abrí muchísimo los ojos, miré a la chica y me dije que ésta era la mía. Y me senté a su lado dispuesto a crujirla a preguntas sobre su país. La conversación no tuvo desperdicio, pero ahora estoy escribiendo en el avión que me lleva de vuelta a Occidente, y parece que vamos a aterrizar, así que la transcripción puntual de la conversación que mantuve tendrá que quedar para la siguiente entrada.

lunes, 7 de octubre de 2013

Próxima apertura

En ruso, "próxima apertura" se dice "skóro otkrýtie" (скоро открытие). En Roza Jútor, es la expresión más escrita. Uno se da una vuelta para comprar por lo menos una botella de agua y no tener que beber directamente del río, y se encuentra con que le han metido en una trampa. Por una parte, y como vimos en la última entrada, no hay manera de salir de aquí. Lo intenté en dirección a Esto-Sadok, un pueblo fundado por estonios a finales del siglo XIX y al que la civilización ha llegado de golpe, arrasándolo todo. Ni pum. El camino estaba cerrado por excavadoras, vallas y todo tipo de impedimentos. La única forma de llegar era por la única carretera... por la que también llegaban todo tipo de hormigoneras. Y es que, sí, quedan algunos defectillos por pulir antes de que comiencen los Juegos Olímpicos.

¿No sería lógico que en un sitio así, además de hoteles a tutiplén, hubiera tiendas de material deportivo? Y las hay... o, mejor dicho, las habrá. Veamos aquí abajo la tienda de Bosco, esa famosa empresa rusa que equipó a los deportistas españoles en los Juegos Olímpicos de Londres, de manera que parecía que fueran a disputar la medalla de cobre.


Vale, sí, la tienda está cerrada. En un sitio tan elevado, donde bien puede hacer frío, se agradecería algo de ropa de invierno. Y, efectivamente, "The North Face" ha alquilado un local...


...pero lo abrirán próximamente, porque, lo que es ahora, nasti de plasti. La misma suerte corren otras dos tiendas de deporte: "скоро открытие" para todos. Aquí va una...


...y aquí está la otra.


En la entrada pasada vimos que, para salir o entrar aquí en transporte público, hay que proponérselo muy seriamente. Los hoteles y las empresas de construcción, que son las dos cosas que funcionan (mal, pero lo hacen), traen a sus trabajadores a diario desde Adler, Sochi o Krasnaya Poliana, porque aquí ni siquiera hay viviendas ¿Y no sería una buena idea poner un alquiler de coches?


Bueno, pues la idea ya la tuvo alguien. Ahora falta que tenga la idea de abrirla.

Según la página web del sitio, es posible adquirir recuerdos muy monos en la tienda de recuerdos del lugar. Esto demuestra una vez más que de Internet hay que fiarse lo justito, porque uno la ve y Roza Jútor le parece un lugar rebosante de vida, hasta el punto de que uno no comprende cómo ha podido pasar tanto tiempo sin él. Sin embargo, la tienda de recuerdos, en realidad, es la de abajo:


Y está más cerrada que una edición del Ruhnama en latín.

Aquí abajo hay otra tienda, llamada rimbombantemente "Opera Gallery". Bueno, mejor dicho, habrá otra tienda.


Si nos hacen daño los ojitos, el día menos pensado nos los podremos tratar. Lo de abajo es una óptica con los métodos más avanzados...


... lo único que no es avanzado es su apertura, que más bien se retrasa.

¿Y dónde se puede conseguir la bebida nacional, es decir, cualquier cosa que tenga alcohol, cuanto más mejor? Ahora, en ningún sitio. El que tenga muchas ganas de beber puede desplazarse varios kilómetros, saltando por encima de las obras, o esperar a que abra la tienda de abajo. Próximamente, claro.


Jo, si ni siquiera estos pollos de abajo se han decidido aún a abrir. Si lo hubieran hecho, yo creo que no hubiese salido de allí, con lo poco que me gusta.


En resumidas cuentas, que mal asunto. El servicio de los hoteles es lamentable, me han hecho la habitación, atención, a las ocho ¡de la tarde!, la comida es de impresión, sólo que de impresión negativa. A todo esto, uno ve la página de Wikipedia (sobre todo en ruso) y le parece que vaya pasada de sitio. También dice que fue terminado de construir en 2011. Las excavadoras que hay por todos los sitios deben estar para reparaciones menores. En realidad, es evidente que la página de Wikipedia (no, no hay que fiarse de Wikipedia) está encargada por Vladímir Potanin, oligarca de pro, presidente de Interros y amo del cotarro. Uséase: promotor del engendro éste.


Lo que dice la sombrilla de ahí arriba es: "Aquí no hay prisa. Disfrutando de la vida."

Pues como se lo crean, cuando sean los Juegos Olímpicos nos vamos a reír.

sábado, 5 de octubre de 2013

En la sede de los próximos juegos olímpicos

Se supone que en Sochi van a tener lugar los Juegos Olímpicos de Invierno, tan lejos como dentro de cinco meses. Hay que reconocer que no es una noticia que se haya conocido ahora mismo, sino que ya llevamos tiempo con la murga, e incluso recuerdo haberme reunido con algunos de los miembros del comité organizador, de los que la verdad es que no puedo decir muchas cosas buenas. De hecho, no puedo decir ninguna, y que lo mejor que me pasó es que hablar con ellos no me costó dinero, cosa que no puede decir todo el mundo.

Sochi es una ciudad situada en la playa, a la misma orilla del Mar Negro, pero su término municipal es extensísimo y se mete en el Cáucaso. En poco más de sesenta kilómetros, se pasa de la costa, con un clima benigno en el que pocas competiciones de invierno pueden tener lugar, a cumbres de más de dos mil metros en las que, aquí sí, puedes montar unas pistas de esquí de aquí te espero. El hecho de que hasta ellas llegasen unos caminos de cabras y de que la infraestructura presente en la zona hiciera preferible cualquier otro lugar no detuvo a los promotores de la candidatura que, con un fuerte apoyo del presidente Putin, se salieron con la suya y lograron que el Comité Olímpico Internacional le otorgara la organización de la próxima olimpiada. Yo, la verdad, no sé en qué estaban pensando los miembros del comité ni qué les habrían prometido, pero, si visitaron el lugar y lo vieron, muy mal tenían que estar los otros candidatos para elegir esto.

El caso es que faltan cinco meses para que comiencen los juegos y yo estoy en Sochi, pero no en la playa, no, sino en el epicentro de la cosa, a pocos kilómetros de Krasnaya Poliana, en el complejo de pistas de esquí "Roza Jútor".

Lo primero que llama la atención al salir del aeropuerto de Ádler, que es el de Sochi y su región, es la turba de taxistas y todo tipo de peña que te ofrece sus servicios para llevarte. En Moscú, es verdad, también te abordan, pero con cierto silencio. Aquí te ofrecen sus servicios a grito pelado, no ya los espontáneos de toda la vida, sino incluso las matronas soviéticas al cargo de los taxis, digamos, oficiales.

- ¡Taxi! ¡Taxi! ¡Conmigo!
- ¡No! ¡Conmigo!

Mi compañera de viaje, alemana ella y que jamás antes había visitado Rusia, digamos que se dejaba guiar, pero es que hasta a mí me impresionó el guirigay que se montaba. Vamos, nosotros teníamos contratado un taxi del hotel al que íbamos (y que nos costó 3500 rublos, menuda clavada).

De camino, uno pensaría que a la zona olímpica llevaría una autopista de campanillas. Pues no. Es una carretera de un carril en cada sentido que en España sería de las medianejas, con el agravante de que todo el santo día (y la santa noche) hay camiones transportando materiales con la desesperación del que lleva un retraso irrecuperable. Y, como todo el mundo sabe, cuando en una carretera hay camiones a tutiplén, se circula como se circula. Además, uno giraba la cabeza y no veía más que obras a medio hacer, o más bien apenas empezadas ¿De verdad quieren estos tíos llegar a tiempo de acoger unas olimpiadas tan tarde como dentro de cinco meses?

Pasamos Krasnaya Poliana, y llegamos a Roza Jútor, un sitio muy chulo rodeado de montañas, y donde hay hoteles. Muchos hoteles. Todo está nuevecito e impecable. Lo malo es lo que no está o, si les oyes a ellos, lo que no está todavía.

Unas de las cosas que no está es una depuradora de agua. Mira que estamos en mitad de las montañas, pues el agua del grifo es de color blanco. No incolora, no, sino de color blanco. Dicen que el agua de Valencia tiene mucha cal, pero es que esto parecía cal mezclada con un poco de agua. Total, que decidimos ir a comprar agua, al menos. Fuera caía un aguacero que no cedió en todo el día, pero lo del agua, la de beber, parecía importante.

- ¿Dónde hay un supermercado, o una tienda de alimentación (el famoso "produkty") por aquí? - le preguntamos a una camarera que nos estaba sirviendo el desayuno.

La chica, que, de todas formas, no parecía muy espabilada, se quedó pensando un momento.

- Al comienzo del pueblo creo que hay algo.

- ¿Por dónde?

- Por allá, siguiendo la carretera.

- ¿Pero está muy lejos?

- No, la verdad es que no...

- ¿Eso cuánto es en metros?

No hubo respuesta.

- A pie no creo que se puede ir. No es que esté muy lejos, pero el camino no está asfaltado.

- Bueno, entonces, ¿cómo se llega?

- Yo creo que en autobús, recorriendo una parada.

Me preguntaba yo a esta gente cómo la elegían, cómo llegaban ellos hasta su puesto de trabajo, porque en autobús de línea seguro que no era. Para mí que los traían en un autobús en masa, con los ojos tapados para que no pudieran revelar dónde estaban.

Por supuesto, no se veía ni rastro de un autobús de línea. Tras un buen remojón, porque la lluvia no dejaba de caer, me dirigí a la recepcionista del hotel, que se la suponía avezada en estas lides.

- ¿Cómo se puede salir de aquí?

- Pues en autobús, creo.

- Ya ¿Y dónde para?

- Ah, pues... ahí detrás del telesilla, siguiendo un poco por la carretera.

- Vale. Y tendrán un horario, ¿verdad?

- Sí... lo tienen. Yo le hago una copia, pero la verdad es que, aunque tienen un horario, no lo siguen mucho.

Jo. Es verdad, que esto es Rusia. Mira, eso sí que está bien en Bélgica.

De todas formas, el horario ya era la repera. Los autobuses pasaban cada hora. No me extraña que no los hubiera a la vista. Luego había un montón de autobuses de alquiler. Miré a mi compañera, que al fin y al cabo era su primer día en Rusia, y decidí que, al fin y al cabo, igual meterla en un autobús ruso de línea iba a ser un choque cultural demasiado fuerte.

Parecía imposible que no pudiera haber forma de comprar agua en un sitio donde había seis hoteles y un telesilla (y eso es todo), con un río que bajaba de las montañas cruzando por el medio del lugar y un par de congresos anunciados.

Como seguíamos sin creerlo, salimos del hotel con la firme intención de encontrar un comercio, aunque sólo fuera uno. De lo que fuera.

jueves, 3 de octubre de 2013

El desfile (XI): El día D

Sinopsis: El gobierno tiranio organiza un desfile de moda en Moscú. De esta serie ya hemos visto unos cuantos antecedentes, que son éstos: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX y, de momento, X.

Finalmente, el tan esperado día del desfile de moda amaneció, y una actividad febril empezó a desarrollarse entre los que organizábamos aquel acontecimiento, no menos planetario que la estancia en el poder simultáneamente de Obama y Zapatero o la conquista de Constantinopla por los turcos, y sólo un poco por debajo del descubrimiento de América o la Revolución Francesa. Sea, pues, como fuere, y puesto que nuestro alquiler del Bolshoi había comenzado ya, entramos con jolgorio y alegría por la puerta, prestos a convertir aquéllo en una auténtica pasarela en la que pudieran desfilar como está mandado todas las beldades que el genio y el gusto de nuestro entrañable Engatusso había reunido.

Y, ciertamente, aquel espectáculo era digno de verse. No faltaba, no vayamos a creer, la gente que tenía algo que haber, sabía lo que era y, no menos importante, estaba haciéndolo. Se trataba de los carpinteros de la agencia, montando carteles y estructuras, o de Kostya y el transportista, venido de España sólo para un día y para poder llevarse los vestidos de vuelta; también podíamos contar entre quienes tenían algo que hacer a los tres diseñadores y su tropa de estilistas, asesores y maquilladores, que nunca pensara yo que imaginar un vestido que jamás dejaría yo llevar a mis hijas diera de comer a tantísimas personas. Éstas gentes, pues, ocuparon los vestuarios y los pusieron completamente manga por hombro.

Y, finalmente, fueron apareciendo las damas que debían portar los vestidos. Nunca antes se vio tal compendio de donosura: las mozas, muy galanas ellas, venían vestidas con sus ropas de calle, que en el caso de las rusas medias eran vaqueros ajustados, con varios cortes a diversas alturas de las piernas, y de lo que está detrás de la cintura. Semejante exhibición de gallardía hubiera debido despertar la admiración de los varones que estábamos allí presentes, pero la práctica totalidad de los mismos, para pasmo de quien escribe estas líneas, las dejaba pasar con marcada indiferencia, y sólo algún periodista conocido entre la colonia española por su mirada escrutadora del bello sexo, y un servidor, que, por mucho que tuviera muchísimo que hacer allí, después de todo no es de piedra y tiene un cuello ágil, nos hacíamos lenguas de las no sé bien si doncellas que nos regalaban la vista con tamaña generosidad.

Sería cuestión ahora de ponderar la bizarría de los galanes que asistíamos al acontecimiento, pero, salvo los cuatro o cinco modelos masculinos que pululaban por allí, y los dos personajes de mirada escrutadora que ya han sido mencionados, el resto de los varones presentes no parecían distinguirse por una masculinidad exagerada, antes al contrario, quizá ello explicara la indiferencia que mostraban ante las modelos. Era el caso, desde luego, de los tres diseñadores, que supongo que se verían en aquellas lides casi a diario y que, acostumbrados a ver beldades como aquéllas, y hasta mayores, entiendo que no les llamaba la atención el sarao. O eso, o es que eran algo rarillos, cosa que al menos en un caso era más que evidente. Lo mismo cabe decir de los peluqueros, o estilistas, que les asistían, y no digamos de Engatusso, que parece que había hecho buenas migas con una de las modelos, precisamente la que había escogido, y a quienes perdí de vista un par de veces durante el día.

Probablemente las cosas hubieran ido más rápidas de no ser por la intervención de nuestros amigos los funcionarios tiranios Lupita y Héctor Aredúa (con Salaroy en la posición secundaria que tan bien se le daba), quienes no paraban un minuto de dar indicaciones y órdenes a todo el gentío que trabajaba por allí. Tamaña devoción dio sus frutos, porque, sin su concurso, posiblemente hubiéramos terminado dos horas antes y nos hubiéramos aburrido sobremanera, cosa que nos ahorramos gracias a sus desvelos. En mi ceguera, se me ocurrió hacerle una observación a Lupita, que se revolvió enojadísima y me achacó con empuje y voz recia que no me estuviera implicando en la acción, a pesar de lo que Tirania nos estaba pagando.

Un par de horas más tarde, y acabados que se hubieron los preparativos, un gran revuelo se escuchó cerca de la puerta principal. Indudablemente, alguien de gran alcurnia se estaba acercando por allí, y aun era posible que fuesen la señora Ranzai y la mismísima Ludmila Putina, que era entonces, y siguió siéndolo bastantes años, la esposa de Vladímir Vladímirovich Putin, bienhechor y protector de todas las Rusias.

Al revuelo, se vio llegar a Iksánov, que todo el día había estado lejos de allí, apretando el paso y acercarse hacia la puerta como alma que lleva el diablo, apartando a tirios y troyanos. Yo, que sabe Dios que nunca he buscado la cercanía de tan altas personas, hice ademán de retirarme, pero he aquí que Héctor Aredúa, que no sé de dónde había salido, me cogió del brazo y me ordenó que no me separase de él, con el fin de hacerle de intérprete con la señora Putina.

- Pero, Héctor, la señora Putina es sabido que fue azafata de Aeroflot en su juventud, y habla tiranio con soltura.

- Tú quédate a mi lado por si acaso.

Y así fue como, sin comerlo ni beberlo y muy contra mi voluntad, me vi arrastrado a primera fila y en la tesitura de meterme frente a las altas autoridades del Tiranistán y de Rusia. Pero, a todos los que nos agolpábamos al paso de las dos señoras y de su séquito, se nos adelantó Iksánov, que, sin ápice de modestia, fue el primero que se acercó y les dio la bienvenida a aquel acto que "había organizado" para solaz de la señora presidenta. Como lo dijo en ruso, los funcionarios tiranios no se enteraron de la misa la media, pero no sabe Iksánov lo cerca que estuvo en aquel momento de perecer estrangulado, porque no recuerdo haber tenido nunca tantas ganas como entonces de echarle a alguien las dos manos al cuello y de apretar con todas mis fuerzas. Como me contuve, a Dios gracias, a Iksánov le ha sido dado vivir hasta hoy, en que, felizmente cesado de su puesto de director, entiendo que estará disfrutando de su jubilación antes de atravesar las puertas del infierno y pasar allí la eternidad o, si Dios es misecordioso con él, entrar en el purgatorio una buena temporada. Vamos, como poco.

La señora Ranzai, obviamente, tampoco se enteró de lo que dijo Iksánov. Su amplia sonrisa y su porte austero, impropio de una persona hasta tal punto insólita que el café con leche le relaja, no ocultaba cierto desconcierto por la situación. Héctor, que estaba al quite, la recibió con unas cuantas zalamerías a cual más obsequiosas, respondidas con una sonrisa postiza, y luego pasó a recibir a Ludmila Putina. Lo hizo en tiranio, y la señora Putina le respondió, en un tiranio excelente, que hacía tiempo que no lo hablaba, y temía haberlo olvidado, pero que era para ella un honor asistir a un desfile de moda de un país que le interesaba tanto y cuyo idioma había estudiado de joven. La verdad sea dicha, entre la prócer tirania y la rusa, ésta última llevaba bastante ventaja en cuanto al trato, a pesar de llevar el baldón de haber sido azafata de Aeroflot en los ochenta y noventa, donde es evidente que el trato personal era la última de las prioridades, si es que hubo alguna vez una prioridad. Fuerza es decir que, entretanto, Aeroflot ha cambiado lo suyo, y aventaja en mucho a buena parte de sus competidoras, y no digamos a Ibirria.

A Ludmila Putina volví a verla, pero ya sólo por televisión, algún tiempo después, y lo cierto es que físicamente se había echado bastante a perder, y ya quedaba, en cuanto a apariencia física, bastante lejos de otras mujeres de bandera rusas, no sé, como Alina Kabáeva, por poner un ejemplo.

Pero he aquí que las dos esposas ocupan sus puestos, las luces se atenúan, y ¡oh, consternación!, no todos los invitados han acudido al desfile. No pasa nada: con el ejemplo bíblico, cuando los invitados rechazan unirse al banquete del rey, el rey invita a los pobres y a cualquiera que sus sirvientes encuentran por los caminos. De igual manera, tan religiosa, los carpinteros, oficio de Nuestro Señor, los transeúntes y hasta Alfina y nuestra contable, que no se quisieron perder tamaña ocasión, la segunda más grande que vieron los siglos, pueden entrar y acomodarse en los asientos que, aunque no estaban destinados a sus posaderas, están mejor llenos que no vacíos.

Y ved cómo Engatusso, en un inglés que no entiende casi nadie (la señora Ranzai desde luego no, como ha demostrado sobradamente), pero que suple con unos gestos elocuentes, presenta emocionado el desfile. Y admirad la donosura de las damas, y el corte de sus vestidos, atrevidos pero informales, y la longitud de las sus piernas, el torneado de los sus brazos, la esbeltez del su talle, la... originalidad de los sus peinados, sin pasar por alto la adustez de su gestos, vivo reflejo de la importancia de su función.

Y he aquí que las dos damas principales conversan animadamente, en el tiranio que ambas dominan con soltura, y sin duda, aunque su diálogo no es audible, se relatan sus preferencias y comparan los modelos que, con ademán decidido, van recorriendo la pasarela.

No podemos olvidar a los probos funcionarios tiranios, que se apretujan con la boca entreabierta junto a la señora Ranzai no por peloteo, como podría pensar un espectador ajeno a la devoción de estas personas, sino con la indudable intención de protegerla de los maleantes que, por culpa del Diablo, fatalmente podrían causar algún disgusto. Y eso por no hablar de Iksánov, sentado en un lugar de honor junto a la señora Putina, haciéndole observaciones de cuando en cuando, y escapando de milagro al estrangulamiento al que le destinaban mis malos pensamientos, afortunadamente no tan recios como para mover mis brazos.

Reparemos igualmente en un grupo de tres corresponsales españoles, que no quieren perderse el evento, y que con razón asisten al mismo con la boca abierta y se hacen lenguas, seguramente, de la magnificencia de la puesta en escena, y del boato, máquina insigne y riqueza que nuestros buenos oficios han pergeñado.

Los nada menos que treinta minutos que dura el desfile son tan intensos y hasta tal punto suspenden las conciencias, que no se diría sino que no han pasado sino cinco; pero no: es media hora nada menos, que justifica con creces el dispendio que Tirania ha destinado al desfile, y que no puede menos que servir de colofón al viaje oficial del general Ranzai, y hasta a obscurecer los demás logros del mismo.

Y no sólo eso, no. Aún falta un acto social, que las autoridades tiranias, en la parte superior, ofrecen a sus invitados, para que tengan ocasión de intimar. Y que, si Dios tiene a bien darme salud, glosaré próximamente, porque hoy se hace tarde.

miércoles, 2 de octubre de 2013

A guisa de explicación

En primer lugar, una rápida explicación a una ausencia tan prolongada: estamos sufriendo en nuestras carnes la eficacia belga y hace tres semanas largas que no tenemos teléfono ni Internet, lo cual dificulta enormemente actualizar la bitácora. No, no es una retirada. Al menos, no pretende serlo.

De hecho, si escribo ahora es porque estoy en el aeropuerto camino de un viaje de trabajo (durante el que supongo que no tendré tiempo para nada, pero, si no fuera el caso, tengo historias de sobra para actualizar). Y ahora, corto, que me llaman para embarcar y los amigos de Aeroflot (sí, hijos, sí, de vuelta a Rusia) son bastante más puntuales que los prestadores de servicios en Bruselas. Pero de eso ya me pondré a escribir, si Dios y Belgacom quieren, porque ahora, de verdad, se hace muy tarde.